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Memoria de Pedro.

Domingo, 28 de junio de 2020

PetersinaiLa noticia del martirio de Pedro nos había dejado consternados. No hacía mucho que Silvano nos había hecho llegar una copia de la carta que Pedro, desde Roma, había dirigido a los cristianos de la provincia de Asia. Les daba ánimos en los momentos de persecución que les estaba tocando vivir: “Amigos míos, no os extrañéis del fuego que ha prendido ahí para poneros a prueba, como si os ocurriera algo extraño. Al contrario, estad alegres en proporción a los sufrimientos que compartís con el Mesías; así también cuando se revele su gloria, desbordaréis de alegría” (1Pe 4, 12).

Releer de nuevo aquellas palabras, sabiendo que quien las había escrito había seguido a nuestro Maestro hasta dar la vida, nos dejaba sobrecogidos y silenciosos. Pedimos a Marcos que nos contara cosas de Pedro: él lo conocía bien porque lo había acompañado en su viaje a Roma y había recibido sus confidencias; éramos conscientes de que muchas de las cosas que él nos contaba acerca de Jesús, las había aprendido de labios del propio Pedro. “Nos recordaba con frecuencia las palabras de Jesús. “El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí. El que quiera conservar la vida, la perderá, y el que la pierda por mí, la conservará”. Pedro repetía, una y otra vez, cuánto le había costado entender aquellas palabras que invitaban a sus seguidores a entrar un extraño y peligroso juego: romper con cualquier búsqueda codiciosa y obsesiva de ganar, poseer, conservar y, en lugar de ello, arriesgarnos en un camino inverso de pérdida, derroche y entrega. “Teníamos que estar dispuestos, decía Pedro, a romper con nuestras ideas y a poner en cuestión casi todo lo que nos daba seguridad. Jesús no parecía ignorar el deseo más hondo que se escondía en nuestro corazón: el de vivir, retener y poner a salvo el tesoro de la propia vida. Pero parecía ser también consciente de lo equivocados que pueden ser los caminos de conseguirlo y por eso se atrevía a proponernos el suyo. Era como si nos dijera: “Al que se venga conmigo, voy a llevarle a la ganancia por el extraño camino de la pérdida: ese es el camino mío y no conozco otro. La única condición que pongo al que quiera seguirme, es que esté dispuesto a fiarse de mí y de mi propia manera de salvar su vida, que sea capaz de confiármela, como yo la confío a Aquél de quien la recibo. La suya será siempre una vida sin garantía y sin pruebas, en el asombro siempre renovado de la confianza: por eso no puedo dar más motivos que el de “por mi causa”.

No fuimos capaces de entenderlo hasta después de su muerte y sólo a partir de la resurrección comenzamos a comprender algo de aquel juego de perder/ganar. Cuando llegó la hora, todos huimos y él recorrió el camino solo, abandonado de todos. No fui capaz de estar a su lado y sólo supe llorar amargamente después de haberle traicionado. A través de los rumores que iban y venían por la ciudad supe cómo fue perdiéndolo todo, cómo consintió en silencio a que le arrebataran todo, hasta quedarse como el hombre más despojado y empobrecido de la tierra. Al llegar al montecillo fuera de la muralla ya sólo le quedaba el manto y se lo arrancaron antes de crucificarle. Los que fueron testigos de su muerte nos dijeron que hasta la presencia de Dios en aquel momento parecía una ausencia. Y, sin embargo, Jesús, el más desolado de los desolados y oprimidos de la tierra, respondió a aquel silencio doloroso con una irrompible fidelidad desde el seno mismo del infierno. Murió abandonado pero no desesperado y, arriesgando en su juego hasta el final, se atrevió a poner su vida confiadamente en manos de su Padre.

Lo había perdido todo. Todo, menos su incomprensible amor y el inconmovible arraigo de su confianza en el Padre. Y esa fue su ganancia”.

Cuando Marcos terminó de evocar los recuerdos de Pedro, leyó este otro fragmento de su carta: “Hermanos: si hacéis el bien y además aguantáis el sufrimiento, eso dice mucho ante Dios. De hecho, a eso os llamaron, porque también Cristo sufrió por vosotros, dejándoos un modelo para que sigáis sus huellas. Andabais descarriados como ovejas, pero ahora habéis vuelto al pastor y guardián de vuestras vidas” (1Pe 2,20-25).

 

Dolores Aleixandre

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