24.5.20 Fiesta de la Ascensión: Subió bajando, se marchó para quedarse (Mt 28, 16-20)
Id a todos los pueblos…. estaré con vosotros todos los días hasta el fin del tiempo
| Xabier Pikaza
La Ascensión del Señor (24.5.20) se dice, representa y celebra de dos maneras fundamentales, opuestas, pero no contradictorias: Subió al cielo bajando del todo a la tierra; se marchó de los suyos, quedándose con ellos.
– La tradición de Lucas/Hechos y el evangelio de Juan ponen de relieve la subida y la marcha: (a) Jesús promete la venida del Espíritu Santo. (b) Sube al cielo (Ascensión) desde el Monte de los Olivos de Jerusalén, (c) A los diez días envía el Espíritu Santo en Pentecostés. (d) Así queda así en el cielo, pero acompañando a los suyos con el Espíritu Santo.
– La tradición de Marcos y Mateo acentúa la bajada y presencia (a) Jesús pide a los suyos que no queden en Jerusalén, que vayan a la montaña de Galilea. (b) Jesús resucitado recibe a sus discípulos en la montaña de Galilea. (c) Envía a todos sus discípulos (les hace descender), diciendo que vayan a todas las naciones, para que instauren (inicien y culminen) su camino enseñando y bautizando. (b) Queda (baja) con sus discípulos desde el monte, acompañándoles con su espíritu de vida (yo estaré con vosotros siempre, hasta el fin del mundo).
Conforme a esta visión de Marcos y Mateo que asume la liturgia de este año 2020(con Mt 28, 16-20) no hay ascenso de Jesús, sino descenso (Jesús no sube a la montaña para ir de allí al cielo y alejarse, sino para bajar y quedarse con su gente, con los suyos, en todos los caminos del mundo).
No es Ascensión en subida sino en bajada y salida, como pone de relieve un símbolo importante del judaísmo, donde subir es bajar. Éste es el texto clave de la liturgia, así lo comentare:
Los Once discípulos fueron a Galilea, a la Montaña que les había mandado Jesús.
Y viéndole le adoraron, aunque algunos dudaban.
Y Jesús, adelantándose a ellos, les habló diciendo:
-Se me ha dado todo poder en el cielo y sobre la tierra; id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándoles en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días, hasta la consumación de los tiempos (Mt 28, 16-20).
Son once, falta judas… El número doce eres tú.
Son once… falta Judas, uno que había pensado las cosas de otra manera. Faltamos tu y yo. El camino de la Ascensión/Descensión de Jesús no se realiza con los Doce de Jerusalén, como quiere Lucas (en otra perspectiva), sino con los Once de Galilea... Un número siempre incompleto, siempre abierto. Ha sido necesaria una Subida, una Ascensión a la montaña de Galilea… Y desde esa Montaña, que es la Ascensión de los Once (y de todos…) se inicia la gran Descensión en la que estamos ahora, una Iglesia en Bajada, que es la nuestra, una iglesia de la Gran Palabra, del inmenso Misterio de la Trinidad.
- Culmina el tiempo de pascua con la fiesta de la Ascensión, que solía celebrarse en jueves, a los cuarenta días del domingo de resurrección, pero que se ha pasado ahora, en casi todas las iglesias, al domingo siguiente.
- Aprovecho la ocasión para desear a todos mis lectores y amigos un feliz final de pascua, siguiendo mi Comentario de Mateo, diciendo que no hay ascensión propiamente dicha, sino revelación y presencia del Señor Jesús en la Montaña del Amor cumplido, la montaña de la Presencia y del Envío.
Imágenes (Ascensión de la Cruz de San Damián (Asís) detalle superior y conjunto; templete del Monte de los Olivos, monte Arbel sobre el lago de Galilea (podría ser el de la Ascensión), los tres montes de mi infancia: Lekanda/Gorbea, en Orozko; Parracolina, frente a la casa del exilio, en San Roque de los Pasiegos; Amboto, desde el otro lado de Abadiño. El tema está en mi comentario de Mateo)
En el camino de la Pascua hemos escuchado muchas veces la promesa: id a Galilea, allí le encontraréis! (cf. Mc 14, 28; 16, 7), que también había repetido el evangelio de Mateo (cf. Mt 16, 32 y 28, 7-10). Todo el evangelio de Marcos se hallaba construido sobre esa certeza: los discípulos han ido encontrando al Jesús de la pascua en el camino de su seguimiento en Galilea. Pero sólo Mt 28, 16-20 ha narrado de forma especial esa aparición de Jesús resucitado en la tierra y montaña donde había expandido en vida su mensaje.
La Ascensión del Evangelio de Mateo
Esta es la aparición única y universal de Jesús según Mateo, una “ascesnsión” que no es subida a otro cielo, sino presencia en esta tierra, hasta el final de los tiempos. Esta “aparición” (que es presencia) tiene valor definitivo: no termina, perdura para siempre. Ella sigue, no ha tenido ni tendrá fin, hasta el día en que acabe la historia. Eso significa que el tiempo de los hombres (discípulos del Cristo) está marcado por la permanencia y frutos de esa gran visión que funda toda su existencia.
Sabíamos por Mc 16, 7 y Mt 28, 7.10 que los discípulos del Cristo debían dirigirse a Galilea, para encontrar en plenitud al Señor resucitado. Galilea significa vuelta hacia el pasado de la historia de Jesús: allí se escucha su palabra, allí se cumple su mensaje. Pero, al mismo tiempo, Galilea es como punto de partida de un camino que debe abrirse ya al conjunto de los hombres, una subida de Jesús que es presencia, una ascensión que es descenso, comunicación.
Esta elección de Galilea puede resultar extraña para un buen judío, pues va en contra de las expectativas de la historia oficial israelita: según esa esperanza, el reino ha de irrumpir en la ciudad de las promesas (Jerusalén); allí se expresará triunfante el rey mesías, elevando su trono sobre el mundo. Lógicamente, para resaltar la continuidad con Israel, el evangelio de Lucas y, en algún sentido, el de Juan han situado las apariciones de Jesús y el comienzo de la iglesia en Jerusalén. De allí deben salir los discípulos del Cristo, llevando su mensaje a las naciones de la tierra. Pues bien, rompiendo esa visión, Marcos y Mateo han colocado la experiencia pascual en Galilea, para iniciar desde allí el camino del reino.
Esta elección de Galilea es, por lo menos, muy provocativa: ella supone que tenemos que dejar de lado la esperanza propia de Israel, centrada en pueblo y templo. De esa forma abandonamos las promesas que están relacionadas con el triunfo nacional del pueblo santo; en contra de lo que parecen decir algunas profecías, el nuevo reino empieza a revelarse en Galilea. Así, desde la oscura provincia de Jesús se expandirá un camino salvador universal que está fundado en la experiencia de su pascua.
Montaña de pascua, montaña de Ascensión (es decir, de Presencia)
Mc 16, 7 había dicho que Jesús os precede a Galilea, el nuevo centro de la historia salvadora, para iniciar desde allí su camino de expansión universal. Mt 28, 7.10 repitía el mismo dato. Pues bien, cuando narra el cumplimiento de esa palabra, el evangelio ha introducido un rasgo nuevo: dice que Jesús había convocado a sus creyentes sobre una montaña (Mt 28, 16). En el centro de Galilea se eleva la montaña de la nueva y definitiva revelación de Dios en Jesucristo; esa montaña es corazón y centro permanente de la tierra.
Recordemos el valor de las montañas como espacios de revelación en las viejas tradiciones de los pueblos y en el mismo Antiguo Testamento (Sinaí). Mateo ha destacado el tema al situar el gran mensaje de Jesús sobre un lugar que llama la montaña (Mt 5, 1). Pues bien, reasumiendo el valor de aquel pasaje y del lugar donde Jesús ha vivido la experiencia pascual de la transfiguración (Mt 17, 1-8; cf Mc 9, 2-8: 11ª estación), nuestro texto afirma que los discípulos hallaron a Jesús en la montaña del mandato de Jesús, en Galilea (28, 16).
No hace falta precisarla. Esa montaña es el nuevo y conclusivo Sinaí: es lugar y signo de revelación de Dios para los hombres, esta montaña es el mismo Cristo. Como verdadero y nuevo pueblo israelita, el grupo de los seguidores de Jesús, dirigido por las mujeres que llevan el anuncio, ha subido a la altura de Dios, para encontrar allí al Señor pascual. Esta ha sido la peregrinación definitiva, el gran ascenso que define y discierne la historia de los hombres.
Esta es montaña de siempre: es el monte de los viejos recuerdos de Israel (el Sinaí), puede ser también la sede del misterio que han soñado muchos pueblos. Pero es, al mismo tiempo, montaña del mensaje y fidelidad de Jesús hacia los pobres (bienaventuranzas y sermón de Mt 5-7). Saliendo del sepulcro vacío, dirigidos por mujeres, suben allí todos los discípulos.
El Señor de la montaña.
Los viejos mitos dicen que Dios mora en las alturas. Sobre el Sinaí tronaba el Dios israelita. Pues bien, cuando sus creyentes suben al monte nuevo de la revelación pascual , los discípulos encuentran al Cristo resucitado.
Jesús no tiene que aparecerse: espera allí, les está aguardando, para mostrarles la verdad y plenitud de amor sobre la tierra. Allí se les muestra como Señor universal. Allí les encomienda su tarea y les ofrece su promesa:
Los Once discípulos fueron a Galilea, a la Montaña que les había mandado Jesús.
Y viéndole le adoraron, aunque algunos dudaban.
Y Jesús, adelantándose a ellos, les habló diciendo:
-Se me ha dado todo poder en el cielo y sobre la tierra; id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándoles en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días, hasta la consumación de los tiempos (Mt 28, 16-20).
La experiencia pascual se interpreta, según eso, como extensión de la gran soberanía de Dios, una soberanía que es libertad y amor universal. Los hombres se encontraban antes ciegos. Los mismos discípulos del Cristo se hallaban confundidos: no encontraban el misterio de Dios en Jesucristo. Ahora, en cambio, ellos descubren la verdad de Dios y adoran al Señor resucitado.
La pascua es, por lo tanto, un misterio teológico: es la manifestación plena de Jesús como Señor, Hijo de Dios resucitado (en la línea de lo que ha dicho Pablo en Rom 1, 3-4).
La pascua es experiencia de soberanía universal del Cristo, constituido Señor de cielo y tierra. Por eso dice se me ha dado, es decir, Dios me ha concedido todo su poder en cielo y tierra.
A través de la pascua se realiza aquello que había prometido Dan 7, 13-14: el Anciano de días (=Dios) ofrecerá al Hijo del Hombre todo poder y toda gloria, de forma que habrán de servirle todos los pueblos y naciones de la tierra, en reinado que no tiene fin, en gloria que no conoce ocaso. Pues bien, el verdadero Hijo de Hombre es ahora Jesús resucitado. Él posee (ha recibido, se le ha dado) todo poder en cielo y tierra. Sobre la cumbre de la montaña de la gran revelación, se manifiesta Jesús a sus discípulos, haciéndoles participantes de su gozo, portadores de su vida, realizadores de su obra sobre el mundo, no para servirle a él, sino para amarse entre ellos en libertad plena.
Pascua/ascensión y envío
Jesús resucitado instaura su reino abriendo su palabra todos, ofreciendo un camino salvador universal por medio de aquellos que le acogen: Id y haced discípulos a todos los pueblos (Mt 28, 19). No se impone por fuerza. No transforma las cosas con violencia sino que expresa y realiza de verdad su señorío a través de los discípulos, de modo que ellos sean portadores de su acción sobre la tierra. El Señor no se va: se queda, está presente desde la Montaña del Amor en el camino de los hombres. Eso significa que la resurrección se da aquí mismo, en el camino de la fidelidad al evangelio y del envío a todos los pueblos.
Esto significa que la pascua es experiencia de responsabilidad para los seguidores que han hallado a Jesús en la montaña: ellos reciben el encargo de expandir la obra del Cristo, en camino que les abre a todos los pueblos existentes. Jerusalén ha perdido su antiguo privilegio, ya no es centro de todas las naciones; por su parte, Israel deja de existir como pueblo peculiar de Dios y centro de su alianza. El Dios de Jesucristo ha de expandirse, desde el monte de su manifestación pascual, hacia todos los pueblos de la tierra. De esa forma se han unido dos términos que antes ser parecían contrarios y que ahora son complementarios.
– Por un lado, Jesús manda a sus discípulos que vayan a todos los pueblos, para transmitirles su evangelio: la pascua es, por lo tanto, don universal de Dios en Cristo; palabra y gesto de amor que vincula a las naciones y personas de la tierra, superando todo particularismo antiguo.
– Pero, al mismo tiempo, Jesús quiere que todos los sereshumanos se vuelvan discípulos, vinculándose en el camino y comunidad de amor mutuo que es la iglesia. Esa misma iglesia concreta, centrada en los Once y abierta a todos los pueblos de la tierra, viene a presentarse como signo y sacramento de la pascua de Jesús para los hombres.
Por eso dice el texto: bautizad (a todos los pueblos) en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo (Mt 28, 19). En la tradición de Juan Bautista (cf Mt 3), el bautismo era señal de conversión, gesto que prepara al iniciado para el bien morir, liberándole así de la ira venidera. Ahora el bautismo se interpreta como nuevo nacimiento. Los mismos pueblos (y personas) que se hallaban antes encerrados en sus ritos y violencias, pueden renacer, en fraternidad universal, fundada en Cristo.
Pascua es por lo tanto una experiencia de nuevo nacimiento. Los discípulos del Cristo ya no anuncian muerte sobre el mundo: no profieren amenazas, no juzgan ni se imponen por encima de los hombres. Ellos van ofreciendo por la pascua de Jesús nueva existencia, un bautismo que se expresa en el misterio del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
De esa forma se vinculan apertura universal (el mensaje se ofrece a todos los pueblos) y hondura teológica (ese mensaje pascual contiene la revelación del Padre, el Hijo y el Espíritu). La misma pascua se convierte de esa forma en signo trinitario: Jesús resucitado se presenta como epifanía suprema, manifestación del Dios que es Padre y que en el Hijo (el mismo Jesucristo), ofrece salvación a todos los humanos, vinculándoles en el amor del Espíritu Santo.
La unidad entre los hombres está garantizada así por la misma Trinidad, es decir, por el misterio de la unión intradivina, por la comunión del Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo. De esa forma se vinculan, en un mismo contexto y vivencia de pascua, las dos formas supremas de la universalidad y plenitud humana:
– La pascua implica revelación plena de Dios. Hasta ahora no le habíamos conocido, no habíamos llegado a su misterio: no sabíamos que es Padre, no le habíamos visto como Hijo, en el Espíritu. Ahora conocemos de verdad a Dios, nos bautizamos (nos introducimos) en su misma comunión intradivina.
– Al mismo tiempo, la Pascua es revelación plena del hombre, es decir, de la comunión interhumana, en gesto de nuevo nacimiento. La experiencia de Jesus resucitado se abre a todos los humanos, ofreciéndoles nuevo nacimiento (bautismo), en gesto que puede vincularse al signo de los panes, es decir, a la comunión eucarística.
– La misma presencia pascual de Jesús es Ascensión: no es irse, sino quedarse con los suyos, en amor y en presencia transformadora
Enseñanza de la pascua/ascensión
La pascua implica una enseñanza. Los discípulos se comprometen sobre la montaña de la resurrección de Jesús a ir ofreciendo su palabra (la de Jesús) a todos los pueblos de la tierra. Sólo allí donde los hombres escuchan y cumplen el mensaje del Sermón de la Montaña pueden descubrir la presencia y fuerza del Señor pascual. Aquí viene a fundarse lo que algunos llaman la ortodoxia completa que vincula fe y costumbres, el nuevo conocimiento de Jesús y el compromiso de seguir su vida.
Sólo aquel que acoge y cumple de verdad la palabra del Sermón de la Montaña, viviendo su camino de gracia, puede subir a la Montaña de la Resurrección. Así cuando pregunten ¿dónde están los signos de que el Cristo ha triunfado de la muerte? debemos responder: mirad cómo creen y actúan los cristianos; sus obras de amor son reflejo de la vida de Jesús, son expresión intensa de su pascua.
De esa forma, la enseñanza pascual se traduce como experiencia de gratuidad y donación de vida. Allí donde los hombres se ayudan a vivir gratuitamente unos a otros, en solidaridad que se abre hasta la muerte, pueden confesar que Jesús ha resucitado.
Este es un camino que no acaba, esta es una experiencia pascual que continúa. Conforme a la versión que ofrece Lucas en Hech 1 (que veremos mañana), Jesús resucitado sube al cielo y así acaba su tiempo de pascua sobre el mundo. Pues bien, en contra de eso, el Jesús de nuestro texto no se ha ido, ha quedado para siempre. Jesús no se ha elevado al cielo, sino que se ha introducido en la profundidad de nuestra decisión pascual, dentro de la historia, diciendo: y yo estoy con vosotros todos los días hasta el final de los tiempos (Mt 28, 20). Estos pueden ser los rasgos o momentos de su presencia pascual:
– A nivel ministerial, Jesús resucitado está presente en sus misioneros, en aquellos que extienden su palabra por el mundo, testigos de Jesús, ministros de la Iglesia, todos los presentan con su vida la Vida de Dios. Así podemos decir que los servidores de la iglesia (en sus diversas funciones) son eucaristía y pascua de Jesús sobre la tierra: los que extienden por el mundo el evangelio son continuación de pascua.
– Pero, al mismo tiempo, a nivel de expansión sincrónica, Jesús está presente como Señor (¡se me ha dado todo poder!) en el conjunto de los pueblos de la tierra: ellos son destinatarios de la gracia de Jesús y su palabra. Así podemos afirmar: la tierra entera es campo de Pascua de Jesús, espacio donde tiene que expresarse su misterio.
– Finalmente, en perspectiva diacrónica o sucesiva el Cristo pascual se hace presente en el transcurso de los tiempos. Por eso dice a sus discípulos: estoy con vosotros todos los días, hasta la culminación del siglo. En el mismo camino de la historia, en el proceso de misión que dura hasta el final del mundo, se manifiesta Jesús sobre la tierra.
Difícilmente podía haberse hallado una visión más completa y honda de la pascua. En aquellos Once apóstoles primeros, catequizados por las mujeres de la primera experiencia de Jesús, junto al sepulcro, nos hallamos reflejados todos los cristianos.
Conforme a Mt 28, 16-20, Jesús sigue presente en medio de los hombres, en el monte de la iglesia, invitándonos a realizar su acción (a reflejar la gloria de su pascua) sobre el mundo. Eso significa que el signo primordial de su resurrección de Jesús es la misma vida y tarea misionera de la iglesia abierta a todos los pueblos de la tierra. Cristo asciende y nos hace ascender a la vida plena, en este mismo mundo, en el camino de la Iglesia.
Postdata. Una conclusión más teológica. Descensión y bautismo
Desde ese fondo se entiende el “mandato bautismal”: Bautizándoles el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo[1].Estas palabras constituyen la mayor audacia teológica de Mateo, al final de su evangelio. Ni Marcos ni Lucas pudieron formular el bautismo de Jesús de esa manera, porque no habían planteado así la misión universal cristiana. Pero Mateo lo ha hecho, para expresar el sentido más profundo de Yahvé, Dios con nosotros (cf. Mt 1, 18-25 y 18, 5-20), presentándole al fin como Padre, Hijo y Espíritu Santo. Ciertamente, Mateo afirma que Jesús ha venido a ratificar el camino anterior del judaísmo (Mt 5, 17), pero la clave de identidad de los cristianos no es Yahvé, Dios nacional, ni su ley o templo particular, ni la conversión para perdón de los pecados, como en Juan Bautista (3, 11), sino la nueva experiencia y riqueza de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Como rito de limpieza, el bautismo había recibido en Israel gran importancia. Había bautismos de purificación de sacerdotes, de identificación sacral (como en Qumrán), y otros de tipo penitencial y escatológico, como el de Juan Bautista, pero el de Jesús, en la Iglesia, será muy especial. Por eso, el primer envío prepascual de Mt 10, 5-15 no habla de bautismo como rito específico, sino de curación de los enfermos y acogida de los enviados de Jesús (itinerantes pobres) en las casas de los propietarios/sedentarios, creando vínculos de comunión. Pero, la Iglesia reintrodujo tras la pascua el bautismo, no sólo como signo penitencial de perdón de los pecados (bautismo de Juan), sino como experiencia de inserción en la muerte y resurrección de Cristo. En esa línea empezó impartiendo un bautismo en el nombre de Jesús, en referencia a su entrega hasta la muerte (cf. 1 Cor 1, 13; 6, 3; Gal 3, 27; Hch 2, 36-8; 10, 48; 19, 5; cf. cap. 24), para culminar en el bautismo trinitario: en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu[2].
‒ Una práctica eclesial. Este mandato recoge y transmite una experiencia de la iglesia, que no bautiza simplemente en nombre de Jesús, como las comunidades antiguas, sino en Nombre del Padre, Hijo y Espíritu Santo, un motivo que debe entenderse desde la tradición anterior y, de un modo especial, desde el desarrollo teológico-eclesial de Mateo, pues ese triple y único nombre recoge el despliegue de su evangelio, ofreciendo una llave hermenéutica para entender y realizar la misión cristiana desde el fondo del AT (cf. cap. 1 y 4).
‒ Novedad trinitaria. Mateo, el más judío de los evangelistas, vinculado a la confesión del único Dios (cf. 22, 34-40), ha tenido el atrevimiento de formular, como culmen y compendio de su obra, esta palabra de bautismo, que reinterpreta el monoteísmo israelita desde el despliegue del conjunto de la Biblia, culminada en Jesús. Él mantiene ciertamente que Dios es Uno, y así lo ha defendido al proclamar el Shema de Israel (22, 37), pero, al mismo tiempo, presenta a Dios ese Dios Uno como Padre, Hijo y Espíritu Santo (cf. cap. 17-18)[3].
Mateo es un evangelio de fuerte controversia eclesial (entre judeo-cristianos y cristianos universales), un evangelio de intensa urgencia moral (dar de comer al hambriento…: 25, 31-46) y de organización comunitaria (Mt 18 y 23), pero en el fondo viene a presentarse como libro sacramental, una introducción orante y comprometida en el misterio de Dios Padre-Hijo-Espíritu Santo, desde la historia de Jesús, por medio de la Iglesia:
‒ Desde el Jesús histórico. Este bautismo eclesial remite al de Juan Bautista que recibió Jesús al principio del Evangelio (Mt 4, 13‒17). Pero en un momento posterior, desde la experiencia pascual, ha sido decisiva la vinculación de los bautizados con Jesús, en cuya muerte y resurrección se introducen y reviven (cf. Rom 6, 1-5), como muestran los textos de un bautismo en nombre del Señor Jesús (cf. Hch 2, 38; 8, 16; 10, 48; 19, 5). Pues bien, cumplido el ciclo, tras la experiencia de ruptura con un tipo de judaísmo rabínico, que sigue manteniendo el principio de identidad de la Ley nacional, Mateo insistirá en la apertura universal del Espíritu Santo, ratificando en esa línea la fórmula ternaria del bautismo en el nombre del, Padre, del Hijo y del Espíritu santo[4].
‒ Novedad eclesial. Al bautizar a los creyentes en el nombre del Padre, del Hijo (Jesús) y del Espíritu Santo, la Iglesia de Mateo asume una opción trascendental para el cristianismo posterior, que tiende a separarse ya definitivamente del judaísmo rabínico. Al presentar a Dios como Padre, esa Iglesia se ha sentido obligada a referirse a Jesús como Hijo de Dios crucificado e Hijo de Hombre, presente en los hambrientos y desnudos (cf. Mt 25, 31-46). Finalmente, junto al Padre y al Hijo, la Iglesia ha sentido la necesidad de introducir al Espíritu Santo, creando una fórmula de confesión litúrgica que será decisiva no sólo para el evangelio de Mateo, sino para todo el cristianismo[5].
Notas
[1] Esa iglesia petrina (16, 18-20), que comienza en Galilea (28, 16-20) es ya templo de toda la humanidad, desde la perspectiva de 25, 31-46 (¡estoy con vosotros todos los días, hasta la consumación del tiempo!). Esta misión universal (a todos los pueblos, hasta la consumación del siglo) no es un “espacio vacío”, que se llenará y cumplirá en la parusía, sino un tiempo habitado ya por Cristo (¡estoy con vosotros!), extendiéndose a todos los pueblos.
[2] Mateo, el más judío de los evangelistas, ha formulado, al final de su texto, este mandato trinitario que revoluciona (reinterpreta) el monoteísmo judío. Sabe que Dios es Uno (un solo nombre), pero, al mismo tiempo, le presenta como Padre, Hijo y Espíritu, recreando en clave ternaria las afirmaciones básicamente duales de Pablo (Dios Padre y Señor Jesucristo). En este contexto, él ha introducido el Espíritu Santo, que va unido al Padre y al Hijo, formando parte del único Nombre (Dios Uno) de la tradición israelita, recreada por Jesús en su vida y en su muerte, según el evangelio. Hay esquemas y formulaciones ternarias en la Iglesia anterior (cf. 1 Cor 12 4-6; 2 Cor 13, 13; Gal 4, 6) y en la tradición posterior (cf. Tit 3, 4-7; 1 Ped 1, 1-2), pero sólo esta de Mateo ratifica la novedad “divina” del evangelio de Jesús.
[3] Este bautismo en el Nombre del Padre, Hijo y Espíritu Santo define la novedad cristiana y condensa la teología bíblica, desde el Dios que se revela en el Éxodo como Yahvé (Ex 3, 14), hasta el que se define como Padre de Jesús en el Espíritu Santo. Este bautismo retoma el motivo básico de Mt 11, 25-27, la identidad dialogal del Padre y el Hijo que se “conocen” (comparten vida) en un contexto “pascual”: El Padre conoce (ama y se da) al Hijo; el Hijo “conoce” al Padre, se entrega en sus manos, cumpliendo su voluntad (según la fórmula del Padrenuestro, Mt 6, 10; cf. 26, 42). En ese fondo se entiende el único y triple Nombre de Dios, en el que se injertan y viven los cristianos, según la fórmula de este bautismo que no tiene un sentido de purificación, ni es un gesto penitencial, sino un “rito de paso”, esto es, de mutación y “nacimiento eclesial en el Dios del evangelio”. No es para perdón de los pecados (como en Mt 3, 6. 11), ni para entrada en la tierra prometida (paso del Jordán, Ex 14-15), sino de inmersión en el Espíritu (del Padre y el Hijo), que es Fuego de Dios (cf. Mt 3, 11), y así se realiza en el Nombre único y triple que marca y define la nueva condición cristiana.
[4] Con cierta exageración, podríamos decir que Mateo ha escrito su evangelio como introducción al bautismo trinitario de la Iglesia. Cf. C. K. Barret, El Espíritu Santo en la tradición sinóptica, Sec. Trinitario, Salamanca 1978; M. A. Chevallier, Aliento de Dios. El Espíritu Santo en el NT I, Sec. Trinitario, Salamanca 1982; X. Pikaza, Trinidad y comunidad cristiana, Sec. Trinitario, Salamanca 1990, 81-114, 173-198; E. Schweizer, El Espíritu Santo, Sígueme, Salamanca 1984.
[5] Con el “poder” de Dios (¡se me ha dado todo autoridad…!), Jesús confía a sus discípulos el bautismo trinitario (Padre, Hijo y Espíritu Santo), dándoles el encargo de “crear” un pueblo marcada por ese Nombre. Ésta no es una afirmación doctrinal separada, sino el contenido de todo el evangelio.
Comentarios recientes