¿Nos sentimos hijos amados o vamos por la vida como “huérfanos”?
El evangelio de este domingo habla de amor y de presencia. Un amor que es la clave y la garantía de todo, y una presencia distinta a la que habitualmente estamos acostumbrados. Después de tantas apariciones, Jesús mismo nos prepara para otro tipo de presencia, la de su Espíritu, menos tangible, pero no menos real.
En estos momentos quizá estamos más preparados para entenderlo. Hasta hace unas semanas, nos veíamos y nos encontrábamos con mucha frecuencia. Nos saludábamos y nos abrazábamos, a veces rápida y distraídamente. Pero posiblemente, nunca como ahora que no podemos encontrarnos, hemos oído y nos hemos dicho tantas veces: “Te quiero”. Por teléfono o por WhatsApp, por videoconferencia o por email, lo repetimos y nos aseguramos de que nuestros seres queridos sepan eso, que los queremos. Que nos sientan cercanos aun estando lejos.
Vamos a leer el evangelio de hoy en esta misma clave. Jesús, consciente de que no va estar físicamente con nosotros, nos habla de amor. De su amor y el nuestro, del amor del Padre a Él y a nosotros.
Nos puede sorprender que empiece con una condición: Si me amáis… una condición que parece depende de nosotros, que nos da el protagonismo ¿hemos decidido amarle? Todo lo demás, incluso la capacidad de hacerlo surge de aquí. Primero es amarle a Él, luego su mandamiento, como respuesta a una experiencia muy honda. Ese mandamiento que en los versículos anteriores a este texto ha expresado: “Amaos unos a otros como yo os he amado” (Jn 13, 34)
Es una imagen sugerente de lo que es ser cristianos: amar a Jesús y por ello vivir como Él, cumplir sus mandamientos. Es una clave distinta a la que muchas veces usamos. Lo primero no son los mandamientos y preceptos, con los que nos ganamos su amor, lo primero no es ser perfectos… lo primero, la condición única es amar. Amarle a Él, el centro y el Señor de nuestra vida. Si le amamos, Él mismo hará posible esa otra forma de vida, la que se vive desde el amor. Y lo hará por esa nueva forma de presencia, la del Espíritu en nosotros. Esa presencia que nos asegura que conoceremos y gozaremos, aunque no la conozca ni goce el mundo.
Aquí “el mundo” no se refiere a nuestra sociedad, ni al planeta… representa todo lo que se opone al proyecto de Dios, lo que destruye la verdad y fomenta la injusticia, por eso una parte de la humanidad no quiere acoger esta presencia ni experimentar que el Espíritu de la verdad está en su interior.
Y aún da un paso más y afirma: “¡No os dejaré huerfanos!”. Esta es quizá una de las frases más esperanzadoras del evangelio. Es la gran promesa, el gran consuelo y la gran confianza.
Muchos hemos vivido la experiencia de la orfandad. Cuando mueren los padres, aunque sean mayores y dependientes, se apodera de nosotros un profundo sentimiento de desamparo y desarraigo, aunque seamos adultos y perfectamente capaces de vivir solos. ¡Y más si hemos tenido que afrontar esta pérdida en estos últimos meses, en soledad y en la distancia! Sentirnos huerfanos, enfrentarnos como huerfanos a las dificultades de la vida, es como hacerlo “sin estar a cubierto”, sin retaguardia, solos… sin nadie que nos sostenga desde atrás. Posiblemente es uno de los sentimientos más hondos del ser humano. Nos mete de lleno en una adultez distinta, más solitaria.
Pues hoy dejemos que en nosotros resuene con fuerza esta consoladora promesa de Jesús: Yo no os dejaré huerfanos nunca. Si por el bautismo, por nuestro primer encuentro con Jesús, se nos dio la gracia de sabernos y sentirnos hijos e hijas, ahora se nos asegura que esto es para siempre. Que siempre podremos vivir como hijos, con esa confianza básica de que hay alguien que nos ama, nos defiende y nos apoya, gratuita e incondicionalmente, para afrontar lo que venga. Que ser hijos e hijas define nuestra permanente relación con Dios, nos da una identidad propia. Que después de la resurrección, en este tiempo Pascual que es el definitivo, se nos asegura la presencia del Espíritu, del Padre y de Jesús mismo, en nosotros, de forma definitiva.
El evangelio de hoy que empieza con una condición referida a nuestro amor acaba con una afirmacion referida al suyo: “… será amado por mi Padre, y yo también lo amaré y me manifestaré a él”. Sin exigencias, sin medidas… solo si me amáis. Lo demás viene luego. Esta nueva presencia que Jesús nos promete, la del Espíritu, presencia amorosa que nos une al Padre y a Jesús mismo, nos capacita para vivir amando. Amando a su estilo, es decir, estando, como Él, siempre dispuestos a lavar los pies, a liberar de dolores y esclavitudes, a perdonar, a salir a buscar al que está perdido, a hacernos pan, partirnos y repartirnos, para aliviar las necesidades de los hermanos y hermanas, hasta dar la vida…
Es, en definitiva, conocer y reconocer agradecidos su presencia en nosotros, anunciarla, testificarla y extenderla en nuestro entorno como amor, vida y esperanza.
Que el evangelio de este domingo nos ayude a saborear esta inabarcable experiencia y podamos sentirnos plenamente gozosos fiados en la palabra de Jesús, aun en estos tiempos de oscuridad.
Mª Guadalupe Labrador Encinas fmmdp
Fuente Fe Adulta
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