En los correos, whatsapps y llamadas que estoy recibiendo en estas semanas que llevamos confinados percibo diferentes sentimientos, desde el pánico hasta el amor compasivo y solidario. Pero entre todos ellos hay uno que se repite con más frecuencia, cobrando un relieve especial y, en cierto modo, coloreando todos los demás: la vulnerabilidad.
Cuando aparece la vulnerabilidad
El Covid-19 nos ha puesto frente al espejo de nuestra propia vulnerabilidad. Con frecuencia hemos querido negarla, ocultarla, reprimirla, enmascararla, maquillarla, compensarla de mil modos… Sin embargo, en cuanto aparece la amenaza, aquella no solo queda al descubierto sino que ocupa el primer plano.
¡Somos tan vulnerables!… Palpamos el miedo a las pérdidas de todo tipo –de bienes, de salud, de afectos…– y nos sentimos desnudos ante la incertidumbre. Descubrimos que no controlamos nada y aparece nuestra impotencia. Y comprobamos con temor que todo aquello en lo que habíamos puesto nuestra seguridad se derrumba; y que no existe “forma” alguna, externa o interna, que pueda sostenernos.
Tal constatación nos obliga a un reconocimiento humilde y a un cuestionamiento seguramente decisivo.
La amenaza nos lleva, por un lado, a reconocer que somos vulnerables, frágiles, débiles… y que la impermanencia es la ley que rige todo el mundo de las formas. En ellas nada permanece, excepto el cambio: todo cambia, todo pasa, todo se termina perdiendo…
Y, por otro lado, nos sentimos cuestionados acerca de qué hacer con esa vulnerabilidad reconocida, cómo aprender a vivir con ella.
Desde dónde vivir la vulnerabilidad
Podemos vivir la vulnerabilidad desde tres actitudes diferentes, que conllevan también efectos diametralmente opuestos.
Desde la resignación, acompañada con frecuencia de decepción y lamento, que suele acabar en claudicación, paralización y, en ocasiones, en cinismo amargo.
Desde la resistencia, acompañada de agresividad, queja y crispación, que hace entrar en guerra con la realidad, nos sitúa en el “no” a la vida y termina incrementando el sufrimiento mental y la desesperación.
Desde la aceptación, la actitud sabia, contrapuesta por igual a cada una de las dos anteriores. Aceptar significa alinearse con la realidad de cada momento –decir “sí” a lo que viene–, acogiendo todos los sentimientos que aparecen, aunque sin reducirse a ellos y experimentar cómo, al aceptar, empieza a surgir en nosotros la acción adecuada en ese momento.
Aceptar significa también abrazar la propia vulnerabilidad, acogernos débiles y frágiles. Para lo cual, tendremos que cuidar la paciencia y el amor incondicional hacia nosotros mismos.
La paciencia nos permite convivir con el “oleaje” emocional que se despierta en un momento concreto, sabiendo que tal vez requiera tiempo para que pueda calmarse. Aquí no hay que hacer nada, sino alimentar la confianza: quizás no entienda nada ni vea por dónde tirar, pero puedo mantener la confianza en una sabiduría mayor que rige todo el proceso. En mí hay vulnerabilidad y ceguera –tal vez estoy asustado y no puedo ver más–, pero sé que la Vida sabe. Dejo de discutir todo el tiempo con ella y confío… Más tarde podré verificar la verdad de mi actitud por los frutos que produce.
El amor incondicional hacia sí constituye el mayor poder del que disponemos en el plano psicológico. Y la experiencia de la propia vulnerabilidad puede constituir la oportunidad de reconciliarme en profundidad conmigo mismo y con toda mi verdad, cuidando actitudes de autoacogida, comprensión, perdón… En la medida en que me permita sentir mi propio dolor y pueda acogerme con él, despertará en mí la capacidad probablemente más humana: la compasión. Y en la medida en que la viva conmigo mismo podré vivirla hacia los demás.
La crisis –acompañada de experiencias de fragilidad, miedo e incertidumbre– habrá sido así una escuela de compasión, que se traduce en solidaridad.
Los frutos de la vulnerabilidad
Al reconciliarme con la vulnerabilidad es fácil que se me muestren dos frutos que nacen de la aceptación.
En primer lugar, en una profunda paradoja, descubro que aceptar que soy vulnerable no me hace más débil, sino más fuerte…, porque me apoyo en la verdad, y la verdad siempre es fortaleza y liberación. Y empiezo a comprender que en tanto no se acepte completamente la propia vulnerabilidad es imposible sentir fortaleza, porque algo nos dice que nuestra apariencia de seguridad es solo fachada, una máscara que trata de esconder aquello que nos asusta. Por el contrario, al mirar de frente toda nuestra fragilidad y aceptarla compasivamente, emerge aquella “roca” en la que hacer pie: la reconciliación con toda nuestra verdad, la paz y el descanso.
En segundo lugar, empiezo a comprobar que la fuerza que necesito no vendrá de nada de “fuera” –de las circunstancias, los acontecimientos…–, como tampoco de mis ideas o creencias, sino del encuentro en profundidad conmigo mismo que es, en realidad y al mismo tiempo, encuentro con todo y con todos. Ahí conecto con la fuente de la vida que, me alineo con ella y empiezo a comprender que la sabiduría se traduce en aprender a fluir con la vida.
El miedo que se despierta en la crisis nos hace ver dónde habíamos puesto nuestra confianza, dónde creíamos encontrar la fuente de nuestra seguridad. Cuando eso –sea lo que sea– se vea amenazado notaremos cómo se incrementa nuestro temor. Y quizás ahí podamos vislumbrar la luz que asoma a través de esa rendija: la confianza y la seguridad no pueden apoyarse de manera estable en ninguna forma –ningún objeto, ninguna creencia–, sino en la comprensión de que “Aquello” que somos en profundidad, “Eso” que es consciente de todo –más allá del “personaje” o del yo en el que nos estamos experimentando– se halla siempre a salvo. Porque no somos la forma con la que nuestra mente nos ha identificado, sino la Vida de donde brotan todas las formas.
El camino del silencio
Para Pascal, “toda la desdicha de los hombres se debe a una sola cosa: no saber permanecer en reposo en una habitación”. Y sin embargo, como diría Viktor Frankl, “literalmente hablando, lo único que poseemos ahora es nuestra existencia desnuda”.
Tal vez una experiencia de confinamiento como la que estamos viviendo sea una oportunidad para experimentar ambas cosas: la riqueza del silencio y el encuentro con nuestra “existencia desnuda”.
Tengo constancia de que son muy numerosos los grupos que, en algún momento del día, se reúnen para meditar a través de alguna plataforma digital. Lo cual me parece una buena noticia.
En la práctica meditativa encontramos un tiempo para favorecer la cercanía a nosotros mismos, el cuidado de la atención y la riqueza del Silencio.
Del modo que sea más adecuado para cada cual, se trata de favorecer el amor incondicional hacia sí mismo, entrenar la atención –llevándola a la respiración o a las sensaciones corporales, y observando la mente a distancia– y ejercitarse en el Silencio del “solo estar”, en una consciencia sin contenidos, manteniendo la atención en la pura y simple sensación de presencia, sin añadir pensamientos.
Así vivido, el Silencio –me gusta escribirlo con mayúscula– conduce al centro de la vida; es fuente de comprensión, de amor, de libertad, de paz y de acción eficaz. El Silencio es la puerta hacia nosotros mismos; no solo eso: el Silencio consciente es otro nombre de lo que somos, es nuestra “casa”. Es liberación del sufrimiento inútil y experiencia de plenitud gozosa. Por todo ello, cuando se ha experimentado, el Silencio enamora.
Enrique Martínez Lozano
Fuente Boletín Semanal
Espiritualidad
COVID-19, Fortaleza, Pandemia, Silencio, Vulnerabilidad
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