Hacia la transfiguración de la humanidad
8 de marzo de 2020
El evangelio de este segundo domingo de Cuaresma nos presenta un acontecimiento muy profundo y trascendente de la vida de Jesús en presencia de sus discípulos. El contexto de este pasaje es el último viaje de Jesús a Jerusalén antes de morir. El Maestro lleva consigo a tres discípulos con los que ya había tenido dificultades por su falta de entendimiento de su misión. Pedro se había enfrentado a Jesús y Santiago y Juan se disputaban los primeros puestos en el Reino. Jesús quiere mostrarles que hay un componente divino en este seguimiento y que lo humano egoíco va a quedar absorbido por esa transcendencia que sostiene esta experiencia.
Dice el texto que se transfiguró delante de ellos. Transfigurarse, en griego, es metamorfosis, es el cambio de una forma a otra. En el lenguaje bíblico del Nuevo Testamento es el cambio que se operó en Jesús mientras estaba en el monte orando. El transformarse en otra figura es un tema que se encuentra en las antiguas religiones. Así en la mitología griega se decía que los dioses se cambiaban en forma de hombres, y en las religiones mistéricas los hombres se cambiaban en dioses. Sin embargo, el hecho aquí narrado, es totalmente distinto, no sólo por los datos de la narración sino también por el significado que después podremos ver.
El asunto es que los discípulos están ante un misterio incomprensible y no terminan de atravesar el umbral que accede a la nueva visión de Dios y de ser humano. En el Monte recuerdan a dos figuras de la tradición judía: Elías y Moisés como sus referentes. Elías les revela que la Divinidad es una presencia única como fuego que no se consume y que se comunica como susurro interior en lo profundo de lo humano, algo inagotable. Moisés, en otro orden, revela que la Divinidad actúa en la historia como acción liberadora de toda opresión.
Ahora bien, Jesús pretende superar estos referentes y revela que no es un profeta elegido para enseñar cómo es Dios, sino que Él mismo revela la dimensión divina a la que toda la humanidad está llamada a visibilizar. Dios es una nueva Luz que envuelve la realidad humana en la figura de Jesús, es luz y es palabra dirigida ahora a los discípulos para comunicarles que es el Hijo Amado. Ya vimos en el Bautismo que esa voz iba dirigida sólo a Jesús, pero la revelación sigue avanzando y esa Voz ahora les habla a los discípulos. Es Jesús, en toda su unidad con lo humano y divino, la nueva Palabra y Luz que actuará en la historia, pero hay que “ESCUCHARLE”. Esta es la diferencia con la mitología y otras religiones: Dios se hace humano sin retorno, sin distancia, sin magia, sin rivalidad y lo humano es capacitado para entrever a Dios.
Pedro quiere quedarse allí, quiere seguir enganchado a dos situaciones: por un lado, a todo lo que representa la tradición y, por otro, quiere convivir con la novedad de Jesús. La fe a medias, la fe de lo de siempre y haciendo un apaño con lo nuevo (hay que echar el vino nuevo en odres nuevos) la fe que evade de la realidad y no se deja transfigurar. Pero la voz de Dios interviene para dar plena autoridad al Hijo. Desaparecen Elías y Moisés de la escena porque ha concluido el tiempo de la Ley y los Profetas del Antiguo Testamento, Jesús es el faro revelador de un Dios encarnado en la humanidad.
La reacción de los discípulos es de miedo. Cuando somos conscientes de esta Trascendencia que nos habita, se desmoronan los esquemas en los que se ha fundado una fe creída y poco o nada vivida. Levantaos y no tengáis miedo, les dice y nos dice Jesús. El miedo no se afronta desde el suelo sino haciendo pie en ese Ser que somos y que vive en permanente transfiguración: pero hay que bajar a la realidad y afrontar la vida desde esa luz para permitir que vaya transfigurando nuestra esencia.
Complejo mensaje el de hoy que coincide con el 8 de marzo, un día todavía doloroso para las mujeres que clamamos no sólo la igualdad de derechos sino algo más esencial: el reconocimiento de nuestra dignidad. Desgraciadamente todavía necesitamos la transfiguración de la sociedad, de las mentes e ideologías masculinizadas, de una Iglesia patriarcal en todos sus ámbitos; necesitamos transfigurar nuestra cultura para que las mujeres y lo femenino no sea ese “otro” que complementa a nada ni a nadie; que sea un ser independiente, libre y en relación simétrica con la realidad masculina. Mi solidaridad con todas las mujeres víctimas de la violencia machista, mujeres que sufren el sometimiento a quienes deciden por ellas, tantas veces sutil y justificado por ambas partes; y mi comunión con todas las mujeres y varones que creemos en esta “transfiguración” tan necesaria del género humano desde un compromiso real.
¡¡¡FELIZ DOMINGO!!!
Rosario Ramos
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