Una ciudad y una casa a la medida del Reino de Dios
A propósito de Mt 4,12-23
José Rafael Ruz Villamil
Yucatán (México).
ECLESALIA, 17/02/20.- La tradición sinóptica recuerda Galilea como el lugar del inicio —y de la mayor parte— de la praxis de Jesús de Nazaret; pero mientras Marcos y Lucas recuerdan la llegada del Maestro a Galilea como algo inmediato a la experiencia que él mismo tuviera en el desierto de Judea, Mateo hace una acotación harto interesante al mencionar un como cambio de residencia: “Y dejando Nazará, vino a residir en Cafarnaún junto al mar, en el territorio de Zabulón y Neftalí”. Así pues, se impone la cuestión del porqué vino Jesús a escoger ésta y no otra ciudad como lo que podría llamarse su centro de actividades; y es que la necesidad de dejar Nazaret se explica por tratarse de un espacio de movilidad muy restringida en tanto que se trata una aldea de, tal vez, unos 500 habitantes. En cambio, Cafarnaún, aunque por su población —probablemente 1.500 habitantes— no justifique la categoría de ciudad, tiene un movimiento socioeconómico suficiente para facilitar las necesidades de trabajo consideradas por Jesús.
Situada en la parte norte del lago de Genesaret, Cafarnaún se caracteriza por ser un punto medio entre las actividades agrícola y pesquera, ambas de productividad considerable dada tanto la fertilidad de las tierras altas de Galilea como la abundancia de peces del lago en cuya orilla se sitúa la ciudad que, en sí, responde al patrón de asentamiento típico de una población judía. Al contrario del trazo reticular que caracteriza a las ciudades de corte romano, en Cafarnaún las calles —de muy poca anchura— van rodeando de manera orgánica los bloques de viviendas —que se arraciman de tres en tres, o de cuatro en cuatro— sin pavimento alguno, sino más bien de tierra y de escombro apisonados, polvorientas en la estación seca y lodosas en tiempo de lluvias. Entre estas calles —más bien pasadizos— se abren de trecho en trecho pequeñas explanadas que sirven ya para reparar barcas o redes, ya para disponer rediles de cabras u ovejas.
Sin vestigios de edificios públicos importantes —una gran sinagoga y mucho menos termas, hipódromos, anfiteatros y más que caracterizan a las ciudades de estilo romano, ya comunes entonces en la región— las construcciones de Cafarnaún son, básicamente, casas habitación. Éstas están edificadas de acuerdo a la manera típica de los asentamientos judíos de la Palestina rural del primer tercio del siglo I: se trata de complejos en los que los habitantes pertenecen a familias extensas y que constan de varias unidades adosadas y que rodean un patio común. Las casas en sí, los almacenes, los muros y otras dependencias cercan la totalidad del patio al que se accede por una sola entrada. Por su parte, el patio mismo es el centro de la vida familiar: allí se cocina, se hila, se socializa en fin, además de ser espacio tanto los aperos de labranza como los instrumentos de pesca. Las casas familiares son modestas: unas filas de piedra basáltica sirven de cimiento a paredes de barro apisonado que, a su vez, sostienen techumbres de vigas como base de un entramado de cañas aglutinado con, también, barro: los edificios, de dos pisos, son por consiguiente extremadamente frágiles y requieren de un mantenimiento continuo.
Pero Cafarnaún no acaba siendo solamente uno de los lugares privilegiados de la praxis del Maestro: allí tiene, además, su casa. Y es que, sin que obste a la calidad de predicador itinerante que elige para el anuncio del Reino de Dios, Jesús tiene su propia casa donde él mismo es anfitrión de excluidos: «Éste acoge a los pecadores y come con ellos». Una casa como plataforma de trabajo donde dedica más tiempo a hablar del Reino a sus discípulos, y, ¿por qué no?, también un espacio de descanso y de privacidad.
Una casa en Cafarnaún a la medida de la praxis del Reino de Dios. Porque el Maestro no vino a elegir la espléndida Tiberíades que construyese Herodes Antipas al estilo helénico-romano, ni mucho menos Séforis que, aunque nunca mencionada en los evangelios, hubo de brillar en Galilea por su lujo: ambas ciudades, sí, de elegante trazo ortogonal, ambas dotadas de edificios públicos construidos con piedra labrada, estucados y ornamentados, adornados de pinturas, con drenaje y calles pavimentadas con losas. Séforis y Tiberíades, por mencionar solo estas dos ciudades en toda la extensión de la palabra y en las categorías de entonces, con casas de ventanas amplias para, teatralmente, contemplar la riqueza de sus moradores, con un triclinio para comer en forma, con un atrio donde honrar a los huéspedes, y más.
Quedan, entonces, la ciudad y la casa elegidas por Jesús de Nazaret como preguntas abiertas a la manía por lo superfluo que caracteriza a una sociedad que vive de espaldas a la igualdad fraterna querida por Dios; pero, por sobre todo, como una cuestión que escuece a los discípulos del Galileo que pretenden continuar la causa del Reino de Dios en medio de espacios y edificaciones que en sí mismas niegan, por su suntuosidad, la sencillez propia del Evangelio.
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