El lector me excusará de ofrecerle hoy una reflexión abstrusa, aunque solo aparentemente. De atreverse a seguirla y de renunciar al divertimento de una lectura fácil y placentera, seguro que le sacará buen provecho. El título nos pone en el umbral de la sabia reflexión del delirante y austero Diógenes tratando de poner en evidencia la locura, la artificiosidad, el rango social y el engaño de quienes no han descubierto que la honestidad es el alimento propio de la humanidad.
De dónde y a dónde
Desde que nuestro cerebro se desarrolló y adquirimos la capacidad de pensar en abstracto hace unos cuantos milenios, no hemos podido menos de cavilar sobre nuestro origen y destino y, más en concreto, sobre las razones por las que estamos aquí. Las archisabidas cuestiones de dónde venimos, a dónde vamos y por qué existimos de la forma en que lo hacemos se nos plantean a todos en las más diversas circunstancias, si no con frecuencia, sí al menos alguna vez a lo largo de nuestra vida. Pero justificar nuestra existencia, habida cuenta de cuanto la rodea, es tarea harto difícil.
A pesar de lo mucho que la humanidad ha llegado a saber sobre qué es y cómo funciona el Universo y sobre la materia-energía de que está compuesto, no puede decirse que sea mucho lo que sabemos sobre las grandes cuestiones que más nos conciernen. No obstante, todo lo que lenta y laboriosamente hemos ido descubriendo sobre el mundo y las leyes que rigen su imparable expansión, además de mejorar nuestra propia vida, sirve para calmar ansiedades y colmar curiosidades.
El epicentro
Aunque muchos de los avances científicos se produzcan por la necesidad imperiosa de protegerse y por el afán insaciable de apropiarse de los bienes de la naturaleza o de arrebatar a los demás seres humanos lo poco que poseen, lo cierto es que todo paso adelante nos enriquece colectivamente. Adquirimos así un poder al precio de cargar sobre nuestras espaldas la responsabilidad de conservar cuanto manipulamos. Pero los comportamientos depredadores activan las alarmas (Cumbre Climática que trata de sacar algo en claro esta misma mañana) y provocan afortunadamente la proliferación de asociaciones para defenderse de la agresiva naturaleza y de la propia sed de sangre.
Lo correcto es contemplar al hombre como clave de su propio acontecer. Tras haber logrado una alta calidad de vida para muchos, el hombre ha vencido la gravedad de la Tierra y explorado otros sistemas. Sus arriesgadas proezas aeronáuticas mejoran sus conocimientos y abren camino hacia otros mundos con la expectativa de fabricar un hábitat para cuando nuestro pequeño planeta se vuelva inhóspito por agotamiento de recursos o por algún cataclismo circunstancial.
Religión y moral
Pero en torno al hombre giran, además de las investigaciones y aventuras científicas y técnicas, la moral y la religión, las dimensiones vitales más determinantes de su conducta. En cuanto a la moral, el principio regulador apunta a la mejora de todas las vertientes de la vida, evitando peligros y daños y favoreciendo su desarrollo. De ahí que sean reprobables las continuas agresiones que nos infligimos a nosotros mismos, consumiendo sustancias peligrosas o acometiendo deportes de gran riesgo, y a los demás, esquilmando los recursos naturales y envenenando el medioambiente.
En lo referente a la religión, solo un iluso podría mantener hoy que gira en torno a Dios o que Dios es quien dicta las leyes y muestra el camino de salvación. Cuantos ídolos o dioses pululan en el firmamento cultural humano son hechura humana, muchas veces especulativa e interesada. Por lo general, responden a necesidades precisas o al deseo de perdurar en el tiempo en situación de placidez. La palabra “dios” ha sido posiblemente la más manipulada del diccionario a conveniencia de individuos sin escrúpulos o de grupos depredadores. El recurso a poner en boca de Dios lo que uno mismo quiere comunicar y a colocar las debilidades humanas al abrigo de un brazo protector sirve para arrancar servidumbres en quienes buscan resolver sin esfuerzo sus precariedades presentes y sus miedos.
El Maestro
Sin embargo, a lo largo de la historia han surgido muchos líderes que se han proclamado mensajeros del Altísimo. ¿Iluminados o farsantes? Seguro que lo han sido la mayoría, pero sería injusto meter a todos los “profetas” en ese saco. Afortunadamente, ha habido “maestros” capaces de abrir y desbrozar caminos de desarrollo, de bondad y de esperanza. A los farsantes los delatan su fanatismo y sus intereses depredadores, mientras que a los auténticos los aureolan su bondad y su heroísmo.
Sean cuales sean los contenidos reales de la personalidad histórica de Jesús de Nazaret, lo cierto es que sus seguidores lo han convertido en signo de contradicción: mientras a unos les ha servido para doblegar, zaherir y sacrificar a sus díscolos seguidores, otros han sufrido martirio por su causa al acoplar su vida a las consignas evangélicas. La línea divisoria entre unos y otros es la causa del hombre, por quien Jesús apostó fuerte, seguramente más que ningún otro conocido, al trazar el camino de las bienaventuranzas.
El problema
Surgidos de la materia por fuerzas creativas o carambolas químicas que escapan por completo a nuestro propio control, vivimos en un mundo que nos sobrepasa. Cierto que sabemos mucho sobre la materia y sus leyes e incluso sobre nuestra condición de pensantes autónomos, pero nos asombra descubrir a cada paso que el horizonte anhelado se aleja. Y, en el supuesto de lograr pronto sustanciales mejoras, nuestra capacidad de maniobra en el Universo seguirá siendo muy limitada. Seamos producto de una naturaleza caótica, como defienden muchos, o de una inteligencia superior, como dicen otros tantos, lo cierto es que no somos artífices de nuestro propio existir. En este contexto, nunca encontraremos mejor referencia reguladora de la conducta humana que nuestra propia vida.
Hacia esa vida debemos orientar nuestras conquistas gnoseológicas y técnicas, nuestro saber y dominio de los fenómenos naturales. Científicos y predicadores deben orientar sus esfuerzos en esa dirección. Lo que se extralimite terminará indigestándosenos o envenenándonos. El auténtico cristianismo da de lleno en el clavo al proclamar que el Dios desconocido e inalcanzable, el del enigmático “Soy el que soy”, se encarna en un ser humano y se exhibe en la biografía de cada cual haciéndose llamar “padre” y pidiendo trato de tal.
El hombre es, pues, la clave de todo quehacer. Debemos favorecer nuestra existencia y rechazar cuanto la obstaculiza. Debemos propugnar más y mejores valores y achicar la fuerza de sus correspondientes contravalores. La humanización requiere realzar el largo listado de las denuncias que el pobre-rico Diógenes hacía de cuantos ricos-pobres pululamos por doquier, encadenados por codicias insaciables (contrasta poderosamente la pobreza-riqueza de Diógenes, hombre honesto sin bienes ni necesidades, con nuestra riqueza-pobreza de hombres deshonestos atiborrados de bienes y necesidades).
Un hombre cualquiera, incluso el más depravado y deteriorado, es más importante que el dinero, la bandera, la patria, la democracia, el evangelio y hasta Dios mismo. Patria y Dios pierden su razón de ser sin el hombre. Es locura vituperable entregarse a una causa sagrada que dañe a un solo hombre. Tan esclarecedora luz debería ayudarnos a ver los zarzales en que con tanta frecuencia nos metemos. Por paradójico que resulte, a la divinidad anhelada solo se accede escalando la dura senda del servicio incondicional y omnímodo a los seres humanos.
Ramón Hernández Martín
Fuente Fe Adulta
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