Del blog de Xabier Pikaza:
Los tanques de la Iglesia, los dólares del Vaticano
Dicen que dijeron a J. Stalin: “No te metas con la Iglesia católica, tiene mucho poder…”. Y Stalin preguntó: ¿Cuántos miles de tanques acorazados tiene su ejército?
Dicen que han dicho a D. Trump, no te metas con el Vaticano, y que él ha respondido: ¿Cuántos millones de dólares tiene en su banco? ¿Cuántos necesitamos para comprar ese Vaticano?
No sé si esas preguntas y respuestas son verídicas, pero lo cierto es que, según el evangelio del domingo 2.2.2020 habría que preguntar: ¿Cuántos tesoros de alegría tiene esa Iglesia y ese Vaticano, de limpieza de corazón, de potencial de construcción de paz?
Presenté el otro día una visión de conjunto de las tres primera bienaventuranzas de Mt 5, 3-10. Hoy sigo con estas dos: Bienaventurados los limpios de corazón, los constructores de paz. La Iglesia no necesita tanques de guerra, ni mil millones de dólares de mercado… Ella no compra ni vende, ofrece (=tiene que ofrecer) limpieza y transparencia de corazón, alegría y camino de paz.
Felices los limpios de corazón porque verán a Dios
Como he venido señalando, un tipo de judaísmo rabínico ha insistido (a partir de Sal 1) en la bienaventuranza de aquellos que meditan en la Ley nacional de Israel y la cumplen, siendo así limpios según ley, a través del cumplimiento de los mandamientos (limpieza pureza de las manos que se lavan de acuerdo con el rito, de las observancias que se cumplen como está mandado, en gesto de comidas y vestidos, de relaciones sociales y ritos). Pues bien, frente a ese tipo de limpieza al servicio de los más capaces (piadosos y cumplidores), ha destacado Jesús la limpieza y felicidad del corazón, abierto en forma solidaria a todos, especialmente a los expulsados del sistema religioso.
Así lo ha puesto de relieve el Evangelio de Marcos, al insistir en la exigencia de superar un sistema de pureza intra‒judía, centrada en el cumplimiento del sábado (cf. Mc 1, 40-45; 2, 23‒3, 6), con los tabúes de sangre y sexo, de limpieza de manos y comidas (cf. Mc 7). También Mateo ha destacado esa más honda limpieza de corazón que se expresa, por ejemplo, cuando Jesús dice al impuro queda limpio (Mt 8, 3), y cuando manda a sus discípulos que curen (limpien) a los leprosos (Mt 10, 8; cf. 11, 5).
Frente a una limpieza que puede acabar siendo “exterior”, al servicio de un grupo de especialistas religiosos, centrados en el cumplimiento de sus ritos, el evangelio ha puesto de relieve la bienaventuranza de la limpieza del corazón, que ha de entenderse en sentido personal, social y religioso, en apertura a todos los hombres, en justicia, misericordia y fidelidad (cf. Mt 23, 23). De esa manera, frente a una pureza de ley, al servicio de unos privilegiados (piadosos, cumplidores, separados de los otros), ha destacado Jesús la felicidad del corazón que se abre en forma solidaria a todos, en espacial a los expulsados del sistema social y religioso.
Jesús puede presentarse así como el limpio por excelencia, desde la perspectiva del corazón que es feliz haciendo felices a los otros. De esa forma ha puesto de relieve la felicidad de la vida, por encima de toda ley o pureza exclusiva de algunos (de tipo político o religioso), pues su patria (su nación o iglesia) es la misericordia universal, desde los más pobres. Él no ha querido por eso destruir el judaísmo del Antiguo Testamento, sino volver a la raíz de sus bienaventuranzas, como he puesto de relieve en la segunda parte de este libro.
En esta línea ratifica el camino de la paz, pues los limpios de corazón no sólo “verán a Dios” (en el futuro), sino que pueden ya mirar ya a los demás (incluso a los enemigos) con los ojos de Dios, en felicidad, es decir, en amor reconciliado. En esa línea, al afirmar que los limpios de corazón verán a Dios, Jesús afirma que ellos serán (=están siendo) admitidos en la intimidad divin, como los ángeles de los niños que ven el rostro del Padre (18, 10), como los hombres y mujeres que se abren a la felicidad del amor compartido, en transparencia de vida.
Un tipo de judeo-cristianismo corría el riesgo de transformar el evangelio en religión de normas exteriores (prestigios nacionales o sociales, insignias, banderas…). Pues bien, en contra de esa pureza de ley, propia de los fuertes religiosos (piadosos y cumplidores), ha destacado Jesús la pureza del corazón, que se abre, en justicia, misericordia y fidelidad, a todos los hombres, especialmente a los expulsados de todos los sistemas de poder social o religioso. Esa pureza de corazón de Jesús se identifica con la felicidad de aquellos que “ven a Dios” (que tienen los ojos abiertos a Dios), pues conocen por dentro y reconocen el sentido más hondo de la vida, como don de gracia, como experiencia de vida en lo divino.
Felices los constructores de paz porque serán llamados hijos de Dios
Otros tipos de judaísmo podían tener sus bienaventurados: guerreros de Dios que conquistan un reino (celotas), sacerdotes fieles a su ritual de sacrificios, fariseos o cumplidores de la ley… Pues bien, para Jesús, judío mesiánico, la bienaventuranza verdadera culmina allí donde los hombres se vuelven eirênopoioi, hacedores de paz, retomando de esa forma el motivo más profundo de la esperanza del Antiguo Testamento, abierto a la bienaventuranza de la Paz como “Shalom” universal, presencia de Dios en la vida de los hombres.
Entre los pobres de la primera bienaventuranza de Mt 5, 3 y los constructores de paz de ésta (5, 9) discurre un camino que podemos llamar Via Pacis,vía de paz o felicidad universal, distinta de otras formas de paz elitista, violenta o impuesta, y especialmente (en aquel tiempo) de la paz romana, centrada en la victoria militar del imperio. Con el despliegue de esta paz, que es el Shalom o cumplimiento final de la promesa de Israel (que se identifica con la felicidad de Dios en la vida de los hombres), culmina el mensaje de Jesús, centrado en el surgimiento de unos pacificadores mesiánicos (eirenopoioi), que son, básicamente los hombres felices.
Estos hacedores de paz son “mediadores” del Reino de Jesús, que no es victoria o imposición de algunos sobre otros (como en el imperio romano), sino ofrecimiento de vida y comunión a todos, empezando por los pobres, hambrientos, excluidos. Según el evangelio de Mateo, esta paz viene de abajo, desde la vida compartida en comunidades de personas que se aman y amándose abren caminos de felicidad activa entre todos (cf. Mt 10, 2‒15; 28, 16‒20).
En ese sentido, la tradición cristiana dirá que Jesús ha sido el pacificador por excelencia, testigo y promotor de una felicidad de vida, que no es evasión/superación interior (Krisna) o negación de los deseos (Buda), sino amor abierto en felicidad a todos.
Esta paz de Jesús no es fácil, pues, como él mismo ha dicho “no he venido para traer paz, sino espada; he venido a enfrentar al hombre contra su padre, a la hija contra su madre y a la nuera contra su suegra” (cf. Mt 10, 34-35), superando así un tipo de tipo de vinculaciones violentas (exclusivas), de tipo familiar o social, en apertura de felicidad a todos los hombres y mujeres, convocados a la gran familia de los hijos de Dios.
Los hacedores de paz de esta bienaventuranza se identifican en esa línea con Jesús, a quien Col 1, 20 presenta como aquel que ha hecho la paz, reconciliando consigo todas las cosas, las del cielo y las de la tierra, abriendo así espacios de reconciliación para los hombres (judíos y gentiles, siervos y libres…; cf. Gal 3, 28). De esa forma vincula Mt 5, 9 a los cristianos con Jesús, que ha reconciliado y pacificado el universo en felicidad de amor, como ha puesto de relieve la tradición paulina, en especial Ef 2, 19‒3, 13, que ha de entenderse en este mismo trasfondo.
Las bienaventuranzas de Mateo culminan así en la paz (=felicidad) personal y familiar, espiritual y social de Jesús, abierta a todos los hombres. Siglos de espiritualismo sacral e idealista han cerrado a veces nuestros ojos, impidiéndonos abrirlos ojos y entender el evangelio como programa y camino de pacificación personal y social de felicidad, como ha recordado el Papa Francisco en el manifiesto inicial de su pontificado: Evangelii Gaudium, la Felicidad del Evangelio (2013). Entendido así, el evangelio es un programa de pacificación por felicidad, desde los más pobres, un camino de no-violencia activa, en amor que lleva a la comunión de todos los hombres.
Hemos identificado a veces evangelio con ley, santidad con sacralidad, fidelidad a Dios con represión ascética. Pues bien, en contra de eso, las bienaventuranzas son un programa de felicidad personal y social, capaz de vincular en un gesto de paz a todos los hombres, en la línea abierta de las bienaventuranzas del Antiguo Testamento. En esa línea, el programa de felicidad de Jesús culmina allí donde los hombres son capaces de “hacer” (poiein) la paz del Reino, regalando y compartiendo generosamente la vida (su felicidad) unos con otros, pues todos, hombres y mujeres, han de ser hacedores de paz (eirenopoioi).
Biblia, Espiritualidad
4º Domingo del Tiempo Ordinario, Bienaventuranzas, Dios, Evangelio, Jesús, Tiempo Ordinario
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