El desafío de Dios al poder
José rafael Ruz Villamil
Yucatán (México).
ECLESALIA, 31/01/20.- En la Palestina del primer tercio del siglo I la expectativa de un cambio radical que viene de Dios y que ha de afectar todos los ámbitos de la vida es un rasgo que acaba tiñendo la percepción del presente y del futuro, sí, aunque concebido y expresado en formas diferentes. Pues bien, hay todo un pensamiento religioso estructurado detrás del término cordero en relación con el mesías de Dios, término conservado escasa y únicamente en el cuarto evangelio. Y es que solamente por dos veces y de boca de Juan el Bautista, Jesús de Nazaret es llamado cordero, y más específicamente Cordero de Dios.
Ahora bien, resulta harto significativo que, de entre los seguidores del Bautista —que le continuaron fieles después de su muerte y vivieron una cierta rivalidad con los discípulos de Jesús— una palabra de Juan viniera a ser decisiva para que algunos de estos discípulos suyos le abandonasen en seguimiento del Galileo. Y es que tal fue la reacción de Andrés y un otro discípulo innominado —que suele identificarse con aquél al que el cuarto Evangelio se refiere como el discípulo amado— al oír a Juan el Bautista llamar Cordero de Dios a Jesús de Nazaret; lo que sucede a continuación viene a revelar, específicamente, el contenido mesiánico del término en cuestión: después de seguir a Jesús, Andrés anuncia a su hermano Simón: «Hemos encontrado al Mesías».
¿Qué relación hubo de hacer Andrés para asociar Cordero de Dios con el mesías? Una mera aproximación al término en sí de cordero —amnós— remite a un animal de vellón hermoso y rizado, de color blanco, de carne y grasa abundantes, que proporciona alimento y vestido y que se caracteriza por ser extremadamente noble, tranquilo e indefenso. De esta realidad sencilla y cotidiana, parte el significado histórico-religioso que cualquier judío del primer tercio del siglo I pudo haber relacionado con cordero, pero particularmente, con Cordero de Dios: la Pascua, la gesta libertaria de Yahvé a favor del hatajo de esclavos sometidos en Egipto y de la que, justamente, el cordero queda como memorial:
«…escogerán entre los corderos o los cabritos […] Esa noche comerán la carne. Tomarán luego la sangre y untarán las dos jambas y el dintel de las casas donde la coman […] La comerán así: con la cintura ceñida, los pies calzados y el bastón en la mano; y la comerán de prisa. Es la Pascua de Yahvé. Esa noche yo pasaré por el país de Egipto y mataré a todos los primogénitos del país de Egipto, de los hombres y de los animales, y haré justicia con todos los dioses de Egipto. Yo, Yahvé. La sangre les servirá de señal en las casas donde estén. Cuando yo vea la sangre, pasaré de largo; y no les afectará la plaga exterminadora, cuando yo hiera al país de Egipto».
De lo anterior se siguen dos posibilidades: Jesús como Cordero de Dios entendido como un mesías de carácter sociopolítico sin merma de su dimensión religiosa, o bien un mesías de carácter sacrificial. En cuanto a la primera posibilidad, su factibilidad se sostiene con el hecho de entender al cordero de la Pascua como signo del fin de la esclavitud impuesta por el Faraón de Egipto: en consecuencia, el Cordero de Dios —Jesús de Nazaret— habría de ser el signo de la liberación del César de Roma, más aún si se enfatiza que este Cordero de Dios quita el pecado del mundo. Y si por mundo hay que entender lo que se opone a Dios, quitar el pecado bien podría equivaler a la aniquilación de lo que es percibido y experimentado como la oposición por excelencia a la presencia liberadora de Dios: el Imperio Romano.
Prevaleció, empero, la lectura del Cordero de Dios en su carácter sacrificial, lectura derivada de Isaías:
“Fue oprimido, y él se humilló y no abrió la boca. Como un cordero al degüello era llevado, y como oveja que ante los que la trasquilan está muda, tampoco él abrió la boca”.
Este aspecto sacrificial viene a ser retomado y subrayado en el libro de los Hechos de los Apóstoles, pero sobre todo en el pensamiento subyacente en la primera Carta de Pedro:
“…han sido rescatados de la conducta necia heredada de sus padres, no con algo caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa, como de cordero sin tacha y sin mancilla, Cristo…”.
Sin embargo, resulta más que interesante, en relación con la perspectiva sacrificial del Cordero de Dios, el que en el evangelio de Juan —único, insisto, que ha conservado el concepto en cuestión— la idea de expiación esté totalmente ausente y la praxis de Jesús venga a expresarse como la donación de la vida, la luz, la libertad y más, en términos, pues, más positivos que la mera anulación del pecado.
Sea como fuere, las palabras —derivadas de la proclamación del Bautista: «He ahí el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo»— que los discípulos de Jesús usamos entrañablemente cada vez que celebramos la Cena del Señor, siguen trayendo a la memoria y actualizando la decisión de Dios de enfrentar, más aún, de aniquilar cuanto en el mundo se opone a su decisión por el bienestar de sus criaturas a partir de la debilidad, de la fragilidad, de la mansedumbre de un Cordero que, a su vez y en su indefensión, queda como icono del desafío paradójico del mismo Dios a la potencia del poder: de cualquier tipo de poder.
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