Seguramente hay demasiado jamón para el bocadillo de esta reflexión, hecha con el propósito de esclarecer someramente las funciones de la iglesia y de la empresa, puestas la una frente a la otra, con un corolario que mete en danza la política. De no plantearnos la comparación como una cuestión, seguro que todos tenemos una idea, más o menos aceptable y rica, de lo que son cada una, pues no vamos a la iglesia para producir ni trabajamos en la empresa para obtener el perdón de los pecados.
Normalmente, entendemos por iglesia la institución surgida del mensaje de Jesús de Nazaret, esbozada en los escritos del Nuevo Testamento y plasmada en los primeros siglos del cristianismo. Como tal, engloba distintos ministerios (papa y obispos, con las variables de cardenales, arzobispos, metropolitanos y patriarcas, más clérigos y otros servidores menores), lugares de culto (catacumbas, catedrales, basílicas, templos, capillas, ermitas, oratorios) y la práctica de una vida religiosa pautada por la liturgia de los sacramentos que, en el caso de la eucaristía, se concreta en la obligación dominical de “asistir a misa”.
También tenemos claro lo que, al primer golpe de vista, se entiende por empresa: un capital que se invierte para crear el mecanismo de desarrollo de un proyecto productivo que requiere espacios, herramientas y mano de obra.
Digamos a bote pronto que ambas descripciones son muy superficiales o epidérmicas. El meollo de lo eclesial no es el instrumento de la transmisión sino lo que se transmite, es decir, el mensaje evangélico y la forma de vida cristiana que se ha estructurado en la institución de la iglesia, pero que bien podría haberlo hecho de otra manera. El cristianismo es una comunión viva, no un elenco de legajos dogmáticos, ni una amalgama de dignidades y desarrollos, ni un conglomerado de ritos.
En cuanto a la descripción de la empresa, nada se dice en ella sobre su esencial ensamblaje con la vida humana al ocupar lo económico una de sus dimensiones básicas, pues toda vida requiere un consumo de bienes que es preciso producir manipulando o transformando los recursos que la naturaleza nos suministra gratuitamente.
En otras palabras, la iglesia (dimensión religiosa) y la empresa (dimensión económica) tienen una imbricación irrenunciable con la vida humana. Para que el mensaje de salvación de la Iglesia sea eficaz ha de acomodarse a las formas de vida de cada tiempo. Por otra parte, las necesidades primarias de la vida (techo, alimentación, vestido, salud y ocio) requieren trabajo y este, empresa. Ambas, empresa e iglesia, son instrumentos al servicio de un hombre que es su razón de ser, no su esclavo. Para cumplir bien su cometido, mi iglesia y mi empresa deben servirme a mí, aunque ambas requieran mi colaboración para hacerlo.
¿Qué pueden aprender la una de la otra? La empresa debe aprender de la iglesia a humanizar el trabajo, pues la iglesia es la humanización de Dios. Trabajamos para vivir, no vivimos para trabajar. Mírese como se mire, el trabajo no puede perder de vista la vida. Si la empresa no se preocupa de que los trabajadores y sus familias vivan dignamente, pierde su razón de ser. Lo de ganar dinero es un objetivo legítimo y loable, pero solo instrumental. Se trabaja para vivir como seres humanos, no para sobrevivir como esclavos. La esclavitud ha sido definitivamente abolida de todos los catálogos de derechos humanos. La vida del trabajador es la razón última de la empresa. De ahí que este no pueda verse reducido a la función de herramienta o de animal de carga. Pero humanizar el trabajo es un objetivo que no se vislumbra ni en los mejores paraísos marxistas.
Por su parte, la Iglesia debe aprender de la empresa a organizar, con seriedad y esfuerzo, la labor de difundir y vivir el evangelio: debe “producir” evangelio, procurar que las máximas rectoras de la conducta que nos enseñó Jesús de Nazaret rijan las vidas de los creyentes. Y, al igual que las empresas surgen y desaparecen con relativa facilidad en el incesante movimiento de adaptación al medio en que se produce y se vende lo producido, la Iglesia debe desechar la idea de ser un archivo polvoriento de esencias sin perfume para que el evangelio florezca en las mentes y en los corazones de los hombres de cada momento.
Mientras hoy se trabaja de forma muy diferente a como se hacía hace cincuenta años, la iglesia mantiene formas de proceder periclitadas por miedo al cambio, como si su acción no estuviera guiada en todo momento por el Espíritu Santo. No hay que cambiar absolutamente nada de un evangelio que es mensaje de salvación universal y válido para todos los tiempos, pero es preciso macerarlo y cocinarlo con los ingredientes oportunos para que sea digerible en cada momento. La Iglesia no debe ser un lago estancado, sino un caudaloso río que, en ocasiones, deberá convertirse en catarata.
Comunión
En nuestros días, la comunicación se ha convertido, seguramente, en la temática más productiva desde el punto de vista económico al haber generado innumerables empresas y facilitado las relaciones emotivas y comerciales con quienes están lejos. Desde el punto de vista eclesial, la comunicación es esencial, pues Dios es el primer comunicador que se desborda en sus criaturas. En cristiano, la comunicación es comunión.
La Iglesia es fraternidad universal al amparo de un único Padre. Ser cristiano requiere hacerse comida de eucaristía. La vida de un anacoreta o eremita, celoso de su soledad, no sería cristiana, aunque él crea estar en íntima comunión con Dios. La misa de un sacerdote en una recoleta capilla, estando él solo, aunque se ofrezca su valor sacrificial como liberación del tributo doloroso que requiere la total limpieza de la escoria residual de los pecados en el purgatorio, resulta a la postre una pantomima.
También la empresa, tenga uno o mil trabajadores en plantilla, debe ser comunión. La productividad que en ella se alcance, tras hacer posible la vida de sus propios operarios, ha de favorecer la vida de toda la humanidad.
Rejón a la política
Digamos, como apunte final referido al tiempo que vivimos, que uno de los principales infortunios que padecemos los españoles se debe a la cortedad de miras de una política que, sin ser empresa e iglesia, debería emular los objetivos esenciales de ambas. No persigue los de la empresa porque no busca el mayor beneficio de los ciudadanos con el menor costo de gestión, pues, sin entrar en si los políticos ganan mucho o poco, lo evidente es que la política española es muy cara. Tampoco lo hace con los de la iglesia, pues no fomenta la fraternidad como comunión, sino los intereses partidistas. Salvaguardando cada una su propio ámbito de competencias, lo cierto es que la política española tiene mucho que aprender de una empresa bien plantada y de una iglesia como Dios manda.
Ramón Hernández Martín
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