Dom 4º de Adviento. José, la conversión del patriarcado.
Teología de la Navidad. No temas al Espíritu Santo
Mt 1, 18-25. No tengas miedo de acoger a María: ha concebido por el Espíritu Santo
El evangelio de este domingo 4 de Adviento (Mt 1, 18-25, 22 XII 2019), ha sido y sigue siendo uno de los más discutidos y manipulados de la historia cristiana. Trata, ciertamente, de María y del Espíritu Santo, de José y del judaísmo (de las promesas de David); pero en el realidad trata de Dios y de la Iglesia, de forma que sólo ahora (desde las reformas del Papa Francisco) puede entenderse plenamente:
- Este evangelio nos lleva de la ley patriarcal, representada por José, hijo de David, a la era de María y del Espíritu Santo, expresada en forma de libertad creadora, de amor que acoge y alumbra (da a luz), de apertura de Dios a todos los pueblos, desde Amazonia a Roma, desde la Meca a Samarcanda.
- Este evangelio marca el cumplimiento (=fin) de la era patriarcal, con el paso de una era de varones muy legales y una ley que encierra a todos en la servidumbre (representada por José, el hombre legal del AT) al Nuevo Testamento de la libertad del Espíritu, que crea vida en María, que no es sólo una mujer, sino la humanidad abierta a la gracia y libertad mesiánica.
- Éste es el evangelio de la obediencia de José, es decir, de la escucha y respuesta creadora de la Iglesia patriarcal, que cumple su último deber desapareciendo, es decir, muriendo, poniéndose al servicio de la libertad creadora de Dios, representada por María y el niño que nace, es decir, por la nueva Iglesia de la gratuidad y comunión, del Dios de las mujeres y los niños que aman y, amando transforman y redimen también a los varones (como José).
- Hablando en un sentido popular, José tiene que hacerse el “harakiri”, dejarse morir, pero amando (acogiendo a la madre y al niño, llevándolos a Egipto…), para que nazca la vida de la gracia, como hizo Juan Bautista, diciendo a Jesús: Tengo que menguar para que tú crezcas, para que crezca la gracia de todos (en la que quiero también incluirme)… Algo así tiene que decir hoy la iglesia patriarcal (patriarcalista): Tengo que pasar, para que vengan ellos: Jesús y María, la nueva Comunión universal de los creyentes, habitados y transformados por el Espíritu de Dios.
- Éste no es un morir pasivo (simplemente resignado: Muramos,pues, que vengan otros; tras de mí el “diluvio…”), sino un morir dando vida, es decir, resucitando, poniendo la propia la propia existencia, nuestra propia historia de varones patriarcales al servicio de la nueva humanidad de Dios…, esto es, de la Navidad que es acción creadora del Espíritu, humanidad reconciliada y resucitada (más allá de un tipo de Vaticano, que tiene que morir con José, como he puesto de relieve en una postal anterior).
Desde ese fondo he querido comentar este pasaje de Mt 1, 18-25, que no en vano está (con la genealogía de Jesús, Mt 1, 1-17, que he comentado también en RD con la ayuda de W. Weren) al comienzo del Nuevo Testamento, como puerta de la Biblia Cristiana. Esta ha sido con mucha frecuencia una puerta giratoria, por la que muchos en la iglesia patriarcal han dicho entrar para volver de nuevo a la antiguo y ratificarlo con nuevas razone, privilegios y poderes.
El “comentario” que sigue es largo, está tomado del Comentario a Mateo, y puede resultar “excesivo” para muchos, a quienes recomiendo que lean sólo la primera parte. Pero habrá algunos que quieran llegar hasta el final. Un saludo agradecido a todos,(y feliz preparación de Navidad, con José, que ha de morir (como tiene que morir la Iglesia patriarcal) para que nazca el verdadero José, símbolo de la nueva humanidad reconciliada, con María y Jesús. (En especial para ti, María José V., tú me entiendes).
Nacido por el Espíritu Santo (Mt 1, 18-25).
Las cuatro mujeres anteriores (Mt 1, 1-17) han puesto de relieve la aportación o, quizá mejor, la ruptura femenina en el origen de la vida, y eso aparecerá con toda fuerza en el caso de Jesús, hijo de María, por el Espíritu Santo, como supone este pasaje cuando dice, al final de la genealogía que “Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, el llamado Cristo” (1, 16):
1, 18 El nacimiento de Jesucristo fue de esta manera: estando María, su madre, desposada con José, antes de vivir juntos, resultó que ella esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo. 19 José, su esposo, que era justo y no quería denunciarla, decidió repudiarla en secreto. 20 Mientras pensaba en ello, se le apareció en sueños el ángel del Señor que le dijo: José, hijo de David, no tengas reparo en llevar a María, tu mujer, a casa, porque lo engendrado en ella viene del Espíritu Santo. 21 Dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados.
22 Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que había dicho el Señor por el Profeta: 23 Mirad: la Virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa “Dios-con-nosotros”. 24 Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y se llevó a casa a su mujer 25. Y no la conoció hasta que dio a luz un hijo, a quien puso el nombre Jesús (1, 18-25)[1].
Este relato incluye aspectos de carácter teológico y antropológico, cristológico y sacral, que no pueden resolverse en un simple comentario. Por eso dejo a un lado rasgos que son importantes en otro plano (de crítica histórico/literaria) para centrarme en aquellos que son más significativos, en línea de mensaje, es decir, en perspectiva de novedad cristiana:
– Este pasaje nos sitúa ante un nacimiento irregular. En clave de ley, desde el punto de vista de José, Hijo de David y portador de su promesa, el surgimiento de Jesús se opone al orden patriarcal y nos sitúa en los bordes del mayor “pecado” posible: El adulterio como ruptura del orden familiar. El esposo/padre José, que decide abandonar a María, dejándola a su suerte, aunque sin condenarla externamente, con el hijo ya engendrado, es el signo de una religión que quiere separar a los judíos de los extraños, impuros, diferentes (gentiles), no pudiendo acogerles en su casa, en su comunidad (que en este caso sería la comunidad judeo-cristiana)[2].
– El evangelio amplía la visión de Dios. En contra de lo que podía esperar cierto judaísmo (o judeo-cristianismo), Dios se expresa y actúa a través de una mujer irregular, María, en la línea de las cuatro ya indicadas (extranjeras, problemáticas) para fecundarla con su Espíritu Santo, a fin de que ella sea madre del mesías. Ciertamente, José, que es hombre justo, hijo de David “según la carne” (cf. Rom 1, 3), quiere actuar según ley, en obediencia a la legalidad del propio grupo (es decir, de un tipo de judeo-cristianismo)[3].
– El Espíritu Santo se identifica con la misma acción y presencia de Dios que se revela creadoramente, a través del gesto acogedor de María, superando un tipo de ley patriarcalista simbolizada por José, que era hombre justo (di,kaioj: 1, 19). Allí donde reinaba un orden de justicia eterna, simbolizada por el padre de familia, en línea de buena ley (por medio de José, hombre justo), viene a elevarse/revelarse la más alta función de María, mujer y madre, que aparece como signo de acogida universal humana, en línea de gratuidad[4].
Los tres elementos (Dios, Espíritu Santo, José) se encuentran vinculados: la presencia directa de Dios, expresada por la acción de Espíritu Santo en María, supera un tipo de patriarcado (israelita, masculino) de José. Al insistir en la concepción virginal”, por medio de María, Mateo indica así que Jesús ha desbordado el nivel del patriarcalismo legal en que se mueve la genealogía anterior de los varones, abriéndose a la universalidad de lo humano, conforme al ejemplo de las cuatro mujeres irregulares. En ese sentido, a pesar de la línea de los 42 limpios varones/padres de 1, 1-16, el origen de Jesús resulta legalmente irregular, de tal forma que para aceptarle resulta necesario superar un tipo de Ley, cosa que debe hacer al fin José, acogiendo a María y a su hijo. A través de José (que tiene fe y acoge la palabra de Dios, como hará Pablo), Jesús será asumido en la nueva familia mesiánica, pero no por sangre o semen patriarcal, sino por obediencia y decisión creyente, en la línea de la descendencia según la promesa, y no según la carne (Rom 9, 8)[5].
Eso significa que Jesús es plenamente judío, pero no en un plano de Ley nacional (según la carne), sino por obra del Espíritu, en la línea de las cuatro mujeres. De esa forma, adoptado por José e integrado en el pueblo de la alianza (cf. 1, 20-25), siendo judío de ley, Jesús vendrá a expresarse como principio de nueva humanidad. Así lo ha mostrado Mateo, proyectando y uniendo en la concepción los dos momentos que Pablo había separado en Rom 1, 3-4 (Hijo de David según la carne, Hijo de Dios por la resurrección), pues, Jesús nace al mismo tiempo como Hijo de David e israelita (adoptado por José) y como Hijo de Dios universal (por acción del Espíritu en María).
‒ María, su madre, estaba encinta, por obra del Espíritu Santo (1, 18). No se dice cómo, no tiene que decirse, aunque por el contexto sabemos que la acción maternal de Diossobrepasa el nivel legal-patriarcal de Israel según la carne, para inscribirse en el plano más hondo de la maternidad humana, representada por María. Conforme a Lc 1, 26-38, María dialoga con Dios, pero Mateo ha preferido dejar su función en un rico silencio apofático, pues ¿cómo se puede decir lo que está más allá de la Ley y las palabras?[6]. Pues bien, Recibiendo a María en su casa, José supera el nivel de la carne, apareciendo como creyente que acoge la obra de Dios y no como patriarca que actúa con sus fuerzas Entendida así, la concepción por el Espíritu nos pone ante la creatividad mesiánica de Dios, que, siendo vida eterna, se ha expresado para siempre por María[7].
‒ José, Hijo de David (1, 20) debe superar la “justicia de la carne”, acogiendo la concepción de María por fe (más allá del patriarcalismo genealógico) y aceptando la acción del Espíritu de Dios, pues el nacimiento de Jesús va más allá de la esperanza nacional judía, como misterio de fe, por encima de un plano biológico y legal[8]. Por medio de ella, superando el patriarcalismo legal de José, se expresa la creatividad del Espíritu de Dios (1, 18.20), anticipando el despliegue posterior del evangelio: el bautismo (3, 17), el envío trinitario… (28, 16-20). Por nacer del Espíritu (no de la ley), Jesús será mesías universal, de manera que su misma biografía (nacimiento, decurso vital, muerte) es signo y presencia del Espíritu divino, revelación de Dios[9].
‒ Espíritu Santo. A través de la mujer/María y superando el patriarcalismo legal de José, viene a expresarse la creatividad del Espíritu de Dios (1, 18. 20), anticipando algunos rasgos centrales del despliegue posterior del evangelio, como son el bautismo en el Espíritu (3, 17) y el envío final en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu (28, 16-20). Por nacer del Espíritu de Dios (por encima de la ley nacional judía), Jesús será mesías universal. De esa forma, su misma biografía humana (nacimiento, decurso vital, muerte/pascua) son signo y presencia del Espíritu divino, revelación humana de Dios sobre la tierra[10].
Espíritu Santo, Palabra del Ángel, Emmanuel (sigue Mt 1, 18-25).
El protagonista de la escena es Dios, a quien el texto presenta como Señor (ku,rioj), según la terminología usual de las traducciones griegas de la Biblia. [11] Pues bien, ese Dios se expresa y actúa de tres formas que se encuentran implicadas:
‒ Espíritu Santo. María aparece silenciosa, acogiendo en su seno (en su vida) el fruto del Espíritu, como ha dicho el narrador (1, 18) y confirma el ángel (1, 20: lo engendrado en ella es del Espíritu Santo, evk pneu,mato,j a`gi,ou). El texto supone así que hay cierta connaturalidad entre Espíritu (Santidad de Dios, poder generador) y María (humanidad fecunda). A diferencia de lo que sucede en Lc 1, 26-38, ella aparece aquí silenciosa, forma parte del misterio, no tiene que decir nada, pues su acción es anterior a todas las palabras. Pues bien, ese silencio no es carencia de comunicación, sino palabra/acción más alta, como la acción de las mujeres de la pascua (27, 55-66. 61; 28, 1-10). En una línea semejante se sitúa la mujer de 26, 3-13, que tampoco dice cosas con palabras y, sin embargo, expresa la Acción primordial de Dios en la vida de Jesús.
‒ Ángel revelador (por José). La obra del Espíritu en María es un misterio apofático, inscrito en la acción creadora de Dios, en el silencio originario. Por eso, la comunicación de ese misterio necesita la palabra clarificadora del Ángel o Enviado del Señor (a;ggeloj kuri,ou), que habla en sueños a José, penetrando con su luz en la noche de su justicia legal, haciendo que él invierta su anterior decisión y acoja a María (1, 20). Ese Ángel traduce la acción del Espíritu en Palabra, para que José comprenda y responda de un modo creyente. El Espíritu Santo actuaba sin palabras, pues se identificaba en el fondo con la vida de Dios. Pero José necesita una palabra de interpretación, que le viene por el Ángel del Señor en sueños, al servicio de la obra del Espíritu en María. Él aparece así como representante de las promesas patriarcales, que han de pasar ahora del plano de la carne al del Espíritu: “No temas recibir a María tu esposa…”, pues ha concebido por obra del Espíritu[12].
‒ Dios con Nosotros, Emmanuel. Las dos líneas anteriores de acción/presencia de Dios (el Espíritu en María, el Ángel de Dios en José) se identifican y culminan en el surgimiento del Niño que, conforme a una valiosa experiencia de Israel, recibe el nombre de Emmanuel, Dios con nosotros (Is 7, 14). En este plano, ya no existe mediación/identificación interior (Espíritu en María), ni exterior (el Ángel/Dios que habla a José), sino identidad plena de Dios con el que nace, Dios con Nosotros. Esta experiencia del Emmanuel en el nacimiento de Jesús, como presencia de Dios, por obra del Espíritu en María, según la palabra del Ángel a José, culminará al final del evangelio, cuando Jesús reciba todo poder en cielo y tierra, diciendo “estaré con vosotros todos los días hasta el final/cumplimento del tiempo” (28, 16), culminando aquello que había comenzado en 1, 18-25[13].
Los tres elementos (Espíritu en María, palabra del Ángel a José, Jesús como Dios con nosotros) se encuentran implicados. María aporta la experiencia fundante y creadora de la vida humana. José debe acoger en fe la presencia del Espíritu en María. Ambos, María y José, deben unir sus experiencias, el aspecto materno y paterno de la visión de Dios y de vida humana, desde la certeza y camino del Dios con nosotros. En esta línea se vinculan el principio (1, 18-25) y final del evangelio, cuando el Ángel aparezca como testigo de la Pascua, para llevarnos de la tumba vacía de Jesús (28, 1-7) a la montaña de la revelación y misión universal (28, 16-20).[14] En esa línea, siendo israelitas, María y José expresan y simbolizan la revelación universal de Dios:
– Como mujer persona (en la línea de las cuatro de 1, 2-16) María, simboliza la humanidad entera, como lo ha sentido y expresado la fe de la iglesia. Ella precede a las leyes nacionales de Israel, de tal manera que su figura se ilumina desde una experiencia religiosa más extensa. Por ser mujer y madre, ella es signo de Dios y representa al conjunto de los pueblos, pero con una novedad: Las madres divinas de las grandes religiosas son sólo signos religiosos; pero, María, la madre de Jesús, es una persona histórica.
– José, en cambio, realiza una función israelita (es Hijo de David), aunque debe superar ese nivel.Por eso, el Ángel le pide conversión: que acepte a María, es decir, que la acoja y se ponga al servicio de Dios (esto es, del niño que ha de nacer de ella). Este pasaje anticipa un tema esencial del evangelio: Jesús pedirá a los judíos (cf. viñadores: Mt 21, 33-45) que pongan los frutos de campo al servicio del Reino de Dios, es decir, de todos los humanos. Mateo sabe que José ha respondido a la palabra de Dios, acogiendo a María (superando así un tipo de ley que se cierra en sí misma), pero muchos judíos no lo harán, como indica de 28, 11-20, con la que termina y culmina el evangelio.
3. Concepción por el Espíritu, una experiencia pascual
Este pasaje (1, 18-25) nos sitúa ante la ruptura mesiánica, que sólo se entiende en clave pascual: El mismo Dios, Señor de Israel (ku,rioj) ha pedido a José que supere su justicia anterior, poniéndose al servicio de la Mujer que engendra y da a luz, por encima de la Ley israelita, para ponerse así al servicio de la vida que se expande a todas las naciones, de manera que parece repetirse el modelo de Gen 3, 20, donde se decía que Adán llamó a su mujer Eva, reconociendo así que era “madre de todos los vivientes”. Aquí es José el israelita, hombre de ley, quien debe aceptar a María, reconociendo que el Espíritu de Dios actúa en ella y aceptando el valor salvador de su Hijo[15].
– Estamos ante un mesianismo materno, elaborado desde la fecundidad de la vida humana reflejada en la mujer, virgen grávida, que ha concebido y va a dar a luz (1, 23: hê parthenos…), revelándose ante José como signo de Dios. Quedan en segundo plano otras leyes sacrales, con las instituciones socio/religiosas. La Palabra del Ángel de Dios lleva a José hasta María, diciéndole que ella ha dado a luz por el Espíritu, y presentándola como virgen/doncella (parthenos) que puede engendrar, conforme al sentido original de la palabra hebrea de Is 7, 14: ha ‘almah (alma).
– Éste es un mesianismo de salvación: José ha de poner al niño el nombre Jesús, pues salvará a su pueblo de sus pecados . Jesús (Yeoshua) es un nombre que aparece como título mesiánico, en su sentido hebreo: Yahvé Salva. El contenido de ese título (con referencia de aquellos a quienes salva se irá precisando a lo largo del evangelio de Mateo.
– Éste es un mesianimo teológico, centrado en Jesús como Emmanuel: Dios con nosotros. Pasamos así del plano activo (Jesús, nombre de acción) al de la presencia personal (Emmanuel, Dios con nosotros). Antes de hacer nada, Jesús es presencia fundante de Dios para todos los humanos. La Ley de Israel dividía y distinguía a los hombres, conforme a su origen y a sus obras. El nacimiento de Dios en Jesús les unifica.
De esta forma venimos del modelo judío de José (que acoge y nombra al niño) al mesianismo universal cristiano, como indica la cita de 1, 22-23: el mismo autor del evangelio reflexionando desde la base de la Escritura, condensa lo anterior y presenta a Jesús como Emmanuel, abriendo de esa forma un arco (o puente) que se cerrará al final del evangelio: sólo este Dios-con-nosotros podrá decir sobre el monte de la Pascua Yo-estaré-con-vosotros (con misioneros y pueblos) hasta el final de los tiempos (28, 16-29). Mateo traza así un camino que lleva de la madre con niño y del padre legal hacia la comunidad fraterna donde el Cristo se expresa plenamente. La tarea de Jesús consistirá en suscitar esa fraternidad mesiánica fundada en el don del Padre y el amor del evangelio, como ratifica 23, 8-9: “Pero vosotros no os dejéis llamar Rabí; porque uno es vuestro Maestro y todos vosotros sois hermanos, ni os llaméis Padre…”[16].
En esa línea, Mt 1, 18-25 ha vinculado los elementos maternos y paternos del texto, integrando el signo del Espíritu en María y la palabra del Ángel a José, para así descubrir y presentar al Jesús pascual como Dios en nosotros. Esos signos extienden al comienzo del evangelio una experiencia básica de Pascua, para indicar que Jesús, nacido de María, es el mismo que ha resucitado de los muertos, y que el Ángel de Dios que llama a José en medio del sueño es el mismo que descorre la piedra de la tumba, a fin de que Jesús pueda re-nacer, re-sucitar, revelando el misterio a las mujeres de la Pascua (28, 1-7). Al fin del evangelio, el Espíritu Santo, que realizaba la “concepción humana” de Dios en María aparecerá en la montaña de Galilea como misterio divino, con el Padre y el Hijo en el bautismo pascual (28, 19), de manera que el “Dios con nosotros” de 1, 23 se expresa así como misterio trinitario (28, 20).
Este evangelio de la concepción de Jesús (1, 18-25) sólo alcanza su sentido desde una experiencia pascual, poniendo así de relieve el carácter revelador del nacimiento de Jesús, en el que se vinculan el Espíritu de Dios y la historia humana. Mateo no ha querido contar la historia de un nacimiento puramente biológico, sino confesar un misterio de fe para creyentes, y lo hace de manera paradójica, vinculando la promesa de Israel, el nacimiento de Jesús y la experiencia creyente de la iglesia. En esa línea he podido ya evocar la “conversión” y eclesial de José.
‒ José es un signo privilegiado de la iglesia judeocristiana que debe abrirse a la misión universal, por medio de Jesús, pasando así de la cristología intraisraelita de José (que acoge y nombra al niño) a la cristología universal de la Iglesia, expresada por la cita de 1, 22-23, donde Jesús aparece como Emmanuel, abriendo de esa forma un arco (o puente) que se cerrará al final del evangelio, cuando Jesús enviará a sus discípulos a todos los pueblos, diciéndoles Yo-estaré -con-vosotros (con misioneros y pueblos humanos) hasta el final de los tiempos (28, 16-29).
‒ La concepción por el Espíritu nos lleva más allá de la genealogía carnal del pueblo de Israel, situándonos en una línea de misión universal, por encima de padres y maestros humanos, según la carne (cf. Mt 23, 8-9). La línea de las generaciones “oficiales” (1, 2-17) ha terminado en José, de manera que, estrictamente hablando, conforme a la experiencia y acción del Espíritu, Jesús no nace ya como israelita (según la ley), sino como humano universal, de forma que, en ese plano, ya no existe judío ni gentil, esclavo ni libre, hombre ni mujer (cf. Gal 3, 28), sino el nuevo ser humano.
En este contexto puede y debe situarse la acusación contra el “nacimiento irregular” de Jesús, que aparece aquí veladamente, lo mismo que en Mc 6, 3 (donde se le llama “el hijo de María”, en terminología metronímica, como suponiendo que no tiene padre legal reconocido). En esa misma línea entienden algunos la palabra de aquellos que llaman a Jesús endemoniado (cf. Mt 12, 22-32 par), un tema que reaparece de forma sorprendente en Jn 8, 41. Los mismos que acusan a los cristianos de haber “robado” el cadáver de Jesús para decir que ha resucitado (27, 62-66; 28, 11-15), parecen acusarles de afirmar que Jesús ha nacido por obra del Espíritu Santo, para ocultar que ha sido engendrado de un modo ilegítimo, sin verdadero padre legal, israelita[17].
Es muy posible que esos dos pasajes (nacimiento virginal, resurrección corporal) nos sitúen ante una misma disputa de fondo, con acusación de algunos (los cristianos quieren ocultar el nacimiento ilegítimo de Jesús y han robado su cadáver para decir que ha resucitado) y defensa de otros, que apelan en ambos casos a la acción poderosa del Espíritu de Dios, que se revela en la raíz de la historia humana, por el nacimiento y pascua de Jesús. A fin de confesar la presencia humana de Dios (su encarnación biográfica: cf. Jn 1, 14), los cristianos han debido crear un lenguaje simbólico, que, mirado en un plano puramente físico, puede parecer escandaloso, pero que, entendido en su verdad mesiánica, expresa y revela el más hondo misterio de Dios hecho hombre[18].
Entendido así, el “dogma” o sentido luminoso del nacimiento de Jesús por el Espíritu forma parte del “símbolo” de fe de la Iglesia: “(Jesús) no nació primeramente como un hombre cualquiera, de la Santa Virgen, y luego descendió sobre Él el Verbo; sino que, unido desde el seno materno, se dice que se sometió al nacimiento carnal, como quien hace suyo el nacimiento de la propia carne… (Concilio de Éfeso, año 431; Denzinger-Hünermann 250-251). Este símbolo ratifica la concepción carnal del Verbo de Dios (cf. Jn 1, 14), e interpresa la maternidad de María y el nacimiento de Jesús de un modo radical, como revelación suprema, obra (presencia) de un Dios que, siendo infinito, más allá de toda “carne”, se hace en la carne de la historia[19].
‒ Ésta es el dogma esencial de la Iglesia, formulado en una perspectiva helenista, en un camino que va de Nicea (325: homoousios, Jesús tiene la misma esencia de Dios-Padre), a Calcedonia (454: Jesús es Dios y hombre verdadero), asumiendo la proclamación del Concilio de Constantinopla (año 381), donde se ratifica el carácter estrictamente divino del Espíritu Santo, y del Concilio de Éfeso (431: Theotokos), en el que se dice que María ha concebido y dado a luz a Jesús, el Hijo de Dios, conforme a la tradición de Mt 1 y Lc 1, en la línea del credo: “Creo en Jesucristo, Hijo de Dios, nuestro Señor, que fue concebido por obra del Espíritu Santo y nació de la Virgen María”[20].
‒ Un dogma paradójico: Dios en la carne de María. Ha recibido quizá una formulación helenista, pero en su raíz no es helenista, sino radicalmente cristiano pues afirma que Dios puede introducirse y se ha introducido por su Espíritu en la historia de los hombres, encarnándose en ella e identificándose así con Jesús, un hombre concreto, con su propia carne y sangre, es decir, con su humanidad histórica, doliente y gozosa, en camino de nacimiento y muerte. Esta es la paradoja que rompe los esquemas del racionalismo griego y de la pura trascendencia judía, que entienden a Dios como alguien separado de la historia (de la carne y de la sangre, de la muerte), al afirmar que María, siendo una mujer concreta de la historia, ha dado a luz al mismo Hijo de Dios, Jesús, que es un hombre concreto de la historia. Ésta es la afirmación dogmática esencial, el centro del cristianismo, que se sitúa en la línea de la formulación paradójica de Pablo en 1 Cor 1, 18-25, cuando sitúa la Cruz de Cristo frente a la Sabiduría griega y la Ley judía, no para negarlas, sino para transcenderlas. Entendido así, el nacimiento virginal y carnal de Jesús, hijo de María, pertenece al misterio de la “cruz” cruz pascual, de manera que no puede banalizarse, ni diluirse en consideraciones de tipo filosófico-legal, pues si se banaliza y pierde se pierde toda la novedad cristiana.
‒ Madre de Dios, el nacimiento humano. Tomada en sí misma, esta confesión (María es theotokos, Madre de Dios, siendo madre de Jesús) nos sitúa en el mismo centro de la humanidad cristiana, por encima de sacralidades cósmicas y espiritualismos gnósticos. Dios no es una idea espiritual, una santidad extramundana, un tipo de eternidad separada de la historia, sino el poder de realidad que se encarna por María, una mujer concreta, en la carne de la historia, haciéndose “carne”, vida humana, en Jesús. Según eso, Dios se expresa plenamente allí donde una mujer concibe y alumbra a su “hijo” (que es Hijo de Dios) como sabe Mt 1, 23 (citando a Is 7, 14)[21].
Este dogma no impone por la fuerza una determinada teología, ni quiere excluir la variedad y riqueza de la experiencia humana, sino que sitúa el nacimiento de Jesús en el contexto más hondo, concreto y novedoso de la vida, allí donde el mismo Dios se identifica con el despliegue humano de Jesús. Este dogma no resuelve problemas históricos concretos (sobre la familia de Jesús y su inserción en la Iglesia), sino que afirma y resalta algo que pertenece a la raíz del cristianismo: el Verbo (=revelación, presencia) de Dios se ha hecho carne en Jesús, de forma que María, su madre, es madre carnal del Dios hecho carne, en su función concreta (histórica y personal) de engendrar y acompañar (educar) al Cristo Jesús, en diálogo con José, su esposo. María no es, por tanto, una expresión de la “idea materna” de Dios, ni un mero signo de santidad supra-histórica, sino madre histórica de Dios, en su realidad concreta, con sus relaciones personales y sociales, en el centro de una historia fuerte y conflictiva[22].
María no es madre de un ser divino en general o de una de las divinidades sagradas (semi-cósmicas, semi-humanas) del entorno religioso de Israel, sino madre de Jesús, un hombre particular en quien se expresa la esencia o naturaleza eterna del Dios trascendente de Israel. Desde ese fondo podemos y debemos entender los elementos fundamentales de su maternidad, tomados de un modo personal, pues ellos configuran su historia más honda y su figura, como madre de Jesús, hombre concreto, Hijo de Dios[23].
Notas
[1] Cf. Dios como Espíritu y persona, Sec. Trinitario, Salamanca 1989, 353-436 y Amiga de Dios. Mensaje mariano del NT, Paulinas, Madrid 1996, 117-143. Visión monográfica en S. Muñoz Iglesias, Los evangelios de la infancia IV, BAC 509, Madrid 1990. Cf. S. Benko, Los evangélicos, los católicos y la Virgen María, C. Bautista, Barcelona 1981, 118-140; S. Blanco y otros, María del Evangelio I: Mateo: EphMar 53 (1993) 9-80; R. E. Brown, El nacimiento del Mesías, Cristiandad, Madrid 1982; P. Grelot (ed.), Joseph et Jésus, Beauchesne, Paris 1975 (=DS 8, 1974, 1289-1323); A. Serra, Biblia, NDM, 307-313. Entre comentarios, cf. Lagrange, Matthieu, 9-18; Schlatter, Matthäus; Luz, Mateo I, 135-153.
[2] El buen judaísmo de José es signo y lugar de Dios según ley, dentro de unos esquemas de nación y familia sagrada, en obediencia a la estructura de legalidad del propio grupo. Pues bien, el Dios de María supera ese esquema de esa legalidad y se revela, de un modo inmediato, en el surgimiento mesiánico de Jesús, por medio del Espíritu Santo.
[3] El Dios de María trasciende el esquema de esa legalidad/justicia, expresándose por medio del Espíritu Santo, a través de María. Esta acción de Dios nos sitúa de un modo directo ante el misterio de su vida, por encima de la justicia de José (varón israelita), que debe superar la ley de los varones, para aceptar la presencia creadora de Dios en María.
[4] Este pasaje (Mt 1, 18-25) no formula una teoría religiosa, ni proclama unas verdades generales, sino que nos invita a recibir la vida de Dios que se revela de un modo distinto, desbordando los cauces que la ley quiere ponerle. Por eso, José (varón justo israelita) debe “convertirse”, superando la ley de un judaísmo sagrado, para aceptar la más alta acción y presencia creadora de Dios en María. José aparece así como intachable según la justicia de la ley, como dice Pablo de si mismo en Flp 3, 6; pero igual que Pablo tuvo que superar esa justicia según ley (th.n evn no,mw|), así tuvo que hacerlo José, renunciando a su derecho patriarcal, para ser justo según el Espíritu de Dios
[5] No son hijos de Dios los que nacen de la carne, sino los hijos de la promesa (Rom 9, 8). Eso significa que el verdadero esperma o descendencia de Dios se expresa y expande en línea de promesa, en un plano de fe (como la de Abraham), superando, como José, el nivel de una ley nacional según la carne,
[6] En el origen de la vida hay un silencio superior, propio de Dios, que no es ausencia de voz sino lugar donde toda voz se funda y recibe su sentido. Este es el nivel del símbolo originario, que ha de entenderse no como irracionalidad, sino como proto-racionalidad: origen y fuente de todas las palabras. El hombre no es dueño y creador de su vida, ni logra encerrarla en unas leyes patriarcales, pues la fuente de la vida es el Espíritu de Dios, que se expresa y actúa de un modo ejemplar por María. Este símbolo, expresado por medio de María, madre de Jesús, sitúa su nacimiento en el trasfondo de la experiencia y deseo universal del nacimiento divino, que aparece en muchas religiones, como ha puesto de relieve U. Luz, Mateo, ad locum. La concepción virginalde Jesús no es mito no el sentido de mentira, leyenda o relato edificante, sino expresión poderosa de la Vida de Dios que se introduce en la vida humana. Para situar el tema, desde diversas perspectivas, cf. S. Benko, The Virgin Goddes, SHR 49, Brill, Leiden 1993; T. H. Boslooper, The Virgin Birth, SCM, London 1962; S. de Fiores, María en la teología contemporánea, Sígueme, Salamanca 1991; J. C. R. García Paredes, Mariología, SapFide, BAC, Madrid 1995; I. de la Potterie, María en el misterio de la alianza, BAC 533, Madrid 1993; R. Panikkar, Dimensione Mariane della Vita, Locusta, Vicenza 1970.
[7] La tradición eclesial dirá que Jesús ha surgido de Dios (en la eternidad), naciendo de María, en la historia. La fe que el ángel (1, 20-22) pide a José se parece a la fe que los mensajeros de pascua pedirán a los cristianos (Mt 28, 16-20). Cf. P. Grelot (y otros), Joseph et Jésus, Beauchesne, Paris 1975 (=DS 8, 1974, 1289-1323).
[8] La ley judía ha regulado de forma minuciosa (alguien diría obsesiva) la identidad patriarcal de los varones, que quieren asegurar su poder (propiedad) sobre los hijos, imponiendo unas normas minuciosas sobre la sexualidad (sangre menstrual, pureza….) de las mujeres. En otro plano, cf. R. P. Booth, Jesus and the Laws of Purity. Tradition History and Legal History in Mark 7, JSOT, Sheffield 1986.
[9] El Espíritu no sustituye a María/madre, sino que actúa por ella; pero tampoco niega o destruye la función de José, sino que le sitúa en el lugar de la palabra creyente, para aceptar a Jesús como hijo, superando así un tipo de ley de carne. José es por tanto el primer creyente explícito según el evangelio de Mateo, Conforme a la visión de Pablo, Jesús tendría que haber surgido como sperma o descendiente de Abraham (cf. Gal 3, 15-20), nacido de David según la carne (ek spermatos David kata sarka), para ser constituido Hijo de Dios en poder (tou horisthentos huiou Theou en dynamei), según el Espíritu de Santidad, por la resurrección de entre los muertos (Rom 1, 3-4). Pues bien, llevando hasta su fin esa visión, Mateo ha proyectado la novedad pascual del más alto nacimiento de Jesús por el Espíritu en su mismo nacimiento humano. Por eso, al aceptar la obra del Espíritu de Dios y acoger a María como madre mesiánica, José supera el nivel de un israelita según la carne, para aceptar como mesías de Dios (e hijo propio) al hijo de María. En esa línea podemos hablar de una conversión cristiana de José.
[10] Cf. R. E. Brown (ed.), María en el NT, Sígueme, Salamanca 1982; J. McHugh, La Madre de Jesús en el NT, DDB, Bilbao 1978; D. Muñoz León, El principio trinitario inmanente y la interpretación del NT, EstBib 40 (1982) 19-48; 277-311; X. Pikaza, La Madre de Jesús, Sígueme, Salamanca 1990. Sobre el Espíritu Santo en la concepción de Jesús, cf. M.A. Chevalier, Aliento de Dios, I. Sec. Trinitario, Salamanca 1982; M. D. G. Dunn, El Espíritu Santo y Jesús, Sec. Trinitario, Salamanca 1981.
[11] He presentado el tema en El camino del Padre, Verbo Divino, Estella 1998. Cf. A. M. Dubarle, La signification du nom du Yahveh, RSPh 35 (1951) 3-21; R. de Vaux,Historia antigua de Israel I, Cristiandad, Madrid 1974, 315-348; T. N. D. Mettinger, Buscando a Dios. Significado y mensaje de los nombres divinos en la Biblia, Almendro, Córdoba 1994, 31-64; W. Eichrodt, Teología del AT I, Cristiandad, Madrid 1975, 163-208.
[12]No es un ángel cualquiera en la serie de aquellos que rodean a Dios y le alaban (que asisten a Jesús, 4, 11; 13, 39; 25, 31, o protegen a los niños, 18, 10), sino el Ángel del Señor, Dios hecho mensajero de sí mismo y caminante, para acompañar a los hombres en la historia y liberarles (cf. Gen 22, 11; Ex 23, 23; 32, 34). Éste es Dios que habla a José, anunciándole aquello que ha realizado en María, lo mismo que anunciará a las mujeres lo realizado en la pascua (Mt 28, 2). En esta línea evocará Ignacio de Antioquía los tres “misterios sonoros de Dios” (Ad Ef 19, 1).
[13] Me he referido ya a la visión del Evangelio de Mateo como pacto, según Frankemölle, Yahwebund. En esa línea he formulado mi cristología: Este es el Hombre, Sec. Trinitario, Salamanca 1988.
[14] Al culminar su camino de obediencia, José, el justo según la Ley, no viene ya a ponerse ante una ley nueva y más alta, sino ante la misma vida divina que se expresa y nace por obra del Espíritu, a través de la mujer María. Para situar el tema, cf. L. Armendáriz, El Padre materno:EstEcl 58 (1983) 249-275; S. del Cura, Dios Padre/madre, en Dios es Padre, Sec. Trinitario, Salamanca 1991, 277-315; R. Hamerton-Kelly, Theology and Patriarchy in the Teaching of Jesus, Fortress, Philadelphia 1979. He planteado el tema en La Madre de Jesús, Sígueme, Salamanca 1989, 287-406.
[15] Conforme al relato de Gen 2, 4b-3, 19, era Adán el que debía reconocer a su muer, llamándola Eva, La Viviente: cf A. Bonora, La creazione: il respiro della vita e la madre dei viventi in Gn 2-3, PSV 5 (1982); J. Bergman, Hayah, ThDOT III, 369- 371. Pues bien, en nuestro caso, es José el que debe descubrir y reconocer la identidad y función de María.
[16]En la comunidad de seguidores de Jesús no hay lugar para Rabinos o Padres en el sentido antiguo (23, 8-9), pues la experiencia y camino de María/Madre y José/creyente han culminado en la comunión universal de hermanos.
[17] Mateo no explicita el tema, sino que se limita a proclamar la novedad cristiana, rompiendo la línea judía de las generaciones: la genealogía anterior (1, 2-16), necesaria y valiosa según ley (en un nivel judeo-cristiano), queda superada y se vuelve inútil, pues Jesús no nace según ella, sino de un modo legalmente irregular, por obra del Espíritu Santo. Esto nos sitúa ante una gran trasgresión, que algunos han podido formular diciendo que Jesús era hijo ilegítimo de una mujer no casada. Cf. R E. Brown, Nacimiento del Mesías, 558 ss. J. Schaberg, The Illegitimacy of Jesus: A Feminist Theological Interpretation of New Testament Infancy Narratives, Harper, New York 1987 ha estudiado los relatos de la infancia (Lc 1-2, Mt 1-2) desde la afirmación de Mc 6, 3, que presenta a Jesús como “el hijo de María”, llegando a la conclusión de que, desde la perspectiva de la genealogía de Mt 1, 2-17 y de la revelación del ángel a José (1, 18-25), puede suponerse que Jesús ha debido tener una “concepción irregular”.
Esa concepción irregular no implicaría un “reproche” contra María (y contra Jesús), sino todo lo contrario: Dios se ha introducido de manera sorprendente en la historia humana a través de la acción especial del Espíritu en María, una acción que históricamente no podemos explicar. Eso significaría que este relato de la “anunciación a José”, con la concepción por el Espíritu, habría surgido de manera reactiva, en contra de los que han acusado a Jesús diciendo que ha sido “hijo de prostituta” lo mismo que 28, 11-16 habría nacido como reacción en contra de los que han acusado a los cristianos de haber “robar” el cadáver de Jesús (cf. también Jn 8, 41). Expuse el tema hace tiempo en Los Orígenes de Jesús, Sígueme, Salamanca 1976, llegando a la conclusión de que el tema del “nacimiento irregular” de Jesús no puede entenderse en sentido histórico-biológico, sino desde la perspectiva confesional de la concepción por el Espíritu, en una línea de superación del “mesianismo” según la carne (cf. Rom 1, 1-4) de algunos círculos judíos.
María pertenece al misterio de la fe y así aparece vinculada al Espíritu Santo, como madre mesiánica, superando el nivel de la generación según la carne. José, en cambio, es un signo de todo Israel, de manera que se le atribuye el título de Hijo de David, como representante y culmen de la genealogía “carnal”. De esa forma queda superada (lo mismo que en Rom 1, 3-4), la visión de un mesías que nace de la Carne (de la simple genealogía de David). Pero Rom 1, 3-4 podía suponer que Jesús nació primero en un nivel de carne (como Hijo de David, es decir, de José), para renacer luego a la vida más alta por el Espíritu, en la resurrección. Mt 1, 18-25 ha vinculado, en cambio, los dos planos, de forma que Jesús surge ya por obra del Espíritu desde el mismo principio de su concepción y nacimiento, siendo acogido en fe por José, representante de la genealogía carnal israelita. El objeto central de Mt 1 no ha sido, por tanto, narrar o probar la concepción virginal de Jesús, pues ella queda presupuesta, en el nivel de acción del Espíritu Santo. A Mateo no le importa la virginidad de la madre de Jesús en plano físico o moralista, sino el misterio superior de la gracia universal de Dios, que desborda el plano de la ley israelita. Ser madre por el Espíritu, eso es la virginidad según Mateo. En el centro de su relato está la exigencia de conversión de Israel, que debe superar su nivel de Ley-Carne (genealogía de David), para asumir la obra de Dios, por el Espíritu, tal como ha venido a realizarse por María. En ese sentido, ella pertenece al misterio cristológico. Por eso el texto sigue diciendo que ‘José no la conoció hasta que dio a luz a su hijo Jesús” (1, 25).
[18] He planteado el tema en Orígenes de Jesús, Salamanca 1976, y en, Trinidad, Sígueme, Salamanca el 2015. Para una vision bíblica, cf. R. E. Brown, The Virginal Conception and Bodily Resurrection of Jesus, Paulist, New York 1973. Para una visión cristológica, a modo de ejemplo, cf. M. Hengel, El Hijo de Dios. El origen de la cristología y la historia la religión judeo-helenista, BEB 21, Sígueme, Salamanca 1977; R. Bauckham, Monoteismo y cristología en el NT, Clie, Terrasa 2003; J. Moingt, El hombre que venía de Dios, I-II, Desclée de Brouwer, Bilbao 1995; M. Henry, Encarnación. Una filosofía de la carne, Sígueme, Salamanca 2000.
[19] Aquí no hay idealismo ni separación dualista de carne y alma (o espíritu), sino identificación radical de ambos planos. Sólo la carne-animada es el lugar de la vida donde el mismo Dios se expresa. Mirada así, de un modo virginal (por su capacidad de dialogar con Dios) y materno (por su capacidad también personal de engendrar en la historia), María nos sitúa en el mismo corazón de la carne, o, mejor dicho, de la encarnación de Dios. Por eso, la palabra de Éfeso ha sido y sigue siendo esencial para la Iglesia, en línea mariológica, es decir, antropológica y teológica.
[20] Este dogma rompe la lógica helenista, pues confiesa que Jesús es Dios trascendente, siendo un hombre concreto de la historia. El helenismo separaba a Dios de la carne y de la historia. En contra de eso, el concilio de Éfeso afirma que María ha concebido por “obra del Espíritu Santo”, es decir, del mismo Dios, que no se opone al hombre ni se sitúa en su lugar (el Espíritu Santo no es un competidor ni un sustituto de José, el esposo de María).
[21] Entendida así, la afirmación de María theotokos no puede formularse de un modo excluyente, como si fuera ello concerniera sólo al la madre de Jesús, sin más ampliación humana, sin ninguna referencia complementaria, sin Abrahán ni David, sin José, su esposo, sino todo lo contrario: María es madre como signo y compendio de la humanidad entera, del conjunto de la historia. En esa línea, la palabra parthenos(parthenos: virgen), que utiliza Mt 1, 23, con Lc 1, 27 y el concilio de Éfeso (con toda la tradición cristiana), no puede entenderse en sentido “exclusivista” (como si implicara una simple negación biológica de lo masculino), sino en sentido superior, inclusivista, como supone la tradición del Nuevo Testamento, donde María aparece como signo y condensación de la historia humana, lugar y persona en la que actúa de un modo especial el Espíritu de Dios, es decir, Dios como Espíritu. La experiencia de la virginidad/Maternidad se aplica de un modo especial a María, pero no de manera excluyente, pues ella es theotokos desde su relación con José y con la historia humana, abierta de un modo personal al nacimiento de Dios. Leído así, este dogma no cierra unos caminos, ni impone por la fuerza unos motivos teológicos particulares, ni quiere sustituir la variedad y riqueza de experiencias del Nuevo Testamento, sino que las sitúa en el contexto más hondo y novedoso del nacimiento de Dios en forma humana (Flp 2, 6-11). La virginidad de María no se entiende en sentido gnóstico, como negación de la carne (pues ello iría en contra de Jn 1, 14), sino a modo de elevación radical y apertura plena a Dios, en un gesto de libertad (desde la misma “carne” de la historia y de la vida humana), en una línea que puede interpretarse a partir del argumento dramático de Pablo en 1 Cor 7 (al servicio de la libertad personal de los creyentes) y de la profecía de Is 7, 14 donde la virgen madre es la expresión de la humanidad abierta a la intervención y presencia salvadora de Dios. Cf. Brown, Nacimiento;I. de la Potterie y otros., Mariología fundamental. María en el misterio de Dios, Secretariado Trinitario, Salamanca. 1996; S. de Fiores, María en la teología contemporánea, Sígueme, Salamanca 1990.
[22] El pensamiento helenista se hallaba marcado por un tipo de universalidad sapiencial, que se expresa en el valor sagrado de unas ideas de tipo religioso y en el poder de unas instituciones (imperios, iglesias) que intentan ser portadoras de esa universalidad. Pero el dogma fundante del evangelio es el nacimiento carnal de Dios por María. La definición de la Iglesia (Concilio de Éfeso) ha servido para ratificar ese carácter carnal e histórico de Dios, que se expresa a través de la madre de Jesús, como he puesto de relieve en María y el Espíritu Santo, Sec. Trinitario, Salamanca 1981; La Madre de Jesús, Sígueme, Salamanca 1991; ¿Unión hipostática de María con el Espíritu Santo?,Marianum 44 (1982) 25-58.
[23] El Nuevo Testamento conserva las huellas de José, al que tanto Lc 2, 48; 4, 22, como Jn 1, 45; 6, 42 presentan como padre de Jesús, y al que Mateo interpreta como verdadero creyente que supera la fe patriarcal (carnal) del viejo Israel, para asumir el principio de la fe cristiana. Pero en su conjunto (sobre todo a través de Lc 1-2 y de Jn 2, 1-11; 19, 25-27) la Iglesia ha destacado especialmente la función materna de María, que ha podido ejercer y ha ejercido de un modo simbólico la función más importante en relación a Jesús. De esa forma, ella (unida a José) ha sido impulsora y compañera de su hijo, como ha supuesto Jn 2, 1-11.
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