A propósito de Lc 20,27-40
José Rafael Ruz Villamil
Yucatán (México).
ECLESALIA, 29/11/19.- En la Tierra de Israel del primer tercio del siglo I, es, sin duda, el grupo de los saduceos el más permeable al dominio romano. Involucrados históricamente en la cosa política, los saduceos están asociados desde antaño con el sacerdocio que controla Templo de Jerusalén como sacerdotes jefes incluyendo, desde luego, al sumo sacerdote: “Cuentan sobre todo con los ricos; no tienen al pueblo de su parte […] esta doctrina es profesada por pocos, pero éstos son hombres de posición elevada”. Con estas pocas palabras Flavio Josefo deja un boceto de los saduceos.
Aristócratas pues, los saduceos vienen a ser quienes, de algún modo, gobiernan Israel, ya desde el sacerdocio, ya desde la nobleza laica, pretendiendo imponer una lectura y una práctica de la Ley centrada en cuestiones de pureza e impureza legal, totalmente ajenas a lo que la misma Ley en sí pudiese aportar para el verdadero bienestar del hombre: al limitar su referencia religiosa a la literalidad de la Torá, los Profetas y los Escritos —sin admitir interpretaciones o adecuaciones de éstos textos— y al no aceptar el concepto de vida después de la muerte, tienen una idea de Dios estática, rígida que les permite un pragmatismo sumamente útil ante la ocupación romana, en tanto que ésta respete los privilegios que detentan.
Es, precisamente, un grupo de saduceos el que desafía a Jesús de Nazaret al proponerle un caso que, en sí, no es más que una mofa de la fe en la resurrección de los muertos. El asunto parte de la Ley del levirato, —del término latino levir: cuñado— que ordena: “Si unos hermanos viven juntos y uno de ellos muere sin tener hijos, la mujer del difunto no se casará fuera con un hombre de familia extraña. Su cuñado se llegará a ella y la tomará por esposa y cumplirá con ella como cuñado, y el primogénito que ella dé a luz perpetuará el nombre de su hermano difunto; así su nombre no se borrará de Israel”.
Sobra señalar que tal ordenamiento legal resulta orientado a proteger los derechos de propiedad del primogénito y, por consiguiente, a conservar la integridad del patrimonio familiar que, en un medio agrícola, ha de ser una unidad de producción misma que fragmentada produce menos. Añádase que la pregunta final de la cuestión planteada al Maestro —«Ésta, pues, ¿de cuál de ellos será mujer en la resurrección? Porque fue mujer de los siete»— puede entenderse como “¿de quién será propiedad la mujer?” en tanto que, según la observancia literal de la Ley, la esposa no es más que una de las propiedades del marido, y ya se tiene una aproximación al pensamiento saduceo que bien podría caracterizarse como materialismo religioso.
Y es que la respuesta de Jesús así lo deja ver: aún siendo, para entonces, la resurrección un concepto relativamente nuevo y, por consiguiente, en pleno desarrollo, se echa de ver que lo que está en juego es la trascendencia del hombre más allá de la muerte; trascendencia que, por su propia índole, no puede ser entendida como una continuidad de las estructuras socioeconómicas, así se basen éstas en la mismísima Ley. Y es que, en efecto, hay en el pensamiento judío un desarrollo harto interesante del concepto de vida después de la muerte: de la idea del sheol —un como inframundo en el que el se humano conserva sus características propias, aunque como una sombra de sí mismo— a la idea de la resurrección de la persona en su corporeidad total, hay, sin duda, un salto teológico cualitativo del que se encuentran rasgos en los libros de los Macabeos: «Tú, criminal, nos privas de la vida presente, pero el Rey del mundo, a nosotros que morimos por sus leyes, nos resucitará a una vida eterna.»; «Es preferible morir a manos de hombres con la esperanza que Dios otorga de ser resucitados de nuevo por él; para ti, en cambio, no habrá resurrección a la vida».
Y es que el pensamiento judío concibe al hombre como una unidad total e indivisible, de donde la vida después de la muerte sólo puede ser pensada como la resurrección de la persona en su completitud, sí, pero en una otra dimensión que Jesús describe apoyándose en el concepto —nuevo, también, para entonces— de los ángeles: «…ni pueden ya morir, porque son como ángeles, y son hijos de Dios por ser hijos de la resurrección».
“Entendida en clave judía o cristiana, la fe en la resurrección no es una añadidura a la creencia en Dios, sino una radicalización de la fe en él” (así H. Küng, El judaísmo, Madrid 1993). Una radicalización en beneficio de la comprensión del hombre como un ser trascendente por encima de la mera materialidad: cuestión, por cierto, de muchísima importancia en cuanto que es un rasgo —entre otros muchos— en el que se asienta su dignidad como persona. Porque si el ser humano es entendido como la resultante de una serie de procesos biológicos, químicos, eléctricos y más, que acaban con el cese de su funcionamiento, ¿qué importaría que venga a ser objeto de explotación? ¿Con qué motivos se podrían cuestionar los privilegios sustentados en la apología de la supuesta selección natural? ¿Qué sentido, qué valor tendría la repulsa del Evangelio a la desigualdad?
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