LA SALVACIÓN CRISTIANA, ¿SALVARSE O SER SALVADO?
«Vosotros no lo visteis pero le amáis; creyendo en Él sin verlo, sentís un gozo indecible porque os da el resultado de vuestra fe: la salvación» (1Pe 1,8). «A Mí me lo hicisteis» (Mt 25).
La ilusión de autonomía absoluta del individuo.
Hablar del Evangelio de la Salvación (Hch 4,12; 1Tim 2,5) de modo creíble y convincente se ha vuelto hoy extraordinariamente difícil. Al no poder desarrollar aquí toda esta problemática, nos limitaremos a esbozar con trazos de brocha gorda algunos rasgos de esas dificultades.
Algunas causas de esta dificultad son endógenas: en los dos mil años de historia de la Iglesia se han producido desviaciones y deformaciones del Evangelio de la Salvación. Algunas nacen de la oscuridad que el vocabulario catequético, litúrgico y teológico tradicional supone para nuestros contemporáneos. Conceptos como «divinización», «redención», «justificación», «sacrificio», «expiación», «satisfacción» son categorías opacas para la inmensa mayoría de quienes las escuchan y utilizan, pues no les remiten a ninguna experiencia humana real. Sin embargo, cuando nacieron sí remitían a experiencias humanas bien reales (liberación de la esclavitud, de las deudas…).
Algunas de estas categorías teológicas han sido incluso rechazadas como pervertidas o portadoras de ideas peligrosas sobre Dios. La teoría satisfaccionista ha concitado muchas de esas críticas. J. Ratzinger rechazó esta teología por su implícita noción de un Dios «cuya justicia inexorable habría reclamado un sacrificio humano, el sacrificio de su propio Hijo». «Esta imagen –añade– es tan extendida como falsa… Con ella se distorsiona la justicia divina, cuya sombría cólera elimina toda la credibilidad al mensaje de amor».
El individuo, radicalmente autónomo, pretende salvarse a sí mismo, sin reconocer que depende de Dios y de los demás.
Pero las causas más importantes de esta problemática son exógenas y tienen que ver con cambios culturales. La propuesta cristiana de Salvación en Jesucristo ha recibido tres impactos sucesivos que ahora veremos. Cada uno de estos no sustituía al anterior, sino que lo desplazaba, acumulando así dificultades para la fe en el Evangelio de la Salvación. Enunciémoslos:
a) En primer lugar, la experiencia del mundo generada por los procesos modernos de emancipación. La teología debía dar cuenta y razón de la relación existente entre salvación entendida cristianamente y emancipación interpretada según la época moderna. La tensión entre autonomía emancipadora y heteronomía salvadora aún no está totalmente resuelta. Por eso, «en nuestros días, prolifera una especie de neo-pelagianismo*, por el cual el individuo, radicalmente autónomo, pretende salvarse a sí mismo, sin reconocer que depende, en lo más profundo de su ser, de Dios y de los demás. La salvación es entonces confiada a las fuerzas del individuo, o las estructuras puramente humanas, incapaces de acoger la novedad del Espíritu de Dios».
b) Recién iniciado el intento de responder al desafío de la emancipación, impactó en el discurso cristiano otro reto, aún mayor, planteado por las víctimas de esa historia moderna de emancipación y su sufrimiento injusto. ¿Cómo hablar de Dios y su salvación después de Auschwitz? (J. B. Metz) ¿Cómo hablar de Dios y su salvación desde el sufrimiento injusto? (G. Gutiérrez) ¿O cómo hablar de Dios en el campo de concentración global en el que se ha convertido nuestro mundo? Este es el gran desafío que ineludiblemente debe afrontar hoy cualquier discurso sobre la salvación que quiera ser cristiano.
c) La posmodernidad, por su parte, trajo consigo la negación de todo discurso capaz de dotar de sentido a la historia: lo único posible era tratar de buscarle el sentido a la historia en esa pérdida de sentido. Esta nueva deriva colocó en una situación de precariedad cultural la oferta de un «gran relato» de salvación, como el cristiano, que pretende dotar de un sentido absoluto a la historia.
En conclusión, en los últimos sesenta años, a menudo hemos tenido la impresión de que, cuando empezábamos a perfilar las respuestas a las nuevas preguntas sobre la salvación cristiana, estas cambiaban y vuelta a empezar. Esta situación da plena actualidad a la pregunta que hace casi cincuenta años se formulaba E. Schillebeeckx: «¿Qué debemos hacer aquí y ahora, a la vista de los nuevos modelos de experiencia y pensamiento para conservar una fe viva –en la salvación ofrecida por Jesucristo– que también hoy, gracias a su verdad, sea significativa para el hombre, para la comunidad humana, para la sociedad?».
Otra media verdad: la mentira del ego
Se dice que no nos salva ningún credo, sino el reconocimiento de nuestra propia verdad, siendo esa gran verdad nuestra la mentira de nuestro ego. Creemos que hay aquí otra «media gran verdad»: el reconocimiento de esa inflación del yo es indispensable para nuestra salvación, pero no basta por sí solo, sino que más bien lleva a gritar como Pablo «¿quién me librará de esa mentira mortal?» (cf. Rom 7,24) Más aún: la experiencia creyente de haber sido salvados es la que más nos ayuda a reconocer la mentira de nuestro ego y todas las sutilezas con que esa mentira vuelve a posesionarse de nosotros.
En definitiva, esa mentira que nos constituye es la que impide toda comunión auténtica; y esa mentira sigue actuante si se elimina la comunión en nuestra idea de salvación. El «Dios todo en todos» final (1Cor 15) es lo que posibilita esa comunión que es el verdadero nombre de la salvación. La constitución del Vaticano II sobre la Iglesia define la salvación humana como comunión, con Dios y entre nosotros (LG 1). Ahora bien, en la comunión, la subjetividad no desaparece, sino que se trasforma. El sujeto sigue siendo sujeto, pero ha entregado esa subjetividad propia en el amor; una subjetividad que ahora recibe del amor del otro. Dios es uno y trino porque solo es sujeto en la entrega de su subjetividad.
Precisamente por eso, el anuncio de Dios por Jesús va inseparablemente unido a la noción de «reinado de Dios» que es una expresión de comunión. Jesús no predica perderse en la vaguedad de «lo que es». En realidad, desde la óptica cristiana, «lo que es» no es meramente el «Ser Subsistente», sino el «Amor Subsistente».
Como era de esperar, se percibe aquí que la concepción de la salvación va muy unida a la noción de Dios.
¿Negación u olvido del ego?
Esta corrección que hemos hecho permite no cerrar los ojos ante el inmenso dolor y la inmensa injusticia de este mundo, ni pasar de largo ante ellos como el sacerdote y el levita de la parábola. Y no solo no cerrar los ojos ante ellos, sino convertirlos en decisivos para la propia vida espiritual, pues ellos son los que más nos ayudarán a percibir y nos darán fuerza para combatir esa mentira de nuestro ego. Por el contrario, pretender que el ser humano es capaz de salir por sí mismo de su propia mentira es, otra vez, una forma sutil de afirmación del propio ego.
Y es que nuestro inconsciente es tan sutil que, sin ese amor y esa atención a los que G. Gutiérrez llamaba «el reverso de la historia», hasta la negación del propio ego puede convertirse en una forma sutil de narcisismo, como ya dijimos. Salvarse solo por reconocer la mentira del propio ego degenera en una forma de gnosis*.
El valor divino de lo humano
Estamos totalmente de acuerdo en que salvación es despertar a nuestra integridad verdadera y vivir lo que somos integrando todas las dimensiones de nuestro ser. El problema reside en cuál es esa integridad y cuáles son las dimensiones de nuestro ser.
Ahora bien, cuando la futura «vida eterna» desaparece del horizonte de nuestras vivencias y expectativas, se hace inevitable una revaluación de la caducidad presente. Esa revaluación solo podrá hacerse sin peligros, ya sea a costa de una devaluación de nuestra subjetividad (en una espiritualidad difusa y resignada), o a fuerza de anticipar la dimensión de lo eterno en la caducidad actual: «Si habéis resucitado con Cristo, buscad ahora las dimensiones de la resurrección» (cfr. Col 1,3 y ss.).
Hasta la negación del propio ego puede convertirse en una forma sutil de narcisismo.
Esa «anticipación» es lo verdaderamente típico del paradigma cristiano, pero eso no significa que el cristianismo le haya sido siempre fiel ni que haya conseguido dicha anticipación en cada contexto histórico. Pablo, por ejemplo, en un momento en el que el cristianismo era tan minoritario y cuando era imposible que hubiera un repentino cambio estructural, no podía luchar contra la esclavitud, pero luchó contra la divinización de los emperadores, proclamando a Cristo como «único Señor». Además, mandó a Filemón considerar a su esclavo Onésimo como «hermano en la carne y en el Señor», sembrando así una nueva mentalidad que, a la larga, acabó con la esclavitud.
Cosa muy distinta es también que ese paradigma cristiano ha sido muchas veces mal formulado o mal entendido, pero, en esos casos, lo correcto es sustituir esa mala intelección por una intelección correcta (lo cual requiere estudio y paciencia), en vez de pretender rechazar el cristianismo cuando lo que en realidad se rechaza es una falsa imagen de él. Con todo, este es un problema que afecta no solo al cristianismo, sino a todo el lenguaje e inteligencia humanos.
Jesús, ¿salvador o maestro espiritual?
Los clásicos acrónimos cristianos designaban a Jesús, sobre todo, como Divino y Salvador. Así se constata en el IHS latino (Iesus hominum Salvator, ‘Jesús Salvador de los hombres’) y en el griego ichthys (‘pez’), cuyas letras son las iniciales griegas para «Jesús, Cristo, Hijo de Dios, Salvador».
En algunas de las nuevas espiritualidades, Jesús deja de ser propiamente «salvador» y se convierte en un maestro espiritual más (el más sabio, si se quiere) entre tantos como han existido. El hombre se salva por sí mismo, cayendo en la cuenta de la mentira de su ego.
Pero la investigación histórica confirma hoy que Jesús (aunque contiene muchos elementos sapienciales) fue sobre todo un Profeta y «más que profeta» por ser el Profeta Definitivo: «el Profeta Escatológico» lo llamó E. Schillebeeckx. Precisamente la gran conflictividad que desató es lo que más le diferencia de los otros grandes maestros espirituales.
Eliminada esa conflictividad y la llamada a «participar en la vida divina» (2Pe 1,4), tampoco parece necesario que Jesús sea el «Hijo Único» de Dios, pues, como mero maestro espiritual, basta con que haya sido el primero que cayó en la cuenta de que todos somos hijos. No «hijos en el Hijo» (según la fórmula clásica de la teología), sino hijos como el otro hijo. Según eso, todos somos plenamente Dios y hombre como Jesús, por lo que nuestro pecado es no atrevernos a reconocer eso que Jesús nos habría dicho.
Con todo, ahí late cierta manipulación de Jesús porque lo que Él nos dijo en realidad no es que nosotros seamos exactamente lo que Él, sino que podemos llamar a Dios como Él le llamaba (Abbá), y que quien le ve a Él ve al Padre. De hecho, el lenguaje de Jesús en los evangelios distingue constantemente entre «Mi Padre» y «vuestro Padre». Ciertamente, puede discutirse cuál de estas dos visiones de Jesús es la más verdadera (a fin de cuentas, la fe solo tiene confirmación definitiva en el más allá), pero nos parece que no cabe duda de que solo una de esas dos maneras de ver es la cristiana.
Fuente Cristianisme i Justicia s.j.
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