Embarque inmediato. Último aviso a los pasajeros
Me ha ocurrido en dos ocasiones, las dos en el aeropuerto de Roma: estar esperando la salida de mi vuelo en una puerta de embarque equivocada, por despiste mío o por un cambio no anunciado de última hora, y escuchar con sobresalto mi nombre por los altavoces conminándome a embarcar de inmediato. He recordado la anécdota al saber que un jesuita amigo y admirado, se está muriendo de cáncer y que fue quien me encargó, hace unos años, escribir algo sobre “acompañar la muerte” en la revista Manresa que él dirigía. Y ahora pienso que, lo mismo que en el aeropuerto hubiera agradecido tener cerca a alguien que me sacara de mi distracción, le deseo de todo corazón que a la hora de esa “salida” tan decisiva como es la final, pueda contar con buena compañía.
Escribí entonces que los altavoces existenciales nos van avisando con tiempo: “No eres más que una suma de días”, decía Rabi’a, una mística sufí del s. VIII, “cuando un día se va, con él se va una parte de ti. Y cuando una parte de ti se va, no tardará en irse todo”. Según Epicuro “En todas las demás cosas es posible procurarse una seguridad pero, a causa de la muerte, los humanos habitamos en una ciudad sin muros”. Y para Madeleine Delbrel “llevamos nuestra muerte empezada y pronto terminada como nuestro propio y definitivo alumbramiento. Pero se trata de nacer bien cada vez que morimos, de nacer un poco cuando morimos un poco, y de nacer mucho cuando morimos mucho. Se trata, en este trato con la muerte, de aprender a tratar con la vida”
A pesar de que solemos vivir ajenos a esos avisos, en algún determinado momento, tomamos conciencia de la proximidad de la muerte y nos invade un sentimiento de alarma que puede desembocar en ese miedo que, según Hebreos, conduce a la esclavitud (cfr. He 2,15). Nos sentimos entonces tan desvalidos como una “ciudad sin muros” y con dos caminos abiertos ante nosotros: refugiarnos en el Único que puede cobijarnos o buscar despavoridos falsas protecciones y defensas que, además de no preservarnos de la muerte, nos alejan de la Vida.
Cómo evitar esas trampas, cómo ayudar también a otros a desenredar esa madeja, cómo estar a su lado cuando los muros protectores se agrietan amenazando derrumbamiento y pequeñas muertes empiezan a asomarse por las ventanas. Otros lo hicieron antes que nosotros: José estaba a la cabecera de Jacob, su padre, cuando este moría (Gen 48,2); Moisés tuvo cerca de él a Josué (Dt 32,44) y cuando Noemí, ya vieja y sola, emprendía el camino hacia su tierra de origen, su nuera Rut acompañó su retorno. También Jesús en su camino hacia la muerte contó con el apoyo de Simón de Cirene para llegar hasta su final (Mc 15,21).
Quizá lo que nos toca a nosotros es algo modesto: tratar de estar al lado de otros para ayudarles a descifrar los mensajes que llegan desde los “altavoces” y acierten con su verdadera “puerta de embarque”, conscientes al mismo tiempo de que también nosotros estamos en la lista de pasajeros.
Recuerdo el impacto que me produjo en la adolescencia aquella escena de la película “Balarrasa”, de tanto éxito en el medio nacional-católico de entonces: después de un accidente de coche, una mujer agonizaba y decía a su compañero al hacer balance de su vida: “Mira mis manos, están vacías”. Eso desencadenaba la conversión y vocación misionera del protagonista que tomaba la decisión de llegar a la muerte con las manos llenas. Más allá de lo bienintencionado del mensaje, la realidad es que ese camino puede conducir fácilmente al narcisismo o a la autosuficiencia. A la muerte llegamos todos con las manos afortunadamente vacías y tenemos que asumir serenamente esa realidad dejando que sea Otro quien nos las llene. Y cultivar ya desde ahora esa convicción que expresa Erri de Luca: “No es el amante el que conoce el amor sino el amado, el que acepta quedar transfigurado por la visión de los ojos de otra persona”.
Doy testimonio de que el amigo por el que rezo en estos momentos ha ido ejercitando a lo largo de su vida la práctica de dejarse mirar así.
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