Jesús, maestro, ten compasión de nosotros
Los diez leprosos
Eran diez leprosos. Era
esa infinita legión
que sobrevive a la vera
de nuestra desatención.
Te esperan y nos espera
en ellos Tu compasión.
Hecha la cuenta sincera,
¿cuántos somos?, ¿cuántos son?
Leproso Tú y compañía,
carta de ciudadanía
nunca os acaban de dar.
¿Qué Francisco aún os besa?
¿Qué Clara os sienta a la mesa?
¿Qué Iglesia os hace de hogar?
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Pedro Casaldáliga
Vivamos de Esperanza
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Yendo Jesús camino de Jerusalén, pasaba entre Samaria y Galilea. Cuando iba a entrar en un pueblo, vinieron a su encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían:
– “Jesús, maestro, ten compasión de nosotros.”
Al verlos, les dijo:
– “Id a presentaros a los sacerdotes.”
Y, mientras iban de camino, quedaron limpios. Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias.
Éste era un samaritano.
Jesús tomó la palabra y dijo:
– “¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?”
Y le dijo:
– “Levántate, vete; tu fe te ha salvado.”
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Lucas 17, 11-19
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Existo como un pequeño fragmento en la realidad ilimitada del mundo. Sin embargo, soy más grande que el mundo, porque mi pensamiento puede alcanzar y rebasar todas las cosas; más aún, es capaz de buscar lo que no se encuentra en el universo, a saber: el significado del universo. Me han sido dados unos pocos años de vida: he nacido y moriré. Sin embargo, mi pensamiento es capaz de atravesar estos estrechos límites y se plantea el problema de lo que había antes y de lo que habrá después. Estoy condicionado por mil instintos interiores y estoy manipulado por mil cosas exteriores que me solicitan. Sin embargo, puedo decidir libremente entre una acción y otra, entre una persona y otra, entre un destino y otro. En mi único ser hay, por tanto, algo que me hace pequeño, efímero, esclavo, y hay algo que me nace grande, duradero, libre.
Existo como alguien que pide ser salvado. Tengo sed de verdad sobre mi origen, sobre mi naturaleza, sobre mi suerte última, pero sé que el riesgo del error me acecha. Tengo sed de una alegría sin fin, pero sé que cada día que pasa me acerca al sufrimiento y a la muerte, y esta perspectiva me entristece ya desde ahora. Tengo sed de vivir en justicia, pero sé que soy, poco o mucho, repetidamente injusto. La salvación que necesito es, por consiguiente, salvación del error, de la muerte, de la culpa.
Esta salvación me ha sido dada por la bondad de Dios, que envió al mundo a mi Salvador: Jesús de Nazaret, crucificado y resucitado, que hoy está vivo y es Señor. El Señor Jesús me salva alcanzándome allí donde me encuentro, con una gratuidad y una misericordia inesperadas. Ahora bien, no me salva como un objeto inerte; al contrario, me concede aceptar libremente la iniciativa del Padre, a través del acto de fe; me concede configurarme libremente en mi conducta a su ley de amor; me permite entregarme libremente a la alabanza, a la acción de gracias, a la imploración a través de la oración.
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G. Biffi, lo credo, Milán 1980, 55ss
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