“Carta a los obispos miembros de la Comisión Episcopal para la Doctrina de la Fe de la Conferencia Episcopal Española”, por Antonio Carrascosa Mendieta.
Me dirijo a esta Comisión Episcopal como miembro de la Iglesia Católica, sacerdote diocesano de Albacete y profesor del Instituto Teológico Diocesano de Albacete (extensión de la Sección a Distancia de la Universidad San Dámaso de Madrid) y desde mi experiencia en la práctica del zen en la Escuela Zendo Betania-Triple Tesoro, en la que soy discípulo de la maestra zen Ana-María Schlüter desde hace varios años.
Como podrán comprender, siendo cristiano y practicante zen me he sentido concernido por las Orientaciones Doctrinales sobre la oración cristiana «Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo» recientemente publicada por la Comisión Episcopal para la Doctrina de la fe. He leído el documento con atención y quisiera compartir con los miembros de la Comisión mis impresiones y opiniones con el único deseo de contribuir al sincero y fraternal diálogo que siempre debe presidir la relación entre el Pueblo de Dios y sus pastores. Me mueve a ello el mismo amor al Dios de Jesucristo y el mismo deseo de que la Iglesia pueda ser maestra de oración auténtica que ha movido a la Comisión Episcopal a la hora de presentar estas orientaciones. Y me mueve, todo hay que decirlo, la desazón y preocupación que la lectura del documento me ha dejado.
Pienso que como cristiano debo manifestar a mis pastores las razones de estas inquietudes y abrirme a una escucha mutua y fraterna.
La causa principal y primera de esta preocupación es la descripción del zen que ofrece el documento y de las llamadas técnica zen y meditación zen (principalmente en los números 11 y 12). En mi opinión, que como digo se basa siempre en una experiencia personal de práctica zen, la imagen que se ofrece del mismo en el texto es complemente errónea y para nada responde a la realidad de esta espiritualidad. Afirmar, por ejemplo que “la meta de la meditación zen es ese estado de quietud y de paz” que se alcanza aceptando los acontecimiento y las circunstancias como vienen, renunciando a cualquier compromiso por cambiar el mundo y la realidad” (n. 12) o que el zen “elimina la diferencia entre el propio yo y lo que está fuera, entre lo sagrado y lo profano, entre lo divino y lo creado” (n. 13) solo puede hacerse desde un completo desconocimiento de lo que verdaderamente es la tradición espiritual del budismo zen. Sinceramente, no creo que nadie que practique zen en ninguna escuela seria admita de ninguna manera que “la técnica zen consiste en observar los movimientos de la propia mente con el fin de pacificar a la persona y llevarla a unión con su propio ser” (n., 11). No sé a qué técnica se refiere en esta frase, pero puedo asegurarles que no es propia del zen.
Es indudable que existen prácticas meditativas con pretensiones espirituales o de higiene mental que han florecido por doquier y que podrían inscribirse en los parámetros descritos por el documento. Ciertamente, no pocas de estas pseudoespiritualidades (por llamarlas de alguna forma) han usado impropiamente el término zen para presentarse. Pero, insisto, la tradición auténtica del budismo zen no se ve reflejada en la descripción que hace el documento; antes bien, los citados párrafos lo que hacen es caricaturizarla. Y creo que esto es una falta de respeto hacia una tradición milenaria que han compartido y comparten millones de hombres y mujeres en el mundo entero, fundamentalmente en Asia, pero no solo.
En el mismo texto se reconoce que no se puede “entrar aquí en un análisis entre las distintas corrientes” (n. 11). Permítanme que con todo el respeto censure este presupuesto. Es cierto que la naturaleza de un texto así no puede dar cabida a un tratado teológico de religiones comparadas o fenomenología religiosa; pero, en mi opinión, a una declaración que quiera reflejar la opinión del episcopado español sobre cualquier tema sí que se le debe exigir un mínimo análisis serio para no caer, como es el caso, en deformaciones sobre las posturas de otros colectivos que, como digo, pueden incluso resultar ofensivas y comprometer seriamente la imagen de la Iglesia española de cara a otros colectivos religiosos.
Además de señalar esta, a mi juicio, imagen deformada del zen que ofrece el documento, como cristiano que practica zen también quiero expresar mi opinión sobre algunas de las afirmaciones que se hacen acerca de las relaciones entre el cristianismo y el zen para aportar también algún elemento de contraste y diálogo.
Lo primero que quiero decir es que echo en falta un planteamiento del tema en el marco del diálogo interreligioso que planteó la declaración conciliar Nostra aetate sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas. En un mundo globalizado y con hondas preocupaciones que compartimos desde sensibilidades religiosas muy diversas (ecología, pobreza, secularización, etc.) creo que hace falta más que nunca recordar la exhortación del Vaticano II a que los católicos “reconozcan, guarden y promuevan aquellos bienes espirituales y morales, así como valores socio-culturales, que en ellos [los adeptos de otras religiones] existen” (Nostra aetate, 2). Comprendo que el documento de la Comisión Episcopal para la doctrina de la fe quiera resaltar los bienes espirituales específicos de la fe cristiana y proponerlos como insustituibles para la oración, pero me hubiera gustado encontrar también un reconocimiento, una valoración y una promoción sincera de aquellos otros que puedan provenir de otras religiones, en este caso del zen, al que cita sólo para criticar y marcar distancias con el cristianismo. Se pierde así una oportunidad para responder al mandato que hace el Concilio en este terreno. Sinceramente creo que se puede muy bien defender la especificidad cristiana sin renunciar a un reconocimiento de los valores de otras tradiciones, entrando en diálogo con ello. Permítanme, en este sentido, que ponga como ejemplo de ello el documento de la Congregación para la Fe aprobado por el papa San Juan Pablo II, La oración cristiana: encuentro de dos libertades (1989). En ella, el papa conjuga de un modo admirable la firme exposición de la propia identidad de la oración cristiana con una valoración y reconocimiento de lo que pueden aportarnos otras religiones en el tema de la experiencia de Dios. No me resisto a citar un párrafo: “La mayor parte de las grandes religiones que han buscado la unión con Dios en la oración, han indicado también caminos para conseguirla. Como «la Iglesia Católica nada rechaza de lo que, en estas religiones, hay de verdadero y santo» (Nostra aetete 2), no se deberían despreciar sin previa consideración estas indicaciones, por el mero hecho de no ser cristianas. Se podrá al contrario tomar de ellas lo que tienen de útil, a condición de no perder nunca de vista la concepción cristiana de la oración, su lógica y sus exigencias, porque sólo dentro de esta totalidad esos fragmentos podrán ser reformados e incluidos”1. Y ciertamente san Juan Pablo II lo hace citando cuestiones como las del maestro de oración, la atención a la postura, el simbolismo de la iluminación, etc., en las que establece un verdadero diálogo y en las que reconoce que podemos aprender mucho de las iglesias orientales y de otras religiones. Este tono dialogante y capaz de valorar lo ajeno está ausente del texto publicado por la Comisión, y en ello creo que se distancia de la tradición iniciada por el Vaticano II y continuada por los papas.
Dialogar y reconocer no significa para nada confundir o mezclar. El encuentro entre cristianismo y budismo zen que iniciaron algunas figuras de un lado y otro a mediados del siglo pasado ha cuajado en distintas escuelas en diversas partes del mundo, una de las cuales es la de Zendo Betania-Escuela del Triple Tesoro a la que pertenezco. En su origen está el jesuita alemán Hugo Enomiya-Lasalle, que con otros cristianos y budistas zen fueron pioneros de este diálogo. Me consta en que en esta escuela y otras similares para nada se busca un zen cristiano (n. 14). El sincretismo y el relativismo, es cierto, son peligros ante los que siempre hemos de estar alerta. Pero en el ánimo de estos cristianos que dialogamos con el zen nada está más lejos que una fusión. No buscamos un cristianismo zen o un zen cristiano sino que somos cristianos que practicamos zen. Lo hacemos conscientes de que a la base del cristianismo y del budismo zen existen, como bien recuerda el documento, cosmovisiones humanas y religiosas bien diferentes. Pero esa diferencia no las hace incapaces de dialogar e iluminarse mutuamente. Por supuesto, en un sano y sincero diálogo interreligioso, pero también en un diálogo intra-religioso, es decir, aquel capaz de darse en un mismo individuo. Los cristianos que practicamos zen no asumimos sin más la cosmovisión budista, sino que desde nuestra identidad cristiana nos dejamos iluminar por otra perspectiva muy distinta para mejor comprender nuestra propia experiencia de fe en Jesucristo. Y lo hacemos asimismo al lado de otros hombres y mujeres que aunque no comparten con nosotros la fe en Jesucristo sí que se sienten llamados a practicar zen en un contexto cristiano como es el de la escuela Zendo Betania-Triple tesoro (y me consta también que en otras escuelas similares).
Tampoco, quiero dejarlo claro, reducimos nuestra práctica zen a una mera preparación o predisposición para una “oración cristiana” posterior. En el documento da la impresión de que esto sí sería aceptable (n. 14), separando técnicas de método, siendo en el zen las primeras admisibles para un cristiano y no así el método. No termino de ver la separación tan clara entre ambos aspectos que establece el documento, pero aun admitiéndola, sí quiero aclarar que los cristianos que practicamos zen en estas escuelas no nos reducimos al mero uso de técnicas, sino practicamos un modo de adentrarnos en el misterio con un lenguaje y un marco enteramente budista zen. Pero esto para nada significa perder la identidad cristiana, sino más bien, permitir que este lenguaje y este marco nos ayuden a expresar nuestra experiencia específica cristiana.
Creo sinceramente que este diálogo y enriquecimiento mutuo en el interior de un mismo individuo sin perder la identidad no sólo es algo posible, sino que lo estamos experimentando muchos cristianos a los que la práctica del zen nos ha ayudado a expresar con más hondura nuestra lectura de la Biblia, nuestra vivencia de los sacramentos, nuestra oración, nuestro compromiso con la justicia: en definitiva, nuestra experiencia de ese Misterio que es Dios Padre de Jesucristo. Que el documento no se muestre sensible a esta posibilidad me parece una carencia muy importante.
Uno de los frutos de este diálogo inter (e intra)religioso siempre será el de ser más críticos con nosotros mismos a fin de purificarnos y avanzar mejor hacia nuestra propia identidad. Y dicha autocritica, quisiera señalarlo también, es algo que se echa en falta en el documento. Empezando por la propia misión de la Iglesia como maestra de oración. Si realmente existe esa sed de Dios en “todos y cada uno de los seres humanos durante toda su existencia” (n. 1) y si realmente la Iglesia es “maestra de espiritualidad” cosas ambas de las que estoy convencido, deberíamos preguntarnos con seriedad qué hemos hecho mal para que muchos hombres y mujeres educados en un ambiente cristiano busquen calmar esa sed fuera de la fe en Jesucristo. ¿No será una tarea urgente revisar cómo estamos viviendo la experiencia orante los cristianos y cómo estamos educando en la Iglesia a las nuevas generaciones en ello? Por supuesto que siempre será necesario señalar los peligros que pueden derivarse de una incorrecta asimilación de otras espiritualidades, pero por eso mismo convendría también que pensemos si esos peligros no estarán también instalados en la tradicional vivencia de la oración por parte de muchos cristianos. El olvido de que “el centro y la meta es siempre
Dios” (n. 24) no viene sólo de un acercamiento a espiritualidades orientales, sino que es un mal que aqueja a muchas formas de oración que se quedan en el pietismo consolador, en la rutina litúrgica, en la superstición, o en el fetichismo con que se venera a veces las imágenes (por citar solo algunos ejemplos), todo ello muy frecuente, desgraciadamente, en la oración de buena parte de los miembros de la Iglesia. Y cuando se afirma que “es un culto vacío y una falsa piedad la que se desentiende de las necesidades de los demás” (n. 32) puede ser que se esté señalando un peligro en las religiones orientales, pero también se está retratando muchas de las ceremonias litúrgicas que vivimos en la Iglesia alejadas de la vida y de las preocupaciones de los seres humanos. En definitiva, el peligro de una visión reduccionista de la espiritualidad es común a todas las tradiciones religiosas y quizás sea esta la mejor razón para que todas nos pongamos a dialogar.
Muchas de las afirmaciones del documento darían pie a seguir hablando, pero no es mi intención extenderme en un debate teológico. Como decía, mi único deseo es el compartir con los miembros de la Comisión mi opinión y mis sentimientos ante estas orientaciones. Les agradezco, como no podía ser menos, la intención que muestran de orientar la oración de los cristianos y me gustaría, resumiendo lo dicho, que mis pastores fueran mucho más rigurosos a la hora de analizar el zen y las tradiciones espirituales de Oriente y que mostraran una mayor sensibilidad a la hora de juzgar los esfuerzos que se hacen de muy diversas maneras por un diálogo practico y orante entre la fe cristiana y dichas tradiciones. Gracias por haberme escuchado.
Fraternalmente,
Antonio Carrascosa Mendieta.
Madrigueras, 5 de septiembre de 2019
1 LA ORACIÓN CRISTIANA: ENCUENTRO ENTRE DOS LIBERTADES, Carta de S. S. Juan Pablo II al prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la fe, 15 de febrero de 1989, Roma, n. 16
Fuente Fe Adulta
Comentarios recientes