“El silencio de los corderos”, por Miguel Ángel Munárriz
Están en todas partes. Los vemos a montones en el patio de los colegios cuando vamos a recogerlos. Los vemos también gozando y alborotando en los columpios o en los parques de nuestras ciudades; o corriendo por las calles, o de la mano de sus padres, o sentados en su silleta porque todavía no saben andar. Convivimos con ellos porque son nuestros hijos o nuestros nietos, les decimos que les queremos, les damos todo lo que necesitan, disfrutamos con sus gracias, con sus ocurrencias, nos sentimos felices a su lado… pero estamos aniquilando su futuro con nuestro modo de vida…
Y no solo estamos hablando de que van a tener que soportar unos veranos asfixiantes, o que no se podrán bañar en las playas donde nosotros nos bañábamos porque habrán desaparecido —que también—, sino de cosas que van a condicionar radicalmente sus vidas.
Estamos hablando de que los informes solventes más optimistas afirman que van a padecer una escasez trágica de recursos esenciales para la vida debido a la pérdida de cosechas y la destrucción de los océanos, y que, como consecuencia de ello, se va a producir una situación caótica con migraciones masivas en busca de estos recursos y conflictos generalizados por obtenerlos. Estamos hablando de que van a estar sometidos a todas las enfermedades tropicales como la malaria o el dengue; o que la supervivencia dejará de ser algo que se da por supuesto; o que su esperanza de vida va a quedar seriamente mermada…
Y esto, querámoslo o no, es lo que les espera, pero nosotros hemos creado un espejismo que nos hace vivir ajenos a su futuro. Actuamos como si nada estuviese ocurriendo, sin renunciar a una vida de despilfarro que está acabando con su mundo. Sí, con su mundo, que será muy distinto al nuestro. Ellos son las víctimas, los que van a pagar a doblón nuestros excesos, pero no tienen voz ni tienen voto en este asunto.
Y es este panorama, ya irreversible, el que nos está llevando a muchos a denostar esta cultura cientifista que está engullendo cualquier vestigio de humanismo que pudiese quedar en nosotros. El que nos hace maldecir a todos los mentecatos que a lo largo de la historia nos han asegurado que a través de la ciencia íbamos a controlar la Naturaleza, vencer las enfermedades y lograr en esta vida la felicidad que la religión sitúa después de la muerte. A recelar —por decirlo suave— de aquellas personas influyentes que, haciendo gala de una irresponsabilidad supina, niegan la realidad y propician que nuestra agresión al mundo natural siga en aumento. A perder la fe en un mundo que muestra tal insensibilidad ante lo que está ocurriendo.
Todos hablamos de ecología; la ecología se ha convertido en el mejor eslogan político y comercial de la historia, pero es puro cinismo. Lo cierto es que todos, sin excepción, podríamos hacer mucho más por nuestro mundo… pero no estamos dispuestos a variar un ápice nuestros hábitos, y así esto no tiene remedio.
Cada vez es menor el número de personas que niegan el cambio climático, pero si Ud. es una de ellas, o si alberga dudas al respecto, me voy a permitir enunciar aquí un principio que está generalmente aceptado por aquellos que habitualmente toman decisiones importantes. Dice así: “En decisiones de mucha envergadura hay que dar más peso a los pronósticos negativos que a los positivos, pues las consecuencias catastróficas que acarrearía la confirmación de los primeros, son de un orden de magnitud muy superior a los inconvenientes que pudieran derivarse de sus contrarios”. Es decir, en caso de duda, actúe como si el cambio climático fuese una realidad tan cruda como nos la presentan los expertos más pesimistas.
Miguel Ángel Munárriz Casajús
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