Domingo XXVI del Tiempo Ordinario. 29 septiembre, 2019
“-Padre Abrahán, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas.”
“…manda a Lázaro…” Incluso estando en el mismísimo infierno este rico sigue sintiéndose superior a Lázaro y sin ningún reparo reclama que le sirva.
Y ese debe ser precisamente el infierno: pensar que las demás personas están para satisfacer mis propias necesidades y las de mi gente. Ver a la otra persona “de segunda clase”, inferior ya sea por su condición económica, social, por sus capacidades diferentes o por su orientación sexual…
Siempre podemos encontrar un motivo, una justificación para desplegar nuestras ansias de dominio. Nuestro lado más oscuro y dejar de ver en la otra persona a alguien exactamente igual que yo.
Ese es el problema de la riqueza en cualquier aspecto de la vida. En cuanto nos sentimos “ricos”, nos creemos “mejores” y se estropea la comunión de la que deberíamos ser imagen.
La violencia que sacude nuestro mundo nace de la rivalidad. Nace cuando nuestra mirada se enferma y vemos a las demás personas como “mejores” o “peores” que nosotras mismas. Cuando en lugar de colocarnos “al lado” de las demás nos inventamos toda una jerarquía de valores o virtudes que nos hacen olvidar el gran valor de la dignidad humana que TODA personas posee porque le ha sido dada.
Las primeras páginas del Génesis nos advierten de este peligro, Dios le dice a Caín: “-¿Por qué te enfureces? ¿Por qué andas cabizbajo? Si obraras bien, llevarías bien alta la cabeza; pero si obras mal, el pecado acecha a tu puerta y te acosa, aunque tú puedes dominarlo.” (Gn 4, 6-7)
Si el pecado original daña la relación de la humanidad con Dios al querer ocupar su lugar, este segundo pecado nos llama la atención sobre aquello que daña las relaciones humanas.
En el fondo los dos pecados son muy similares. Ambos tienen que ver con el ansia de poder y dominio que llevamos en el corazón: la envidia, la codicia, el egoísmo… Todo aquello que nos hace creer que los demás son rivales, enemigos. Todo aquello que nos hace olvidar que somos comunión y nos necesitamos, y es precisamente en nuestras buenas relaciones donde crecemos y nos asemejamos a Dios Trinidad.
Oración
Haznos reconocer, Trinidad Santa, el valor de nuestra propia dignidad para que desde la humildad que da ese conocimiento nos abramos a la dignidad de las demás.
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Fuente: Monasterio Monjas Trinitarias de Suesa
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