Hombres del compartir…
Para los cristianos de los primeros siglos, el sacramento del altar y el del hermano constituían las dos caras del mismo misterio. Cristo ha reconstituido la unidad humana, rota por el orgullo del hombre, por su voluntad de apropiarse de la creación y, por consiguiente, de la muerte -del estado de muerte- que deriva de esta separación. Cristo no está separado de nada ni de nadie. Con la eucaristía entramos en esta inmensa unidad, somos miembros los unos de los otros, responsables los unos de los otros, y cada uno de nosotros lleva en sí toda la humanidad.
El «sacramento del pobre» no sustituye al del altar […], sino que se arraiga en él, deriva de él, lo expresa. El pan eucarístico no instaura sólo un vínculo entre el Resucitado y cada uno de nosotros, no fundamenta sólo la unidad visible de la Iglesia; nos introduce en la unidad -en el ser de toda la humanidad-. Compartido, hace de nosotros los hombres del compartir […]. En la Iglesia primitiva no había una moral social, sino más bien una concepción sacramental de la solidaridad humana. Partían de la idea del Cuerpo de Cristo en el que la vida trinitaria, vida en comunión, debe difundirse para irrigar de una manera misteriosa el género humano.
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Olivier Clément,
La rívolta dello Spiríto,
Milán 1980, pp. 135ss).
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