He venido a traer fuego a la tierra
“Creo que la vida no es una aventura que debamos vivir según las modas que corren, sino con un compromiso encaminado a realizar el proyecto que Dios tiene sobre cada uno de nosotros: un proyecto de amor que transforma nuestra existencia.
Creo que la mayor alegría de un hombre es encontrar a Jesucristo, Dios hecho carne. En él, todo -miserias, pecados, historia, esperanza- asume una nueva dimensión y un nuevo significado.
Creo que cada hombre puede renacer a una vida genuina y digna en cualquier momento de su existencia. Cumpliendo hasta el final la voluntad de Dios no sólo puede hacerse libre, sino también derrotar al mal.”
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Thomas Merton
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En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
– “He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo! Tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué angustia hasta que se cumpla!
¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división.
En adelante, una familia de cinco estará dividida: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra.”
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Lucas 12, 49-53
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Los apóstoles, instruidos por la palabra y por el ejemplo de Cristo, siguieron el mismo camino. Desde los primeros días de la Iglesia, los discípulos de Cristo se esforzaron en convertir a los hombres a la fe de Cristo Señor no por acción coercitiva ni por artificios indignos del Evangelio, sino ante todo por la virtud de la Palabra de Dios. Anunciaban a todos resueltamente el designio de Dios Salvador, «que quiere que todos los hombres se salven y vengan al conocimiento de la verdad» (1 Tim 2,4), pero, al mismo tiempo, respetaban a los débiles, aunque estuvieran en el error, manifestando de este modo cómo «cada cual dará a Dios cuenta de sí» (Rom 14,12), debiendo obedecer a su conciencia.
Al igual que Cristo, los apóstoles estuvieron siempre empeñados en dar testimonio de la verdad de Dios, atreviéndose a proclamar cada vez con mayor abundancia, ante el pueblo y las autoridades, «la Palabra de Dios con confianza» (Hch 4,31). Pues defendían con toda fidelidad que el Evangelio era verdaderamente la virtud de Dios para la salvación de todo el que cree. Despreciando, pues, todas «las armas de la carne», y siguiendo el ejemplo de la mansedumbre y de la modestia de Cristo, predicaron la Palabra de Dios confiando plenamente en la fuerza divina de esta palabra para destruir los poderes enemigos de Dios y llevar a los hombres a la fe y al acatamiento de Cristo. Los apóstoles, como el Maestro, reconocieron la legítima autoridad civil: «No hay autoridad que no venga de Dios», enseña el apóstol, que, en consecuencia, manda: «Toda persona esté sometida a las potestades superiores…, quien resiste a la autoridad resiste al orden establecido por Dios» (Rom 13,12). Y al mismo tiempo no tuvieron miedo de contradecir al poder público cuando éste se oponía a la santa voluntad de Dios: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch 5,29). Este camino lo siguieron innumerables mártires y fieles a través de los siglos y en todo el mundo.
La Iglesia, por consiguiente, fiel a la verdad evangélica, sigue el camino de Cristo y de los apóstoles cuando reconoce y promueve la libertad religiosa como conforme a la dignidad humana y a la revelación de Dios. Conservó y enseñó en el decurso de los tiempos la doctrina recibida del Maestro y de los apóstoles.
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Concilio Vaticano II,
Declaración sobre la libertad religiosa Dignitatis humanae, llss.
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