Si vives cada momento…
Del blog Lo que me gusta y no me gusta:
Si eres feliz,
si vives cada momento,
aprovechando al máximo sus posibilidades,
entonces eres una persona inteligente.
*
Wayne Dyer
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Si eres feliz,
si vives cada momento,
aprovechando al máximo sus posibilidades,
entonces eres una persona inteligente.
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Wayne Dyer
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De su blog Un grano de Mostaza:
Jesús cantaba himnos pero no tenemos ni idea de si se le daba bien o no lo de cantar
La lectura del evangelio depara siempre sorpresas y es un misterio que por más que lo leamos y releamos, siempre nos reserve alguna novedad. En esta ocasión se trata de dos nuevos nombres (título en lenguaje de los teólogos) para hablar de Jesús: el primero es “El cantor de himnos” y me asombra que sobre esta actividad melódica suya que señalan Mateo y Marcos no se haya escrito ningún libro, ni convocado un congreso, ni defendido una tesis doctoral. “Cantaron el himno y salieron hacia el monte de los Olivos” (Mt 26,30; Mc 14, 26) y eso quiere decir que leyó o canturreó los salmos 113 a 118 y, al final, el 136. Debía tener buena voz porque hablaba a la gente al aire libre desde una barca, pero no tenemos ni idea de si se le daba bien o no lo de cantar. Lo que resulta sugerente es intentar adivinar cómo resonaron en él las palabras de esos himnos que habría rezado muchas veces pero que, en el contexto de su inminente detención y de lo que intuía que se le venía encima, debieron resonarle de otra manera. “Me cercaban y me acorralaban, me cercaban como avispas, empujaban para derribarme…”; “Me envolvían redes de muerte, me alcanzaban los lazos del Abismo…” Los escenarios que recreaban estas imágenes eran estremecedores y quizá intuyó oscuramente que también él iba a sentirse cercado, atacado por un enjambre de avispas, atrapado entre redes, empujado y derribado por una muchedumbre hostil. No es de extrañar la confesión del salmista: “caí en tristeza y angustia”, pero las palabras que siguen debieron afianzar la certidumbre de fe de cantor que las pronunciaba esa noche: “Alma mía, recobra tu calma, que el Señor fue bueno contigo, arrancó mi vida de la muerte, mis ojos de las lágrimas, mis pies de la caída”, “el Señor fue mi auxilio…, la piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular”. También él se sentía habitado por una confianza que ni en los peores momentos iba a quebrarse, ni siquiera cuando hizo la experiencia de que, al pedir Pilato a la gente que eligieran entre él o Barrabás, no había allí nadie que le reclamara a él y solo después de muerto, José de Arimatea se atrevió a pedir su cadáver a Pilato. Una antigua homilía oriental recrea la escena: “Entrégame, gobernador, para que pueda sepultarlo, el cuerpo de Jesús el Nazareno, el pobre, que vivía a cielo abierto, el huésped desconocido venido de otra tierra. Entrégame a este peregrino voluntario, que no tenía donde reclinar la cabeza y que, al no tener casa propia, recibió albergue y fue colocado en un pesebre y soportó la vida peregrina. Entrégame al despreciado, vencido y colgado ¿qué utilidad tendrá para ti el cuerpo de este peregrino…?”
Mientras escribo esto, recuerdo algo vivido hace muchos años en la morgue casi vacía de un antiguo hospital militar: la atravesé por equivocación viniendo del tanatorio y vi en una de las camarillas un ataúd cerrado y encima el nombre de una mujer. Era la imagen pavorosa de la más absoluta soledad y abandono y solo los brazos del Cristo encima de la tapa estaban le daban amparo y acogían aquella vida y aquella muerte de alguien a quien nadie reclamaba.
Con más autoridad que José de Arimatea, el Padre dio la cara por su Hijo, pronunció su nombre y lo reclamó para sacarle del mundo de los muertos Y ahora él el Reclamado es también el Reclamador, el que sigue reivindica la causa de los vencidos y olvidados, de los envueltos en el silencio mediático por los que nadie pregunta y que no le interesan a nadie.
Qué estamos esperando nosotros para ponernos junto a él a reclamar…
El general jesuita fue testigo directo de la catástrofe nuclear
Arrupe, que había estudiado medicina, y el resto de los jesuitas improvisaron un hospital en la casa del noviciado. Allí lograron acomodar a más de 150 heridos, de los cuales lograron salvar a casi todos, aunque la gran mayoría de ellos sufrieron los devastadores efectos de la radiación atómica en el ser humano
Lamet: “La bomba atómica marca el centro del itinerario espiritual de Pedro Arrupe”
| Vatican News
Hace 74 años, las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki experimentaron la fuerza destructiva de las bombas atómicas lanzadas por los Estados Unidos. Con esta acción se puso fin a la Segunda Guerra Mundial en el Pacífico. El padre Arrupe, quien fue superior general de los jesuitas entre 1965 y 1983, fue testigo de aquella catástrofe.
La Bomba atómica
Uno de los hechos más terribles que ha vivido la humanidad es la destrucción de las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki. Allí la humanidad se dio cuenta del poder destructor que tenía entre sus manos. En pocos segundos, horas, semanas, el número de víctimas entre las dos ciudades rondaba el medio millón de personas muertas. A continuación, reproducimos algunos fragmentos de cómo el p. Pedro Arrupe cuenta su experiencia en Hiroshima, quien tras llegar a este país asiático en 1938 se puso inmediatamente a aprender la lengua y costumbres japonesas.
El 8 de diciembre de 1941, unas horas después de la entrada de Japón en la contienda, fue arrestado y encarcelado por las autoridades locales bajo la acusación de ser espía. Fue liberado al cabo de unas semanas y al poco tiempo, nombrado maestro de novicios en Nagatsuka, una pequeña localidad situada a siete kilómetros de lo que luego sería el epicentro de la explosión nuclear en el centro de Hiroshima.
Vivencia
Pedro Arrupe recogió en el libro –‘Yo viví la bomba atómica’– sus vivencias del día de la tragedia y los meses posteriores. El 6 de agosto de 1945 se encontraba en una casa con 35 jóvenes y varios padres jesuitas, cuando a las 08:15 horas vio «una luz potentísima, como un fogonazo de magnesio, disparado ante nuestros ojos”.
Al abrir la puerta del aposento, que daba hacia Hiroshima, “oímos una explosión formidable, parecido al mugido de un terrible huracán, que se llevó por delante puertas, ventanas, cristales, paredes endebles…, que hechos añicos iban cayendo sobre nuestras cabezas”. Fueron tres o cuatro segundos “que parecieron mortales”, aunque todos los allí presentes salvaron sus vidas. Sin embargo, no había rastro de que hubiera caído una bomba por allí.
Ante ellos se extendía “un enorme lago de fuego” que con el paso de los minutos dejó a Hiroshima “reducida a escombros”. Los que huían de la ciudad lo hacían “a duras penas, sin correr, como hubieran querido, para escapar de aquel infierno cuanto antes, porque no podían hacerlo a causa de las espantosas heridas que sufrían”.
El padre Arrupe, interrogado sobre los efectos de la explosión de Hiroshima CNS
Responder al sufrimiento
Arrupe, que había estudiado medicina, y el resto de los jesuitas improvisaron un hospital en la casa del noviciado. Allí lograron acomodar a más de 150 heridos, de los cuales lograron salvar a casi todos, aunque la gran mayoría de ellos sufrieron los devastadores efectos de la radiación atómica en el ser humano. Más de 70.000 personas murieron el día de la bomba en Hiroshima y otras 200.000 quedaron heridas. A finales de 1945, la cifra de muertos había ascendido a 166.000 personas.
Pedro Miguel Lamet, biógrafo de Arrupe, refiriéndose a cómo esta experiencia lo marcó afirma: “La bomba atómica marca el centro del itinerario espiritual de Pedro Arrupe. Aquel instante eterno en la capilla, frente al reloj parado por la explosión, desata en su interior otro estallido de amor. Pedro transforma la fuerza destructora, que acabó con 200.000 japoneses, en energía para la creatividad.
Arrupe experimentó en Japón lo que en lenguaje oriental se denomina la “iluminación”. Una y mil veces repetía: “Lo vi todo claro. Lo veo todo claro. Siempre fui feliz”.
Del libro Yo viví la bomba atómica, reproducimos el siguiente relato: Todos quedaban en las afueras de la ciudad, y cuando les preguntábamos qué era en realidad lo que había pasado, nos contestaban con mucho misterio:
– Ha explotado la bomba atómica.
Y al instante:
– Pero ¿qué es la bomba atómica?
– La bomba atómica es una cosa terrible.
– Que es terrible ya lo hemos visto; pero díganos qué es.
Y terminaban diciendo:
– La bomba atómica es… la bomba atómica.
Porque ellos tampoco sabían más que el nombre. Era una palabra nueva que entonces entraba por primera vez en el diccionario. Además, saber que era la bomba atómica la que había explotado, no nos ayudaba nada, desde el punto de vista médico, ya que nadie en el mundo conocía sus efectos en el organismo humano; nosotros éramos en realidad los primeros conejillos de Indias de experimentación.
Pero sí nos ayudó, y mucho, desde el punto de vista misionero. Porque nos dijeron:
– No entren en la ciudad porque hay un gas que mata durante setenta años.
Y entonces es cuando uno parece sentirse más sacerdote, cuando sabe que hay dentro de la ciudad cincuenta mil cadáveres que de no ser cremados, originarían una peste terrible. Además, había ciento veinte mil heridos que curar. Ante este hecho un sacerdote no puede quedarse fuera para salvar su vida.
Fuente Religión Digital
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