28.7.19. Dom 17, ciclo C (Lc 11, 1‒13) Quien pide recibe, quien busca encuentra (es encontrado)
Cuando oréis decid así : Oración, la puerta de la vida
Llamad y os abrirá, buscad y seréis encontrados
Estamos ante muros altos y puertas cerradas, y el evangelio de hoy supone que somos nosotros mismos los que las trancamos. Las trancamos, pero no podemos abrirlas por nosotros mismos, a base de esfuerzo, con puro dinero y violencia, pues así acabamos cerrando puertas y más puertas, de imposición religiosa, de dinero, de poder, de cultura de muerte y de infierno, a no ser que nos abramos por dentro a la Vida que es Dios y que el nos abra (abra con/por nosotros esas puertas).
Ése es el sentido y poder de la oración de la que nos habla hoy Jesús, al decirnos que llamemos, que abramos el corazón a Dios (es decir, que lo abramos unos a los otros), que oremos juntos, descubriendo así y dejando que se exprese en nuestra vida el más alto don de la Vida, que es Él (¡Dios mismo!) en nosotros,
‒ Hay un muro de poder religioso, que puede estar representado por un tipo falso “vaticano”, es decir por cien vaticanos,de origen cristiano o no cristiano, que nos imponen su ley sin libertad, religiones convertidas en sectas que atrapan a los hombres tras un muro kafkiano de palabras que se repiten y repiten, de leyes que se enroscan en sí mismas sin dejar resquicio a la experiencia del amor y a la esperanza de una comunión abierta al Reino.
‒ Hay un Muro de Mammón, de dinero que se guarda en cajas fuertes, blindadas tras cien llaves de control mecánico o electrónico, dinero real o virtual, que se expresa en miles y miles de millas de alambradas, para no dejar que lleguen los pobres, desde el Río Grande hasta Melilla, redes metálicas, campos de minas, mares y ríos de muerte, muros de inhumanidad.
‒ Están los muros militares de guerrillas y naciones, de super‒estados y potencias al servicio de su puro poder y del dinero, como aquellos contra los que luchaba ya Jeremías (Jer 1), como aquellos a los que alude Jesús cuando habla de las puertas del infierno. Así dicen defendernos de una violencia pequeña con otra mucho más dura (que a veces llaman legal). Sólo con oración, es decir, con Palabra de Dios, vivida por dentro y compartida en amor con los demás, puede romperse ese muto
‒ Hay un muro aún más fuerte de violencia cultural, el muro de aquellos que quieren convertirse en dueños del planeta tierra, a partir de un “pensamiento único”, que nos piensa y vigila, pero no con amor, para que seamos en libertad, sino para manejarnos a todos (ya no podemos decir “pienso, luego soy”, sino “me piensan y controlan, luego puede sobre‒vivir). Sólo se rompe ese muro en oración: Que cada hombre y/o mujer se descubra en libertad, por amor, para el amor abierto a todos, compartido, en experiencia y esperanza de resurrección.
No todos los muros se rasgan simplemente con orar (¡ábrete, Sésamo!) en un sentido estrecho (con letanías vacías o liturgias impuestas), pero la verdadera oración es hoy más importante que nunca. Durante milenios, la humanidad ha sorteado peligros y ha logrado abrir caminos de esperanza y realidad (de futuro y vida actual) orando, situando la vida humana ante (el) el misterio de la Vida, pues no oramos simplemente a Dios, pidiendo que nos saque del pozo, sino que somos Dios orando, dejando a Dios que nos piense, que piense en nosotros, y que en él pensemos, amemos, seamos: Eso significa que el mismo Dios que es la Vida (el Hayyim) piensa, vida, actúa en nosotros.
No oramos simplemente a Dios, somos Dios orando (es el mismo Dios quien ora en nosotros, con gemido inefable (Rom 8)como canto de vida y amor en medio de la noche, ante el Muro que parece cerrado y que el abre. Dios cana en nosotros Canción de Filomela que es el Ruiseñor de la vida (no el búho del atardecer de Minerva o de Hegel), la Canción que escuchó y que enseñó Jesús, la canción de la “dulce filomela” con el que termina su Cántico Espiritual la amante de Juan de la Cruz que empezó diciendo “y pasaré los fuertes y fronteras”, es decir, y romperé los muros.
Y con esto empieza el tema del evangelio de este Domingo 17, ciclo C, al que dedicare esta postal de oración y la siguiente. Buen fin de semana a todos.
Evangelio de la oración
Una vez que estaba Jesús orando en cierto lugar, cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: “Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos. “Él les dijo: “Cuando oréis decid: “Padre, santificado sea tu nombre, venga tu reino, danos cada día nuestro pan del mañana, perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe algo, y no nos dejes caer en la tentación.”
Y les dijo: “Si alguno de vosotros tiene un amigo, y viene durante la medianoche para decirle: “Amigo, préstame tres panes, pues uno de mis amigos ha venido de viaje y no tengo nada que ofrecerle. “Y, desde dentro, el otro le responde: “No me molestes; la puerta está cerrada; mis niños y yo estamos acostados; no puedo levantarme para dártelos. “Si el otro insiste llamando, yo os digo que, si no se levanta y se los da por ser amigo suyo, al menos por la importunidad se levantará y le dará cuanto necesite.
Pues así os digo a vosotros: Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá; porque quien pide recibe, quien busca encuentra, y al que llama se le abre. ¿Qué padre entre vosotros, cuando el hijo le pide pan, le dará una piedra?¿O si le pide un pez, le dará una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le dará un escorpión? Si vosotros, pues, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?” (Lucas 11, 1-13).
EL HOMBRE, INDIGENTE MILLONARIO
Comencemos recordando que el hombre es indigente, ser que necesita de los otros. Nace como niño que no puede sostenerse sobre el mundo, y así empieza mendigando con su propia pequeñez y llanto la respuesta de los padres; por eso, un hombre solo, abandonado, que no pide y no recibe, es inviable, no puede realizarse como humano.
Esa actitud perdura cuando el hombre se hace adulto. Una persona que pretenda ser autónoma y rechace toda ayuda de los otros se convierte en antihumana. Por eso quiero interpretar y presentar la petición como actitud antropológica. Ciertamente, hay una petición que es degradante y opresora: aquella que mantiene a los hombres sometidos, no les deja ser y realizarse. Pero hay otra petición gratificante: aquella que me liga a los demás en actitud de gozo y de confianza: pido porque puedo confiar en ellos, porque sé que gozan y se alegran cuando pueden ayudarme.
De esta segunda petición tratamos en las páginas que siguen. No pedimos humillados, temblorosos, como el siervo ante su amo. No pedimos tampoco desde arriba, como el amo que se impone sobre el siervo. Ni pedimos exigiendo, con la ley sobre la mano, como simples funcionarios de un estado que domina sobre todos. Pedimos porque somos solidarios, en un clima de confianza y mutua ayuda. El hombres es un indigente que pide, descubriendo a Dios en su interior, pidiendo en (con) él:
a) Quien pide, no se impone: viene sin exigir, espera sin obligar; pide porque ama y confía en la respuesta de aquel a quien se acerca;
b) por eso, el suplicante ofrece (da) al hacer su petición: ofrece amor, se pone confiadamente en manos de aquel a quien se acerca con sus necesidades;
c) al pedir unos a otros, suscitamos comunión: la vida adquiere de esa forma un contenido más profundo porque nos sabemos implicados, solidarios, en la mutua ayuda de la petición y la respuesta.
PETICIÓN, APERTURA Y DESCUBRIMIENTO DEL HOMBRE
En esta perspectiva situamos la petición religiosa, entendida en forma humana, sin más. Ciertamente, ella pudiera hallarse deformada por la magia: trataría de manipular a Dios, intentaría conseguir que lo divino se pusiera así al servicio de mis necesidades o caprichos. Pues bien, en contra de eso, debemos afirmar: la verdadera petición respeta siempre el misterio de la trascendencia de Dios y el sentido de nuestra existencia filial, de caminantes-peregrinos sobre el mundo.
‒ La tendencia protestante ha destacado la distancia que separa al hombre y a Dios: Dios se presenta siempre desde arriba; el hombre es sólo un ser necesitado. Por eso, la oración expresa nuestra absoluta dependencia ante el Señor. Conforme a la visión de Schleiermacher, la oración asume y cultiva nuestro sentimiento de absoluta dependencia: orando nos sabemos de algún modo sometidos y así lo confesamos ante Dios, pidiéndole su ayuda.
‒ Los católicos, en cambio, sin rechazar del todo la postura protestante, miramos a Dios como a un amigo, le sentimos solidario. No nos tiene simplemente sometidos; nos ofrece su amor y luego queda aguardando una respuesta. Por eso, la oración puede entenderse como diálogo con Dios: escuchamos su palabra y respondemos a sus peticiones.
Para obrar de esa manera, comenzamos aceptando el mundo, en su misma realidad actual, como expresión de la presencia de Dios (su creación). En ese aspecto, debemos superar una actitud infantil, según la cual el mundo debería presentarse como paraíso en que no existen accidentes, niños que padecen, muertes imprevistas. El mundo es así, y así debemos aceptarlo, no como final (meta en que todo se resuelve), sino como principio y campo de vida para el hombre. Sobre este mundo de Dios donde también entra el pecado de los hombres) debemos realizar nuestra existencia, en un camino que resulta conflictivo, aunque nosotros seguimos afirmando (con Gn 1) que es camino bueno.
Por eso, toda petición comienza siendo un acto de fe: al pedir a Dios su ayuda, le decimos que este mundo es suyo, confesamos su presencia creadora entre las cosas. Esto nos distingue de aquel tipo de rebeldes que rechazan el mundo como abiertamente malo, condenando a su posible creador (o Dios) como perverso. En medio de todos los posibles problemas que presenta, nosotros confiamos en el Dios que actúa sobre el mundo. Por eso mismo le podemos presentar nuestra miseria y nuestras peticiones.
ORAR, ESCRIBIR LA HISTORIA CON (EN) DIOS
Decimos muchas veces que Dios tiene un plan preestablecido, de manera que nosotros no podemos cambiar sus intenciones. Si es así, ¿por qué pedir? Resultaría preferible conocer su voluntad y no hacer ya peticiones. Esta observación tiene un momento de verdad: Dios no es aprendiz de creador, ser vacilante que no sabe qué hacer y cambia su acción y voluntad conforme a lo que pidan sus creyentes. Dios es creador y padre misterioso que mantiene su camino y forja el reino por medios que nosotros ignoramos.
Pero después que eso ha quedado ya bien firme, debemos añadir: Dios es amigo que dialoga con los hombres, por el Cristo, de manera que comparte con ellos (con nosotros) la tarea de su reino. Eso significa que, en misterio superior y sin dejarse manejar por nada ni por nadie, Dios nos habla y nos responde: las palabras de los hombres, su actitud y peticiones, pertenecen al camino de su reino. Esto significa que el amor y voluntad de Dios no pueden interpretarse como fatalismo.
Dios no ha escrito los caminos de su reino de una forma solitaria, sin contar en modo alguno con nosotros. Al contrario, Dios atiende, Dios espera, cuenta con nosotros: de esa forma va trazando su camino en un camino que nosotros, a la vez, vamos trazando, en misterio de amor y gratuidad que sobrepasa el plano de las «leyes necesarias» de este mundo. Puede haber necesidad en un nivel materialista, donde sólo se conocen y formulan los hechos con las leyes de una ciencia limitada. Pero en plano superior, la vida se realiza en ámbito de gracia: este es el plano de la revelación de Dios, donde se vienen a centrar e influyen, de manera misteriosa, nuestras peticiones.
La historia verdadera no está escrita, la vamos escribiendo con Dios, en un camino que se encuentra dirigido hacia la plena salvación por Cristo. De esa forma, al suplicar a Dios que venga y nos ayude (en cada uno de los casos concretos de la vida), estamos ya colaborando en su venida salvadora. Nuestra petición expresa un acto de fe en Dios y va marcando nuestra vida en dirección de compromiso, pues con el mismo gesto de pedir reconocemos ya la presencia-acción de Dios en nuestra vida. Toda petición mantiene viva la llama del encuentro religioso. Misteriosamente, trascendiendo todas las posibles leyes necesarias de la tierra, desde el fondo de su misma gratuidad, Dios nos atiende, acompaña nuestra vida, cumple nuestras peticiones… La manera de expresar y concretar esta oración es siempre misteriosa. En realidad, nunca sabemos pedir como conviene (cf. Rom 8, 26). Por eso es necesario que el Espíritu venga en nuestra ayuda y que nosotros aprendamos, viviendo en el Espíritu.
ORAR, COLABORAR CON (SER) DIOS
Si el hombre fuera sólo dependiente, ser subordinado, y Dios un jefe a quien debemos aplacar a fuerza de palabras, la oración sería simple acto de súplica. El hombre debería comportarse como esclavo. Pues bien, en contra de eso debemos afirmar: Dios ha querido hacernos libres, de manera que su misma voluntad viene a quedar «influenciada» por la nuestra. En esta perspectiva han de entenderse nuestras peticiones.
Dios no se impone sobre el hombre de manera necesaria: no ha querido tratarnos como trata a los vivientes y las cosas que no son personales. En este aspecto debemos recordar la controversia más famosa de la iglesia del barroco, la que enfrenta a los maestros Báñez y Molina, en la cuestión relacionada con la ayuda y presencia de Dios, es decir, de su “colaboración” con los hombres. Los dos grandes teólogos intentan explicar la conexión entre poder de Dios y libertad del hombre, utilizando esquemas y modelos que no han sido debidamente valorados. Pues bien, en esa perspectiva se sitúa ya nuestro problema.
Por un lado, debemos afirmar que Dios actúa: influye con su fuerza de manera que suscita la emergencia del hombre como libre; influye con su mismo amor, sembrando en el amor y corazón del hombre una respuesta que éste debe darle libremente. Un creador limitado es incapaz de suscitar vivientes que se vuelvan libres y que puedan responderle: su actividad avanza en una sola dirección, del hacedor hacia su hechura, del constructor hacia la cosa construida. Por el contrario, cuando el creador resulta omnipotente (como es Dios) puede suscitar seres vivientes que se asuman y realicen como libres, de manera que acojan su llamada y le respondan libremente.
Al llegar aquí, debemos afirmar que el hombre influye también sobre su Dios. Para decirlo de otro modo, Dios ha dado al hombre espacio libre para realizarse y libremente debe respetarle y escucharle. Es evidente que el hombre no influye sobre Dios por su poder autónomo o grandeza, por sus obras entendidas en un plano legalista. El hombre influye por amor, porque el mismo Dios ha decidido respetarle en el amor, dejando que sus voces (que son voces de la historia) se introduzcan en su propia voluntad eterna.
Esto nos sitúa en el centro del misterio, allí donde parecen superarse todas las palabras. Dios y el hombre se han unido para siempre en unidad que el mismo Jesucristo ha culminado en ámbito de reino. En esa unión han de entenderse la virtud y efecto de nuestras peticiones.
Ciertamente, es un misterio que nosotros le podamos suplicar a Dios, pidiendo su ayuda en nuestra vida. El mismo Dios omnipotente se ha dejado emocionar por nuestra voz, cuando recibe nuestras peticiones. El mismo Jesucristo le ha venido a comparar a un padre de la tierra: no necesita del hijo, pero goza cuando el hijo le suplica y pide su asistencia. Pues bien, hay todavía otro misterio que es más grande: el mismo Dios quiere venir y suplicarnos. Creando a los hombres como hijos, el Dios omnipotente se ha venido a convertir, de alguna forma, en dependiente: quiere el amor de esos hijos, les pide su respuesta.
Toda la Escritura es testimonio de esa doble petición. Los hombres comenzamos suplicando a Dios los bienes de la tierra, pan, victoria y esperanza. Por su parte, Dios nos pide una respuesta de fidelidad y amor, diciendo ¡amadme! (amarás al Señor tu Dios, Dt 6, 4‒6). Ciertamente, Dios emplea también otros lenguajes: ordena, conmina, nos manda…, como indican muchísimos pasajes del AT. Pero, en un momento determinado, cuando los hombres llegan a volverse como transparentes ante el gozo de Dios y ante su gracia, el mismo Dios viene a mostrarse suplicante. En esta perspectiva debe interpretarse la más honda historia de la alianza, tal como han venido a interpretarla Oseas, Jeremías y el Segundo Isaías (Is 40-55): Dios es un esposo que suplica amor al hombre (que es su esposa).
Ciertamente, la imagen de este Dios-esposo puede parecemos todavía demasiado autoritaria: es la imagen del varón que manda y tiene autoridad sobre la esposa. Pues bien, si penetramos hasta el fondo en esa perspectiva, descubrimos que ese Dios-esposo viene a presentarse como «débil»: no ordena, no impone, no subyuga, no doblega. Viene suplicante hasta la puerta de los hombres, como esposo abandonado que se duele y se lamenta ante la esposa, pidiéndole de nuevo una respuesta.
Nosotros, creaturas libres, le podemos dar a Dios algo que el mismo Dios no tiene: amor distinto, de personas de la tierra. Ni el mismo Dios que puede todo en otro plano (en relación con los vivientes que no son personales) puede doblegar la voluntad libre del hombre y suscitar amor gratuito. Si Dios quiere amor libre libremente ha de dejarnos y venir hasta nosotros, como suplicante; si no hiciera así, dejaría ya de ser divino (amor que hace posible la vida en libertad); el hombre, por su parte, dejaría ya de ser humano, como libertad creada, en un camino de búsqueda, en la historia. Dos pasajes nos ayudan a entender este misterio.
‒ El primero es el diálogo de Dios y María, como culmen del AT. Dios mismo viene como suplicante: viene y pide su respuesta; baja y espera una palabra positiva (hágase en mí según tu palabra: Le 1, 38). Nunca Dios había sido tan divino y grande como ahora.
‒ El segundo es la vida de Jesús en la que Dios se vuelve humano, pequeño, vacilante, para hablar así a los hombres desde el fondo de su misma situación, de su dolor y desventura; de esa forma, el Dios crucificado (diciendo: tengo hambre ¿me dais de comer? ¿soy un migrante, me acogéis….?: cf. Mt 25, 31-46) está esperando una respuesta de los hombres.
ORACIÓN DE PETICIÓN: PROBLEMA, RETO, CAMINO
No todos están de acuerdo con aquello que estoy diciendo, pues hay una corriente de iglesia que dice que pedir no es orar… Orar es contemplar y alabarse, realizar una inmersión en lo divino, meditar… Según el esquema de la premoción (propio de Báñez), Dios actúa de tal modo que parece ocupar todo el espacio, sin que nadie más puede existir ni actuar libremente: Tan grande es su Presencia que ella suprimiría toda otra presencia y acción, impidiendo que existan y se expresan en su verdad (y diferencia), las personas, para dialogar con ellas. Pero pedir en cuanto tal no es orar, por dos razones:
Pedir es un gesto de esclavos o niños, de seres dependientes. Nosotros somos ya maduros, no tenemos que pedir nada, sino reconocer lo que somos, reconocernos hijos de Dios y alegrarnos por ello…
Dios lo tiene ya todo decidido, de manera que no podemos pedirle nada, pues resultaría inútil. Dios no se deja mover por aquello que podamos pedirle…
A pesar de eso, estoy convencido de que la oración de petición constituye un elemento clave de la vida religiosa en general y más en particular de la vida cristiana. Pues bien, en contra de eso, avanzando en la línea de Molina, he venido respondiendo que, siendo infinito (existiendo en sí mismo), Dios no ocupa todo el espacio de la realidad, más aún, no ocupa ningún espacio, sino que abre en su interior un hueco (se hace hueco) para que broten y actúen con (por) él otros seres personales, con quienes dialoga. Ser persona es dialogar, y para hacerlo (ser persona) Dios ha creado otras personas, abriendo para (y con) ellas un espacio de comunicación. Su grandeza es no imponerse, sino vivir, mover y existir en la vida de los hombres, con-viviendo en y con ellos (cf. tema 13; Hch 17).
Por eso, la perspectiva de la pre-moción (todo el movimiento es de Dios) resulta insuficiente, a no ser que se complete con la perspectiva del concurso, de manera que hombre y Dios dialoguen y se influyen, cada uno a su nivel, abriendo cada uno un espacio para el otro, en acción compartida. En esta perspectiva la misma imagen del concurso debe superarse, pues Dios no actúa «con» los hombres (como seres separados, tirando de una barca), sino «en», a través, de ellos.
— El hombre ha de escuchar a Dios y responderle y Dios tiene que dejar que los hombres sean y actúen libremente, para concurrir, es decir, para actuar en/por ellos.
— El hecho de que el hombre actúe (y de que su acción tenga un valor definitivo) es prueba y presencia de la acción de Dios, que no es sólo aquel con quien el hombre concurre, trazando un camino de vida en el mundo, sino aquel que lo hace todo, pero en su nivel divino, abriendo un hueco para que el hombre sea y actúa en su propio nombre, como Dios creado, conforme al modelo de encarnación del Concilio de Calcedonia (año 451), de manera que todo sea divino, siendo todo humano. En esa línea podemos y debemos invertir las dos razones anteriores en contra de la oración de petición:
- Pedir no es un gesto de esclavos o niños, sino una actitud de amigos.De verdad de verdad… sólo el amigo pide algo al amigo, en gesto de libertad y confianza…
- Dios no lo tiene todo decidido, sino que decide con nosotros…Frente a toda teología de la pura predestinación quiero defender la experiencia y tarea de la comunión en libertad con Dios.
TEMA DE FONDO. DIOS Y EL HOMBRE
Sólo por ser divino, Dios puede hacerse (abrir un) espacio donde el hombre sea (y actúe). Por su parte, el hombre ha hacerse transparente en su acción, de tal forma que en él actúe Dios, haciéndolo todo, en su nivel divino. Así caminan ambos, y dialogan y se influyen, uno en otro, en intimidad profunda, dialogando, pero de tal forma que no son dos, sino uno, como dice Jesús: El Padre y yo somos uno (Jn 10, 30; 17, 21).
En esa línea descubrimos que la acción de Dios es nuestra misma acción humana, de manera que nuestra acción es también divina, pues somos (con él) creadores de su mundo. No caminamos a solas hacia Dios, como si Él fuera la cumbre de una gran montaña, de miles de metros, que sólo algunos expertos coronan con esfuerzo, sino que él camina en principio con nosotros, siendo Dios y haciendo todo (haciéndose divino) a través de nuestra acción. Por ser transcendente como persona, él no se encuentra lejos, fuera, al exterior, sino al interior de nuestra vida, a nuestro lado, caminando con (y en) nosotros, de manera que en él y con él seamos y actuemos, como existencia en compañía:
− Fundamentación metafísica. Dios no actúa físicamente como «otro», a nivel de mundo, cuando se relaciona con los hombres, como si debiera romper de un modo milagroso las leyes de la naturaleza para manifestarse. En un plano natural (físico) todo sucede conforme a los principios de la naturaleza (creación).
Dios se encuentra y actúa en un plano que podemos llamar meta-físico, es decir, de infinitud y presencia personal, fuera de la física (pero sin negarla). Eso no significa que él sea menos, sino más: Estando y actuando físicamente en todo, Dios se expresa en (con) los hombres, de un modo trascendente, abriendo y recorriendo un espacio en el que los hombres realizan una acción, que es divina (de Dios) siendo humana.
Ésta es la prueba: Dios hace a los hombres capaces de hacerse a sí mismos (en él y por él), de forma que ellos sean y puedan crear (en él y con él), y así él (Dios) sea en ellos, y ellos (los hombres) en Dios, y ambos juntos realizan la acción más elevada, la tarea de la historia. Creer en el valor trascendente de nuestra acción, eso es creer en Dios, como misterio original de vida, tarea arriesgado de Reino.
‒ Actuar como aliados. Los aliados temporales se vinculan para realizar una obra (con un fin determinado), de manera que acabada la obra termina la alianza. Los aliados definitivos se vinculan no sólo para obrar, sino para convivir y enriquecerse mutuamente (como sucede en el matrimonio), siendo uno en el otro y sabiendo ambos que sólo así pueden realizar la tarea más honda (que un caso muy especial es la educación de los hijos).
En esta línea hablamos de alianza entre el hombre y Dios, no sólo para hacer cosas (con ciertos fines), sino, y sobre todo, para con-vivir, ser y actuar uno en el otro. Dios no es aliado estratégico, sino amigo personal, y así podemos fiarnos de él: Nos ha dado libertad para ser y actuar en su mundo (tierra) y nosotros confiamos en él para realizar su tarea, sabiendo que el principio de todo conocimiento es la fe mutua (confiamos en el él, él en nosotros).
Creer no es aceptar cosas no vistas, sino confiar en otro, en este caso en Dios, aceptando la vida que nos regala, viviendo en él y dejando que él viva en nosotros. En el principio de todo conocimiento (y de toda colaboración con Dios) hay un gesto de confianza mutua: Creer en él (vivir en alianza) es saberse en sus manos, y dejar que él realice su acción más alta en nosotros. Creer en Dios significa comprometernos a realizar con él su Reino.
− Obra común, futuro del mundo. Antes de un tipo de pre-moción (lo que Dios hace en nosotros), en el fondo del con-curso activo (lo que hacemos juntos) está el conocimiento mutuo, es decir, vivir uno en el otro, Dios en los hombres por encarnación y los hombres en Dios por inhabitación. De forma lógica, las tradiciones bíblicas han interpretado la presencia e influjo de Dios como «palabra» de conocimiento mutuo y de realidad compartida, es decir, como diálogo creador en amor.
Las tradiciones bíblica saben que Dios y el hombre comparten la vida, se conocen y vinculan mutuamente, de manera que se puede hablar de una obra común (de Dios en el hombre, del hombre en Dios) en la que se expresa y define (decide) nuestra vida humana. Mirada en ese fondo, la cuestión debatida entre Báñez y Molina no ha sido una pequeña disputa confesional, sino un tema clave de la teodicea y de la historia: Se trata de saber lo que Dios quiere hacer en (con) nosotros, y lo que nosotros podemos y queremos en (con) Dios, no sólo en un nivel de intimidad personal, sino con nuestro poder científico, físico y biológico. Se trata de «hacer» o, mejor dicho, de hacernos en el interior de la acción de Dios, trazando así una historia que nos define y desborda, desde el futuro de Dios, que ha de ser, si queremos, nuestro espacio de futuro.
No se trata sólo de conocer aquello que podemos hacer, sino de decidirnos y hacerlo (apostando por la vida de Dios, que es en el fondo la clave y raíz de nuestra vida) pues de ello depende nuestra forma de seguir viviendo y explorando en un mundo enigmático, abierto a grandes posibilidades, todavía sin explorar. Nuestro futuro está ligado a la forma en que acojamos la acción de Dios, dejando que él actúe en nosotros manera que seamos nosotros mismos los que decidamos lo que ha de ser, actuando en él, y optando al fin por la vida o por la muerte (como sabe Dt 30, 15).
‒ En ese sentido podemos afirmar que la historia es un riesgo y tarea de Dios, como han descubierto sorprendidos los cristianos al descubrir que el mismo Cristo de Dios ha sido crucificado, ha tenido que morir, para ser fiel al camino del Reino, en una historia que se definirá como resurrección de los muertos, es decir, como transformación creadora del pasado.
Hay ciertamente un mundo externo, sin interioridad (al menos conocida), que parece pasivo frente de Dios, como si Dios lo fuera todo, por sí mismo, sin nadie real a su lado o frente a él. Pero Dios ha querido crear (implantar) en ese mundo seres libres, capaces de escucharle (acoger su voluntad) y responderle, de tal forma que el sentido y futuro de la creación depende de ellos (de nosotros). En ese sentido, al crear seres libres, Dios mismo ha querido hacerse «dependiente» de ellos, en clave de amor, de una forma que asume y supera los planteamientos que hemos visto al hablar de Schleiermacher.
Ésta ha sido la prueba de la acción humana, entendida como acción de Dios. No es una prueba teórica, de especulación erudita, sino una tarea práctica, en la que está implicada nuestra vida. No nos limitamos a vivir, y además conocemos a Dios, sino que le conocemos (probamos su existencia) con nuestra misma acción, en libertad. En ese sentido, conocemos a Dios al «hacerle», haciendo así posible que él se haga a través de nuestra propia vida. Y con esto planteamos el tema decisivo de la libertad del hombre como prueba de Dios… Con esto abrimos el camino para la oración de petición.
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