Cada mañana me digo: hoy empiezo.
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Siempre resulta ilusorio creerse convertido de una vez por todas. No, no somos más que simples pecadores, aunque pecadores perdonados, pecadores-en-perdón, pecadores-en-conversión.
No se nos da otra santidad aquí abajo […]. Convertirse significa comenzar siempre de nuevo este cambio radical interior mediante el cual nuestra pobreza humana se vuelve hacia la arada de Dios. De la Ley de la letra pasa a la Ley del Espíritu y de la libertad, de la ira a la gracia. Este vuelco no acaba nunca, porque no hace otra cosa que volver a comenzar constantemente. Antonio el Grande, patriarca y padre de todos los monjes, lo decía de una manera lapidaria: «Cada mañana me digo: hoy empiezo».
La conversión, efectivamente, es siempre una cuestión de tiempo: el hombre necesita tiempo, y también Dios quiere tener necesidad de tiempo con nosotros. Nos haríamos una imagen del hombre absolutamente errada si pensáramos que las cosas importantes en la vida de un hombre se pueden llevar a cabo de inmediato y de una vez por todas. El hombre ha sido hecho de tal modo que necesita tiempo para crecer, madurar y desarrollar todas sus propias capacidades. Dios lo sabe mejor que nosotros, y por eso espera, no desiste, es indulgente, longánimo: «La bondad de Dios te empuja a la conversión» (Rom 2,4). Benito, en el prólogo de su Regla, nos brinda un comentario de una gran riqueza: Dios sale cada día a la busca de su obrero, y el tiempo que nos da es una dilación, un don, un tiempo de gracia que se nos otorga de una manera gratuita. Es un tiempo que podemos emplear para encontrar a Dios una vez más, para encontrarle cada vez mejor en su estupenda misericordia.
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André Louf,
Bajo la guía del Espíritu,
1990, pp. 11-13, passim
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