Humildad
La humildad es una virtud que no está de moda no sólo en la sociedad en general, sino ni siquiera entre muchos cristianos… Aquí interviene a fondo la locura del Evangelio. Al que quiere llegar a ser humilde, la locura del Evangelio le pide que se ejercite en considerar a los otros como superiores a él mismo (cf. Flp 2,3); le pide que prefiera una estima menor a otra mayor, las situaciones humildes a las más elevadas, el último al primer puesto.
No es posible decir la variedad de actitudes cotidianas a las que esta decisión nos compromete. Cuando dos hombres se disputan la misma ganancia y ésta no es divisible, cada uno de ellos se justifica diciendo: ¿por qué él y no yo? El hombre humilde, en cambio, se siente inclinado a decirse a sí mismo: en el fondo, ¿por qué yo y no él? Cuando se produce un fracaso, cada uno de los miembros del grupo busca un culpable: evidentemente, la culpa es de tal o cual. El hombre humilde, en cambio, se pregunta: ¿por qué tendría que ser más culpa de ellos que mía? Cuando nuestro ingenio y nuestros talentos permanecen desconocidos e inutilizados, exclamamos con disgusto: ¡qué injusticia! El hombre humilde, en cambio, se siente inclinado a decirse a sí mismo: después de todo, ¿soy verdaderamente tan indispensable?
Es un heroísmo querer hacer morir en nosotros todo tipo de orgullo. Para sentirnos dispensados de ello preferimos lanzar reproches, de una manera hipócrita, contra los peligros que la humildad cristiana supondría contra el desarrollo de nuestra personalidad. Pero nos engañamos, y si tuviéramos una sola brizna de lealtad deberíamos convenir en que si muchos, ¡ay de mí!, no consiguen llegar a ser hombres maduros, no se debe en absoluto a que hayan cultivado asiduamente la humildad; se debe más bien a que los mil diferentes tipos de orgullo les impiden participar en la humillación de Cristo para ser, por él y en él, convertidos, para que él nos haga crecer.
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A. M. Besnara,
L’umiltá, en Letture patrístiche,
Padua 1969
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