Aquella misa en la favela…, por Pedro Arrupe sj
Hace algunos años, cuando visitaba una provincia de jesuitas en América Latina, fui invitado a celebrar en un suburbio, en una favela , en uno de los lugares más pobres de la zona. Unas cien mil personas vivían allí en medio del barro, porque este suburbio estaba construido en una depresión que se inundaba cada vez que llovía…
La misa tuvo lugar bajo una es pecie de techumbre en mal estado, sin puerta, con perros y gatos que entraban libremente. La eucaristía comenzó con cantos, acompañados por un guitarrista que no era precisamente un virtuoso. El resultado me pareció, con todo, maravilloso. El canto repetía : “Amar es darse… ¡Qué bello es vivir para amar y qué grande tener para dar!”.
A medida que el canto avanzaba, sentí que se me hacía un gran nudo en la garganta. Tenía que hacer un verdadero esfuerzo para continuar la misa. Aquellas gentes, que parecían no tener nada, estaban dispuestas a darse a sí mismas para comunicar a los demás la alegría, la felicidad.
Cuando en la consagración elevé la hostia, percibí, en medio del tremendo silencio, la alegría del Señor que se encuentra entre los que ama. Como dic e Jesús: “Me ha enviado a predicar la Buena Noticia a los pobres”, y “felices los pobres”...
Al dar la comunión, me fijé en que en aquellos rostros secos, duros, quemados por el sol, había lágrimas que rodaban como perlas. Acababan de encontrarse con Jesús, que era su único consuelo. Mis manos temblaban.
Mi homilía fue corta. Fue sobre todo un diálogo. Me contaron cosas que no suelen escucharse en los discursos importantes, cosas sencillas, pero profundas y sublimes, desde un punto de vista humano.
Una vie jecita me dijo: “Usted es el superior de estos padres, ¿no? Pues bien, señor, un millón de gracias, porque vosotros, los jesuitas, nos habéis dado este gran tesoro que necesitamos y no teníamos: la misa”.
Un muchacho dijo en público: “Padrecito: quiero qu e sepa que estamos muy agradecidos, porque estos padres nos han enseñado a amar a nuestros enemigos. Hace una semana yo había conseguido un cuchillo para matar a un compañero al que odiaba. Pero después de escuchar al padre predicar el Evangelio, en vez de matar a aquel compañero compré un helado y se lo regalé”.
Por fin, un tipo corpulento, con aspecto de delincuente y que casi daba miedo, me dijo: “Venga a mi casa. Tengo un regalo para usted”. Yo, indeciso, dudaba si debería aceptarlo, pero el jesuita qu e me acompañaba me dijo: “Acepte, padre, son muy buena gente”.
Así que fui con él a su casa, que era una barraca medio destruida, y me invitó a sentarme en una silla desvencijada. Desde mi sitio yo podía contemplar la puesta del sol. El grandullón me dijo: “Mire, señor, ¡qué hermosura!” Nos quedamos en silencio durante algunos minutos. El sol desapareció. El hombre exclamó: “No sabía cómo agradecerle todo lo que hacen por nosotros. No tengo nada que darle. Pero pensé que le gustaría ver esta puesta de sol. ¿A que le ha gustado? Adiós”. Y me dio la mano.
Cuando se iba, pensé: “No es fácil encontrar un corazón así”. Ya abandonaba la calleja, cuando una mujer, muy pobremente vestida, se acercó a mí, me besó la mano, me miró y me dijo con voz emocionada: “Padre, rece por mí y por mis hijos. Yo también he oído esa misa tan bonita que usted acaba de decir. Tengo que volver a mi casa. Pero no tengo nada que dar a mis hijos… Rece por mí: Él nos ayudará”. Y desapareció corriendo hacia su casa.
¡Qué cosas aprendí en aquella misa entre los pobres! ¡Qué diferencia con las grandes recepciones que organizan los poderosos de este mundo!
Testimonio de Pedro Arrupe recogido en un libro-entrevista de Jean-Claude Distsch
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