Amor activo, somos responsables de Dios
El ideal burgués de fraternidad, que la revolución francesa ha unido al de igualdad y libertad, ha quedado en gran parte inoperante en el campo de las luchas político-económicas del siglo XIX–XX, porque no se ha dado una verdadera trasformación en línea de justicia. Detrás de las hermosas palabras de hermandad e igualdad se escondía el ansia de dominio de algunos privilegiados, la «libertad» de realizarse a costa de los otros. ¡Que triunfe el que es más fuerte! se decía o, por lo menos, se pensaba. Es lógico que, en contra de esa situación, que ha dado origen al capitalismo financiero y depredador que nos amenaza, se haya levantado un nuevo tipo de conciencia de amor entre los hombres: Una solidaridad de oprimidos, abierta hacia los grandes ideales de igualdad fundamental entre los hombres. Siguiendo en esa línea, a partir de las experiencia ya citada de E. Hillesum, sin negar tu primera actitud de protesta, tú misma me has dicho, que somos responsables de la obra de Dios (es decir, del mismo Dios)[1].
Fueron tiempos duros, pero no vacíos. Allí donde habría podido decirse que la historia fracasaba comenzaron a surgir caminos de justicia, en los siglos XIX y XX. Las grandes palabras de amor interhumano parecían rotas, al menos en las capitales de la industria, la política, el comercio. Parecía que lo humano se encontraba condenado a perecer entre los resortes del capital (el nuevo dios), entre intereses coloniales y luchas de poder. Pues bien, desde esa situación se fue elevando la voz de condenados, los obreros sin poder ni pan, que proclamaban una nueva ley humana, un camino de igualdad y de esperanza. De esa forma, en medio de una tierra de palabras vanas y de bellos propósitos de amor inoperante, convertido en propulsor de la injusticia, fue surgiendo un ideal distinto de amor solidario, interpretado como fuerza de transformación del hombre y de la historia.
Esa solidaridad, entendida como intento de crear amor a través de un cambio de estructuras, se vincula al descubrimiento de que las clases sociales no derivan de la naturaleza, sino que provienen de la historia y cultura de los hombres, como empiezan diciendo K. Marx y F. Engels, en El Manifiesto comunista de 1848: «Hasta hoy toda la historia de la sociedad ha sido una constante sucesión de antagonismos de clases, que revisten diversas modalidades, según las épocas». Ese antagonismo deriva de las condiciones de producción, se explicita en formas de ideología clasista, elaboradas para el dominio de unos pocos y se concretiza en la misma organización de los estados. En esa línea, la humanidad, internamente dividida, corre el riesgo de destruirse. Por eso es necesario un movimiento inverso que, partiendo de la misma opresión, pueda superarla. Esto podía realizarlo únicamente la clase proletaria.
En ese contexto quiero hablar de la solidaridad marxista, pero después, en un nivel mucho más hondo, retomando la experiencia de E. Hillesum (y de Jesús), quiero desarrollar algunas ideas que tú misma que tú misma me enseñaste, al decir que debemos ser solidarios con el mismo Dios y ayudarle en el camino de la llegada de su reino. Somos responsables del orden social (como empezaré mostrando con unas reflexiones tomadas en parte del marxismo), pero, en un nivel más hondo, somos responsables del mismo Dios, es decir, de su obra y presencia en el mundo, como supo y dijo Jesucristo.
Solidaridad comunista.
Como heredero de la revolución francesa y del judeo-cristianismo, K. Marx (1818-1883) suponía que los hombres han de vincularse en justicia, en contra de lo que sucede actualmente, en que se hallaban divididos, escindidos, rotos por la lucha entre las clases. Sólo desde el interior de la clase subyugada o destruida de los proletarios puede surgir un camino de emancipación solidaria:
¿Dónde reside, pues, la posibilidad positiva de la emancipación…? En la formación de una clase con cadenas radicales, de una clase que es la disolución de todas: de una esfera que posee un carácter universal debido a sus sufrimientos universales y que no reclama para sí ningún derecho especial, porque no se comete contra ella ningún daño especial, sino el daño puro y simple, que no puede invocar ya un título histórico sino su titulo humano…; de una esfera, por último, que no puede emanciparse sin emanciparse de todas las demás esferas de la sociedad y. al mismo tiempo, emanciparlas a todas ellas; que es, en una palabra, la pérdida fatal del hombre y que, por lo tanto, sólo puede ganarse a sí misma mediante la recuperación total del hombre. Esta disolución de la sociedad como clase especial es el proletariado (Marx-Engels, Sobre Religión I, Sígueme, Salamanca 1974, 105).
Este pasaje condensa y anuncia lo que ha querido ser la solidaridad marxista, fundada en la comunión en el dolor y en el despojo. La unidad de la burguesía no se fundamenta en la razón, ni en los valores de la humanidad, sino en intereses de grupo. Por el contrario, la unidad de la clase proletaria se funda sobre la carencia de todos los valores. El proletariado no dispone de nobleza, ni de fuerza o bienes de fortuna; su único valor es la vida, la verdad del hombre que, al llegar hasta la hondura de sí mismo, despojado de todo, no tiene más valor que el hecho de formar parte del género humano. Desde esa base, en el principio de todos los caminos de transformación humana está la vivencia del sufrimiento compartido, la solidaridad en la opresión.
Esa solidaridad se abre en forma de lucha revolucionaria. En un momento determinado, los proletarios, unidos en el despojo, descubren la posibilidad de planear y edificar una existencia diferente, a través de la ruptura del orden actual (burguesía), para así crear una forma de vida compartida. Para realizar ese cambio es necesario que la unión en el dolor se vuelva solidaridad activa en alzamiento y en combate. En este contexto has de entender el lema final del Manifiesto Comunista: ¡proletarios de todos los pueblos: uníos! Esa unión del proletariado constituye el dogma base del credo comunista, que según Marx y Engels se oponen a los esquemas de humildad y pequeñez del cristianismo:
Los principios sociales del cristianismo predican la cobardía, el desprecio de sí mismo, la humillación, la sumisión, el desaliento; en una palabra, todas las cualidades de la canaille. Y el proletariado, que no quiere ser tratado como una canaille, necesita su valentía, su sentimiento de sí mismo, su orgullo y su sentido de independencia mucho más que su pan. Los principios sociales del cristianismo son solapados, y el proletariado es revolucionario (Ibid., 178-179).
Éstos son los elementos que definen y realizan la unión proletaria. Enamoramiento y amistad quedan en penumbra, como datos intimistas que no cuentan directamente en la nueva solidaridad. Los valores que se estiman principales son al interior del grupo la camaradería y al exterior la militancia. Camarada es quien se integra en la clase proletaria, convirtiéndola en principio y medida de toda su tarea. El camarada sabe que su suerte personal no es decisiva, lo que importa es la trasformación de clase, la unidad en el proceso, el movimiento proletario que culmina en el futuro de la nueva humanidad sin opresión del hombre sobre el hombre. Los valores intimistas, individuales, son menos importantes. Lo que importa es la solidaridad de grupo, que lleva a la unidad de los individuos (proletarios), para la transformación de la humanidad. Hasta que llegue ese final reconciliado, el camarada es militante: Se integra en la dinámica de lucha de clases y la asume de tal forma que es capaz de dar su en aras de la solidaridad.
Esa solidaridad tiende al surgimiento de una sociedad sin clases.«Tan pronto como, en el transcurso del tiempo, hayan desaparecido las diferencias de clase y toda la producción esté concentrada en manos de la sociedad, el Estado perderá todo carácter político» (Manifiesto comunista, Madrid 1977, 46). En una sociedad de clases, el Estado es signo y garantía de violencia, como instrumento de dominio de una clase sobre otras. Por la revolución socialista, el Estado cambiará, haciéndose vehículo de ideas y proyectos revolucionarios, que llevan a la superación de las clases sociales. Así, cuando se cumpla el proceso y el proletariado, inicialmente despojado de todo, a través de un proceso de organización y lucha, haya logrado asumir la esencia de lo humano, el Estado como signo de imposición desaparecerá y la sociedad se organizará de forma transparente y solidaria, en libertad y en igualdad, de tal manera que los signos de la vieja imposición irán al puesto que les fuera preparado previamente, «al museo de antigüedades, junto al torno de hilar y al hacha de bronce (cf. F. Engels, El origen de la familia, la propiedad privada y el estado, Madrid 1970, 217).
Las maneras de hablar sobre ese momento final son diversas: Identificación del hombre con su naturaleza, transparencia interhumana, trabajo como juego, superación de las necesidades etc. Triunfará la solidaridad y el hombre no será enemigo de los hombres. Estas eran las palabras básicas del ideal comunista. Ahora que las realizaciones concretas de ese ideal han fracasado (año 2012), tras millones de muertos de la dictadura estalinista y maoísta, preguntamos: ¿Sigue teniendo un valor? ¿Dónde han estado sus fallos? ¿Cómo se relaciona la solidaridad marxista con el amor del cristianismo?
Solidaridad cristiana.
Sabes bien que es difícil contestar a las preguntas anteriores, y aquí sólo puedo esbozar algunos rasgos de la solidaridad cristiana partiendo de una lectura social Mt 25, 31-46 (“tuve hambre y me disteis de comer…»), distinguiendo cinco rasgos de la solidaridad cristiana. En su principio está la gracia de la encarnación, es decir, la certeza de que Dios nos ama, tal como aparece en el evangelio de Jesús. Por eso, la solidaridad con los excluidos no es sencillamente efecto del camino de la historia: Es don de Dios que se hace humano, asumiendo nuestro dolor, es compromiso de ayudar al Dios que sufre en los hambrientos, sedientos, exilados, enfermos y encarcelados.
La solidaridad de Jesús no se identifica con los intereses de un determinado grupo proletario, sino con la situación de todos los oprimidos. El marxismo ha destacado el sufrimiento de la clase proletaria industrial, poniendo de relieve su potencial, a través de un “partido” que asuma y represente los intereses de los proletarios, a los que se vincularán todos los restantes pobres de la tierra. Más que con los proletarios que en el fondo son ya poderosos (capaces de iniciar una revolución violenta, tomando el poder), Jesús se identifica con los proletarios-excluidos, incapaces de tomar el poder.
La solidaridad de Jesús es gracia (donación y comunión). Amar es más que ir asumiendo la existencia de los otros; amar implica darse, ofreciendo la vida por ellos. Allí donde el marxismo introducía la lucha entre las clases, para liberar a los proletarios-oprimidos, Jesús sabe que la injusticia y violencia del mundo actual sólo puede cambiar con amor no violento. De esa forma, su solidaridad se expresa asumiendo el dolor de la historia (Dios hambriento, Dios preso…) y conduce a la comunión personal. Él no quiere que muramos para así integrarnos en el todo de la clase social o de la especie, sino para crear nuevas relaciones personales, haciéndonos solidarios con él, ayudándole a ser y a expresarse en todos los que sufren sobre el mundo.
Finalmente, Jesús no ha querido tomar el poder. La revolución marxista se ha mantenido dentro de las estructuras de poder: Ha tomado las riendas del Estado, apelando incluso al “ejército revolucionario”, para extender sobre el mundo su solidaridad, por medio de la fuerza. En el fondo, ella acaba siendo un amor violento, amor de obreros que toman el poder, amor de soldados que quieren expandir sobre el mundo su revolución, es decir, un amor que “no es misericordia”, sino una nueva forma de imponerse sobre los más pobres..
Jesús no ha tomado el poder para extender el amor, a la cabeza de un grupo de revolucionarios. Una transformación que empieza tomando los poderes del Estado no sería auténtica. Un amor que se impone por la fuerza no es auténtico. Ésta es la diferencia de la solidaridad cristiana, tal como aparece desde Mt 25, 31-46, donde Dios empieza apareciendo como necesitado a quien debemos consolar, ayudar, potenciar. Jesús no opone a los dos grupos (ricos y pobres, para decirlo en un lenguaje sencillo) para que luchen entre sí, sino que quiere que los necesitados (hambrientos, sedientos, exiliados…) liberen (curen) a los ricos, a fin de que esos ricos puedan acogerles, creándose así una comunión de solidaridad humana. De esa forma inicia la gran transformación, sin toma de poder, desde los más pobres, que son capaces de cambiar (curar) a los mismos ricos, en un camino abierto a la reconciliación final (aunque pueden haber ricos que no ayudan a los pobres, corriendo así el riesgo de quedar destruidos por su propia violencia).
Este pasaje (Mt 25, 31-46) nos sitúa cerca de los presupuestos del marxismo, de tal forma que, en un primer momento, podemos distinguir también a los hombres en opresores y oprimidos. En esa línea, el marxismo ha interpretado la historia en claves de oposición dual, como enfrentamiento burguesía-proletariado: La raíz del enfrentamiento es económica y su realización polémica (a través de la lucha de clases). Pero Mt 25, 31-46 ha roto y superado ese esquema dual de enfrentamiento, que pudiera conducir a la dictadura del proletariado, y ha ofrecido las bases para solucionar el problema de otra forma, estableciendo una división ternaria. Los hombres no se escinden en buenos y malos, grandes y pequeños (burgueses-proletarios), sino en cuatro grupos. (a) Pobres, es decir, oprimidos sin más, hambrientos, exilados, desnudos, encarcelados; en ellos está el principio de la salación. (b) Pobres que ayudan a los ricos, para así curarles e iniciar con ellos un camino nuevo de solidaridad. (c) Ricos que se dejan curar y que así, curados, se solidarizan con los pobres, dándoles de comer, acogiéndoles en la nueva casa de la vida. (d) Ricos que no se dejan curan, que no acogen a los pobres y que así corren el riesgo de perderse, quedando fuera de la gran misericordia creadora de Dios (cf. cap. 40).
Los que determinan la división son los pobres en cuanto tales, pobres que simplemente sufren y pobres que ayudan y curan, de manera que ante ellos se dividen los restantes grupos; a partir de ellos se puede entender el proceso de la historia humana. Prescindiendo, quizá, de algún caso límite (¿retrasados profundos, enfermos terminales?), todos los hombres y mujeres podemos ser y somos, al mismo tiempo, objeto de necesidad y sujeto activo de (posible) ayuda a los otros. Estamos a merced de los demás, pero, al mismo tiempo, les podemos ofrecer alguna forma de asistencia, no sólo en el nivel externo, sino en otros niveles de presencia, de manera que en ese sentido los que más aportan a la convivencia humana y al despliegue de Dios (al surgimiento de la nueva humanidad) pueden ser aquellos que parecen que no aportan nada, como simple rostro sufriente, como ha destacado el filósofo judío E. Lévinas (1906-1995).
De esa forma puede iniciarse desde los más pobres un movimiento de transformación, no para tomar el poder (en la línea del marxismo clásico), sino para “curar” a los ricos, y curarse así todos, haciendo que surja un movimiento de solidaridad, en el que cada uno recibe ayuda de los otros y puede ofrecerles su respuesta de asistencia, de manera que entre los pobres y aquellos que les “sirvan” o cuiden se forme un círculo de intercambio de solidaridad humana. Sólo quien impide ese intercambio, aquel que se aprovecha de los otros y no quiere darles nada destruye el camino del amor de Cristo y se destruye a sí mismo. Como ves, este esquema nos permite superar el exclusivismo económico (y la dialéctica violenta de tomar de poder y de lucha entre las clases sociales). Ciertamente, Mt 25, 31-46 pone de relieve la miseria material (hambre, sed…) e indica que es preciso resolverla, pero también destaca otras miserias importantes (cárcel, exilio, enfermedad…). Ciertamente, exige un cambio urgente, pero en forma de solidaridad mesiánica.
Un amor activo, somos responsables de Dios. En este contexto, lo inaudito de Mt 25, 31-46 no es que Cristo nos invite a amar a los pequeños; eso lo dijeron numerosos sabios anteriores. Lo inaudito es que proclame de manera directa que el mismo Dios está presente en ellos, añadiendo así que somos responsables de Dios: «Tuve hambre, estuve en el exilio». Donde sufre un hombre sufre el Hijo de Dios a quien podemos llamar «proletario universal» y «sufriente originario». Sólo en esta línea de identificación de Jesús con los necesitados se entiende la palabra de «felices vosotros los pobres…» (Mt 5, 3), porque el mismo Dios está presente en vuestra impotencia.
Aquí se funda la exigencia de solidaridad activa, pues los pobres, en sus diversas condiciones aparecen como rostro de Dios. De esa forma, allí donde descubro la presencia de Dios en los pobres, le descubro presente en mi vida de pobre, y en la vida de los otros a quienes puedo amar de un modo concreto (dar de comer, acoger), sabiendo que soy rostro de Dios y responsable del mismo Dios sobre la tierra. El Dios de Cristo no se expresa sólo en mi propia pequeñez, sino en la pequeñez de aquellos que están a mi lado, y en el amor mutuo, de forma que puedo escuchar la palabra: «Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos tendrán misericordia, pues el mismo Dios se expresa en lo que son y en lo que hacer» (cf. Mt 5, 7 s). De esa forma, la solidaridad concreta se hace signo de Dios, no a través de la violencia de un partido o grupo social que toma el poder y lucha militarmente contra otros (posibles opresores), sino a través del gesto solidario de aquellos que se ayudan desde su propia opresión. En esa línea, a partir de los expulsados y hambrientos, han de instaurarse formas de solidaridad económica y social, que sean capaces de trasformar la historia. En esta línea va el despliegue de la vida.
¿Qué pasa con aquellos que no se reconocen pequeños, ni agradecen, por tanto, el don de Dios ni el servicio que viene de los hombres? El Jesús de Mt 25, 31-46 responde en gesto de advertencia: «Apartaos de mi…». Los que actúan de esa forma terminan destruyéndose a sí mismos (aunque serán examinados en el Amor, cf. cap. 40). Por el contrario, aquellos que simplemente son pequeños, los perdidos proletarios que no pueden ni siquiera elevarse sobre sí, los subnormales, los hundidos de la vida sin retorno, con aquellos que les acompañan y ayudan se encuentran integrados en la vida de Jesús y alcanzar así su plenitud. Desde ese fondo vuelvo a trazar la diferencia entre el amor de Jesús y la solidaridad marxista:
– La salvación cristiana es don de Dios que se revela en Cristo como poder de comunión, expresado de un modo especial en los pobres y en aquellos que les ayudan. Ciertamente, esa ayuda puede y debe estructurarse por medios económico-sociales, pero nunca en forma de violencia estatal o militar, como ha querido un comunismo violento. Esa solidaridad cristiana no empieza tomando el poder,sino ayudando en concreto a los necesitados, los proletarios-mendigos, los que forman el “lumpen” o basura de la sociedad, de manera que no pueden ni siquiera defenderse. El evangelio se sitúa en la línea de una revolución sin toma de poder estatal ni militar, una revolución de multitudes abiertas al amor.
– El marxismo apela a la solidaridad de clase o grupo, que puede extenderse por un tipo de fuerza. En un momento determinado, los proletarios descubren que son más, que tienen en su mano la riqueza y el poder, y de esa forma se imponen tomando el de Estado y poniéndolo al servicio de la revolución proletaria. No apelan a la gracia de Dios, sino al cambio de las estructuras sociales, que debe expresarse en forma incluso militar, a través de trasformaciones sociales. Conforme a su visión de la historia, los marxistas creían que el motor del cambio son los proletarios-poderosos, bien organizados, capaces de tomar el poder, como han hecho a partir del año 1917 (revolución bolchevique en Rusia).
La forma externa de solidaridad comunista ha fracasado, porque quiso tomar el poder y cambiar las relaciones humanas por la fuerza. Pero queda con más fuerza que nunca el don y la exigencia de la solidaridad cristiana, que debe renunciar a la toma del poder para cambiar la historia, y ha de hacerlo partiendo de otros valores que el marxismo no había valorado: Amistad y gracia, enamoramiento y entrega de la vida y, sobre todo, a partir del descubrimiento de que el mismo sufre y necesita nuestra ayuda en los necesitados. El riesgo de la solidaridad marxista ha estado en su fuerza, en la toma de poder como forma de superar un tipo de Estado político y de división social. En contra de eso, el amor cristiano interpreta y busca el cambio en un nivel humano, superando la estrategia de enfrentamiento, para integrar el cambio económico (¡necesario!) dentro del espacio más amplio de una mutación antropológica, en línea de gratuidad y encuentro personal; eso no exige menos decisión y valentía que la del marxismo clásico, sino mucha más.
[1] Y. Calvez, El pensamiento de C. Marx, Madrid 1958, 165-209; J. de Fraile, Adam et son lignage, Brugges 1959; G. Girardi, Amor cristiano y lucha de clases, Salamanca 1971; J. Guichard, El marxismo. Teoría y práctica de la revolución, Bilbao 1975, 391-418; X. Pikaza, Evangelio de Jesús y praxis marxista, Marova, Madrid 1977; Dios preso, Secretariado Trinitario, Salamanca 2005; N. Poulantzas, Poder político y clases sociales en el estado capitalista, Madrid 1976; A. Torres Queiruga, Jesúsproletario absoluto, en A. Vargas-Machuca (ed.), Jesucristo en la historia y en la fe, Salamanca 1978, 316-324.
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