Ascensión: el cielo de Jesús es la vida de los hombres. La ascensión en los evangelios de Mateo y Lucas
Ayer presenté el tema de la Ascensión de Jesús desde el evangelio de Mateo. Hoy quiero completar su texto con el de Lucas (tomando elementos y reflexiones de mi Diccionario de la Biblia y de las 40 Palabras originarias de Jesús, cf. Imagen). Tres son las ideas que desarrollo en lo que sigue:
- Jesús sube al cielo… Eso significa que se introduce de forma radical en la historia de los hombres, que son (somos) la gloria y cielo de Jesus.
- El cielo de Jesús en Mt 28 es la misión y presencia de sus discípulos en el mundo. Por eso, él les dice “estoy con vosotros todos los días” hasta la consumación de lo alto.
- El cielo de Jesús en Lc 24 y Hch 1 es la presencia de su vida (de su fuerza recreadora) en la misión de los discípulos… que recibirán así la fuerza del Alto (Dios), serán revestidos del Espíritu Santo.
1) Mateo 28,16-20
En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Al verlo, ellos se postraron, paro algunos vacilaban. Acercándose a ellos, Jesús les dijo: “Se me ha dado pleno poder en el cielo y tierra. Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y he aquí que yo soy/estoy yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.
Con estas palabras culmina no sólo la revelación pascual de Jesús a sus discípulos (Mt 28, 16-20), sino todo el evangelio de Mateo, entendido como nueva ley cristiana. Conforme a los relatos de Lucas (Lc 24, 44-53 y Hch 1, 1-14), Jesús se manifestó durante cuarenta días de Pascua a sus discípulos, tras su resurrección, para después “elevarse al cielo”, visiblemente, desde el Monte de los Olivos (junto a Jerusalén), prometiéndoles la venida del Espíritu Santo, que les transformaría, haciéndoles capaces de anunciar el evangelio en todo el mundo. Pero aquí, según el evangelio de Mateo, Jesús se despide de sus discípulos desde el monte de Galilea, enviándoles al mundo entero y quedándose con ellos.
A diferencia de Lucas, Mateo afirma que Jesús se apareció a sus discípulos en el Monte de Galilea (no en Jerusalén), para transmitirles su encargo definitivo de misión, diciéndoles al fin que no se iba, sino que se quedaba con ellos para siempre. Estamos pues ante dos montes y dos perspectivas distintas: en un caso ante un monte concreto del entorno de Jerusalén, en el otro ante “el Monte” de Galilea. En un caso, ante un tipo de “marcha” de Jesús (a quien sustituye el Espíritu Santo, enviado por Dios); en el otro, ante una presencia distinta de Jesús, que así aparece como “Dios con nosotros”.
En este contexto se marca, mejor que en ningún otro, el carácter simbólico y plural del único testimonio de Jesús. Ni Mateo ni Lucas exponen de manera física aquello que pasó en cada caso, sino el sentido y actualidad de lo sucedido, desde una perspectiva de catequesis posterior de las comunidades. Ambos están convencidos de que Jesús murió y resucitó, apareciéndose a sus discípulos (como afirma Pablo en su testimonio más antiguo: 1 Cor 15, 3-9); pero después interpretan el sentido más profundo de su Pascua y de sus apariciones desde la perspectiva de su propia iglesia.
Estas palabras finales de Mateo retoman y llevan a su cumplimiento el sentido del pasaje central de la Anunciación (Mt 1, 18-25; cf. tema 1), y todo el evangelio de Mateo, que define a Jesús como Dios con nosotros (meth’êmôn ho Theos, 1, 23, con cita de Is 7, 14), de manera que le dan así el hombre de ‘immanu-el. Pues bien, este “Dios con nosotros” ha sido y sigue siendo el protagonista o “sujeto” de la historia/biografía de Mateo, y de la confesión de fe cristiana.
El enviado de Dios no es un Logos eterno y externo, separado de la historia, sino el mismo Jesús que nace, vive y muere entre los hombres, de tal forma que sólo así, en su vida entera, podemos llamarle Cristo, Señor, Hijo de Dios. Por otra parte, este Jesús, Dios-con-los-hombres, aparece radicalmente unido al Padre Dios, pues nadie conoce al Hijo, sino el Padre; y nadie conoce al Padre, sino el Hijo… (Mt 11, 27). Jesús se muestra así como Hijo de Dios, y de esa forma empieza diciendo en este pasaje se me ha dado, es decir, edothê moi, que en su forma de pasivo divino significa Dios me ha dado.
El evangelio de Mateo termina así con una confesión monoteísta, pero de tipo mesiánico: Por eso en la raíz de las palabras de Jesús no está el “yo” (ni un yo de él, ni de Dios), sino el “pasivo divino”, se me ha dado, en la línea de Mt 11, 27, donde el mismo Jesús confesaba “todo me lo ha dado mi Padre”. Pero hay una diferencia: La palabra de Jesús en Mt 11, 27 podía parecer “eterna” (intemporal), sin necesidad de historia (nadie conoce al Padre, sino el Hijo…). Por el contrario, esta nueva palabra (edothê: se me ha dado) ha de verse como final de un proceso histórico, centrado en la cruz y en la pascua, dentro de eso que pudiéramos llamar la historia divina de Jesús.
Esta palabra “se me ha dado” traza la más honda confesión monoteísta, en línea israelita. Jesús no quiere usurpar el lugar de Dios, ni disputarle su poder, sino que lo recibe y acoge agradecido, diciendo “todo se me ha dado”. En esa línea, su resurrección viene a mostrarse como su más hondo nacimiento “mesiánico”. Sólo después de haber entregado su vida en manos de Dios, perdiéndola en un sentido (sin dejar nada para sí), Jesús puede decir y dice “todo se me ha dado”, no sólo mi “yo” (lo que soy) sino todas las cosas del cielo y de la tierra.
Dios Padre le ha dado a Jesús todo poder (pasa exousia), que es la autoridad de regularlo todo y de esa forma organizarlo. Le ha dado no sólo el ser (ousia) como algo abstracto y separado, sino la capacidad activa de expandirse, de expresarse (exousia): Le ha dado un ser que actúa, que se expande y manifiesta, no en gesto de dominio impositivo, sino de creación, de despliegue vital.
Ésta una expresión clave del pensamiento hebreo, que no significa “dominar”, como derecho de usar y de abusar (ius utendi et abutendi), sino más bien “organizar, regular”, a fin de que todos (todas las cosas) tengan un sentido, un lugar en el conjunto donde se hallen amparadas. Ésta es una autoridad de pacto, en la línea del “yo estoy con vosotros”, no para suplantaros ni para imponerme desde arriba, sino para compartir todos los que somos.
De esa autoridad que Dios ha concedido a Jesús deriva todo lo que existe, la misma creación de cielo y tierra, como indican los textos que hablan de su función creadora/mediadora (desde Jn 1, 1-18 hasta Hbr 1, 1-3, pasando por Col 1, 15-20). Ese poder de Jesús tiene aquí un sentido histórico: El mediador entre Dios y los hombres es el mismo Jesús crucificado, que ha buscado siempre un lugar para todos, partiendo de los más pobres. Con estas palabras ( egô meth’hymôn eimi, yo soy/estoy con vosotros) culmina en Mateo la biografía mesiánica de Jesús.
Sólo en este momento final Jesús puede decir y dice yo (egô), de un modo enfático, presentándose así como el “yo humano”, o mejor dicho el yo pascual de Dios. Este “yo” de Jesús es un yo-con ( meth’ hymôn), es decir, un yo-pacto. No un yo-frente y sobre el mundo (yo puedo), ni un yo-razonante cartesiano (pienso, luego soy), ni un yo-conquistador (domino y por eso existo), ni un yo-voluntad de poder (F. Nietzsche), ni un yo abandonado, arrojado en el mundo (M. Heidegger), sino un yo-alianza (ser-con) que puede vincular y vincula a los hombres abriendo para ellos y con ellos un pacto definitivo, que se extiende a todos los pueblos hasta la consumación del tiempo (synteleia tou aiônos: 28, 20; cf. 13, 39. 40; 24, 3), hasta el fin de este ‘olam es decir, hasta que el mismo eón actual acabe y sea sólo Dios, todo en todos (1 Cor 15, 28).
2) Lucas 24, 46-52
El Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto. Yo os enviaré lo que mi Padre ha prometido; vosotros quedaos en la ciudad, hasta que os revistáis de la fuerza de lo alto. Después les hizo salir hacia Betania y, levantando las manos, los bendijo. Y mientras los bendecía se separó de ellos, subiendo hacia el cielo.
Cristo sube al cielo… (es decir, se hace presente de forma nueva en los hombres, a los que reviste el poder de lo alto…)
Al final de su trayecto, según Mt 28, 18-20, Jesús enviaba a sus discípulos al mundo entero, desde la montaña de Galilea, prometiéndoles que estaría presente con ellos hasta el fin de los tiempos. Lucas, en cambio, supone que Jesús se despidió de sus discípulos cerca de Jerusalén, precisamente en el Monte de los Olivos por donde, según la tradición de Zac 14, 4, debía volver el mismo Dios (o su Mesías) para instaurar el Reino sobre el mundo. Allí les prometió la presencia del Espíritu, mostrando así que él mismo vendrá de otra manera.
Conforme a su propia visión del tema, Lucas afirma que, después de haber estado con sus discípulos cuarenta días (cf. Hch 1, 1-11), Jesús fue a despedirse de ellos precisamente sobre el Monte de los Olivos, pero, antes de hacerlo y de subir al Cielo de Dios (=Ascensión), les pidió que volvieran a Jerusalén y esperaran allí un tiempo, hasta que fueran revestidos con el Poder de lo Alto (el Espíritu Santo), en el día de Pentecostés, para iniciar así, desde entonces, la misión universal de la Iglesia, hasta que llegara el Reino. Jesús se va (ya no le podemos ver, tocar y escuchar como antes), pero les ha dejado su Poder, es decir, su Espíritu Santo, que vendrá sobre ellos precisamente en Jerusalén (cf. Hch 2). Por eso les manda que esperen (esperemos) allí hasta recibirlo:
‒ Hasta que seáis revestidos de lo alto (eôs hou endysêsthe…) El Espíritu Santo aparecía en otros pasajes fundamentales del Nuevo Testamento como “unción”, es decir, como un aceite divino (crisma) que unge y fortalece a Jesús, que se llama precisamente por eso Cristo, Ungido, Masiah/Mesías). Según eso, el Espíritu ya no aparece como aceite, sino como vestido. Por eso dice Jesús a sus discípulos que queden en Jerusalén, hasta que reciban su nueva identidad es decir, hasta que sean “revestidos”, para salir después y dirigirse a todo el mundo.
Esta palabra, revestirse, se dice en griego endynô o endyô, cf.2 Tim 3,6; Mc 15,17 y en hebreo labash , y puede tener un sentido material, cuando se dice, por ejemplo, de Juan Bautista, que vestía un tejido de pelo de camello. Pero ella ha recibido pronto un sentido espiritual o simbólico, como allí donde Pablo ruega a los romanos que se revistan con las armas de la luz (Rom 13, 12) o de la inmortalidad (1 Cor 15, 53). Pues bien, Jesús dice a sus discípulos ahora que ellos serán revestidos con la dynamis o fuerza de lo alto.
El vestido no se entiende aquí ya como algo externo, una ropa material, sino como un valor o una virtud, en el sentido que toma de ordinario la palabra “hábito”, que no evoca ya un simple indumento, sino una forma de ser y/o de actuar (como en el caso de las virtudes, que son hábitos buenos). Este es el tema: Acabada su tarea, Jesús pide a sus discípulos que permanezcan en Jerusalén, que no comiencen su misión cristiana, hasta que Dios mismo les revista, les transforme.
‒ Con el poder del alto (dynamis). Esa palabra, que ha sido muy elaborada por el pensamiento griego, ha servido para traducir en la Biblia griega de los LXX varios nombres y símbolos hebreos, entre los que destacan hayil, que es poder-riqueza, gebura, que es potencia en su sentido más alto, en la linea del Dios que es el Gibbor por excelencia, tsaba, que es el poderío militar etc. En nuestro caso, la palabra que la traducción hebrea utiliza para evocar esa “dynamis” que recibirán los discípulos de Jesús, como un poder intenso, que les capacitará para vencer todos los peligros y para superar todas las adversidades.
Así concibe Lucas este poder que recibirán los discípulos de Jesús, en sentido personal (como un hábito del que se visten por dentro), de carácter milagroso. No se trata, pues, de una sabiduría meramente intelectual, de una capacidad discursiva para argumentar mejor y defenderse de los adversarios en un plano de razonamiento, sino de un poder de transformación humana, que se expresa en forma de dominio sobre los poderes satánicos y de capacidad de curación de los enfermos (cf. Lc 9,1).
Los creyentes reciben, según eso, una nueva dimensión vital, vinculada con la experiencia de la resurrección de Jesús (1 Cor 15,56; Flp 3,10), y así aparecen como renacidos, dotados de la fuerza de Dios, como los ángeles, a los que se les llama precisamente dynameis, poderes. Entendido de esa forma, el cristianismo no surge como consecuencia de una renovación intelectual, en la línea de la argumentación y el razonamiento, sino más bien, como un poder más alto de transformación y curación, que se expresa en lo que normalmente se llaman milagros (cf. 1 Cor 2, 4).
Esto significa que los seguidores de Jesús recibirán una autoridad superior que les sobre-viene, les marca, les define… Se han preparado para ello durante mucho tiempo, a lo largo de los dos o tres años en los que han estado con él; han superado la crisis de la muerte de Jesús, y a pesar de haberle abandonado por un tiempo, han vuelto a seguirle. Por eso, ahora deben terminar su preparación, quedando así en manos de Dios, para que les les unja, les selle y les revista con su poder más alto, de manera que ellos sean ungidos, sellados, revestidos
Un tipo de cristianismo helenista, vinculado al conocimiento teórico, ha marginado este aspecto de revelación del poder de Dios en la vida humana. Ciertamente, una pretensión carismática simplista, muy difundida entre algunos grupos, ha terminado banalizando esa acción del Espíritu Santo, y convirtiendo el cristianismo en una especie de teatro vacío de poderes Pero, en contra de eso, el verdadero cristianismo sólo puede entenderse y expandirse como una experiencia activa de transformación humana.
No se trata simplemente de organizar lo que existe ya, sin más, con un pequeño barniz de espiritualismo, ni de dominar espiritualmente a los “devotos”, creando así una especie de imperio religioso, sino de algo mucho más profunda: de vivir alimentados por una potencia que viene de lo alto (ex hypsous), es decir, del Dios que se revela a través de Jesús crucificado. Ésta es una experiencia radical de “elevación”, como un ascenso de nivel, en la línea de eso que pudiéramos llamar un “ruptura antropológica”. El hombre no es aún lo que puede ser, sino que debe cambiar por dentro, desde la altura del Dios de Jesucristo, que ha penetrado en la ambigüedad y violencia humana, para revitalizar a los creyentes mi-marôm, es decir, desde lo alto.
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