Interpelación de una hormiga a un elefante
Que una hormiga interpele a un elefante sobre su propia tarea es empresa alocada y harto peligrosa. Tamaña osadía proviene únicamente de la gran diferencia que hay entre la impresionante corpulencia del paquidermo y la menudencia del insecto. La cosa perdería toda gracia si se compararan sus inteligencias, pues mientras la hormiga se organiza en una sociedad que ronda la perfección de un engranaje mecánico, del elefante se ha dicho que llega a tener hasta conciencia de su propia muerte.
Los animales tienen capacidades y habilidades que les permiten adaptarse perfectamente a los nichos ecológicos en que viven. Los elefantes tienen una capacidad de socialización asombrosa: pueden expresar emociones como el dolor, la felicidad, la compasión, el luto y el altruismo; tienen, además, conciencia de sí mismos y poseen una memoria que bien podría compararse incluso con la humana. La hormiga, por su parte, moviéndose en grupo, es capaz de resolver problemas tan complejos como construir ciudades subterráneas, servir a la reina y elegir los mejores caminos para buscar alimento.
Insignificante hormiga
La simple alusión a la entidad y al comportamiento de ambos animales nos abre perspectivas hermosas para emitir juicios críticos constructivos, aunque, desafortunadamente, tardarán en ser tenidos en cuenta, en caso, claro está, de llegar a serlo alguna vez. Aun siendo el poderoso elefante de esta fábula muy receptivo, la hormiga fustigadora se desvanece ante él en su propia nihilidad. Su grito, su protesta y su crítica quedan recogidas, no obstante, en el subtítulo de este escrito: “papa Francisco, esta Iglesia, no, todavía no”, como desahogo de una presión interior explosiva.
Subrayemos, de paso, que la distancia entre la hormiga y el elefante, aun siendo enorme, es salvable si la comparamos con la que, en nuestro caso, media entre las ocurrencias de un oscuro plumilla y el magisterio seductor de un papa que sabe el terreno que pisa. Quede todo, pues, en el grito sordo de desahogo de un aprendiz de escribidor atrevido.
Caracol
Metidos de lleno en el mundo animal, enmarquemos el doloroso alarido de tan osada hormiga en el nicho vital de otros dos significativos animalitos, tan prominentes en la cultura humana como el caracol y la mariposa, para que ilustren con su sola presencia nuestro propósito.
Interpelar al papa, diciéndole lo dicho, se debe a que la Iglesia que llega hasta nosotros semeja un caracol que se desplaza pesadamente, debido seguramente a llevar a cuestas una pesada estructura dogmática y moral, repleta de excrementos. Por dura que parezca tan desconsiderada aseveración, tal me parece la Iglesia católica que tengo frente a mí o dentro de mí, incluso después de los retoques que nuestro bendito elefante blanco le está haciendo para embellecer su ser y agilizar el cumplimiento de su misión.
Hay en ella una sobrecarga intelectual de dogmas y verdades considerados sagrados, pero que en realidad no son más que una pretendida “definición” (= empobrecimiento) de conceptos filosóficos de la cultura griega, que ponen en solfa la comprensión humana, y un andamiaje de ordenanzas romanas, capaces de desanimar hasta al mismo Espíritu Santo a la hora de realizar su imprescindible labor de musa poética y guía turístico. A mi modesto entender, la Iglesia católica debe ser, en cuanto fiel continuadora del mensaje evangélico, mucho más o tal vez otra cosa que la que se afirma en esos dogmas o que lo que reflejan sus ordenanzas. Insisto una vez más en que del cristianismo se han hecho muchas lecturas a lo largo de su historia, desde sus mismos orígenes, y que la que llega hasta nosotros no parece que sea válida para los hombres de nuestro tiempo, a la mayoría de los cuales les parece un mensaje mortecino, desvirtuado y caduco, un mensaje apagado y pobre.
Mariposa
A mi criterio, la nueva relectura necesaria, audaz y exigente, postula que el pesado gusano que tenemos delante se metamorfosee en mariposa. Escribo esto el 19-04-19, día de Viernes Santo, y para no buscar más apoyos, digamos, de una vez por todas, que necesitamos que la Semana Santa permanente en que vivimos se transforme de una vez por todas en Domingo de Resurrección. Como cristiano convencido, no me gusta ni me identifico en absoluto con el sentido penitencial que impregna durante estos días y todo el año la vida de tantos creyentes. El dolor, mírese como se mire, es siempre un contravalor, vitando en todas sus manifestaciones. El cristianismo no puede ser una escuela en la que se lo estudie como valor sacrificial o se lo conciba como fuente de íntima comunión con el terrible martirio que padeció Jesús de Nazaret en la cruz.
Esplendorosa mariposa
No creo andar descaminado al presumir que los hombres de nuestro tiempo necesitan que la piedad de los cristianos vuele alto y desenvuelta, como una grácil y bella mariposa, capaz de extraer de cada creyente lo mejor de sí mismo. Hay razones fundadas para certificar tal necesidad, pues el cristianismo consiste en algo tan simple como llamar Abba a Dios, sencilla apelación que despliega la fuerza incontenible de una fraternidad universal. Ello nos lleva, por un lado, a pronunciar conmovidos la única oración que nos enseñó Jesús de Nazaret, el “Padrenuestro”, y, por otro, a vivir a fondo las exigencias de su único precepto: “amaos los unos a los otros como yo os he amado”. De ahí que dondequiera que haya un hombre que, de verdad, llame padre a Dios y ame efectivamente a sus semejantes, allí habrá un cristiano, a resguardo de cualquiera otra exigencia institucional. Eso solo es lo determinante para que la fe cristiana irradie en todo tiempo y lugar la buena nueva evangélica.
Razones de un “no” expectante
Cuando en 1966 visité por primera vez el Vaticano, llevaba el alma en un puño y la mente predispuesta a la intensa emoción de encontrarme en el corazón de la Iglesia, de libar complacido sus esencias y de salir revestido con el atuendo necesario para llegar a ser un auténtico “pescador de hombres”. ¡Qué gran fiasco! Salí de allí tan alicaído que más parecía que me hubiera pasado por encima un tsunami. Esa amarga decepción de hace más de cincuenta años, tan en contraste con la sensibilidad de quienes salen de allí llorando de emoción, sigue todavía anclada a mis neuronas.
El Vaticano
Me escandaliza que el vicario de un proscrito crucificado tenga trato y mando de jefe de Estado y que esté rodeado de una nutrida tropa de cortesanos, pavos reales que nadan en el boato como peces en el agua y se comportan como orondos amantes de la buena vida. ¡Qué escándalos y cabreos padecí entonces viendo a muchos comerciar con sus ideales y sus escasos haberes pecuniarios para abrirse hueco en el Vaticano o ganarse escalafón en el Vaticano II!
¿Eran aquellos eclesiásticos los humildes operarios de la viña del Señor, trabajadores infatigables sin pensar siquiera en un salario? Decepción la mía, seguramente, de un joven soñador, entregado de lleno a un ideal. Pero, ¿por qué perdura sin alivio posible tan amarga decepción tanto tiempo después? Seguramente, porque sigo topándome con los mismos infranqueables muros, las mismas trincheras de corazones. ¿No incurren en flagrante contradicción quienes, acoplados al Vaticano como anillo al dedo, no tienen empacho en confesar, como decía el mismo Jesús, que “su reino no es de este mundo”? Reventaría si no dijera que, a mi parecer, el Dios Abba ni vive ni puede vivir en el Vaticano.
Sin duda, el gran elefante blanco al que grita su decepción una oscura hormiga ha recorrido ya un largo trecho para acercar la Iglesia al Evangelio en temas tan lustrosos como la sencillez de la oración dirigida al Abba y el sentido común de los comportamientos humanos. Eso está muy bien y es muy importante, pero es preciso ahondar más y llegar más lejos. El caracol debe despojarse de su carcasa y de sus propios excrementos para convertirse en larva que eclosione en mariposa. Queda todavía mucha tela por cortar en la sastrería de alta confección de la Iglesia para confeccionar hoy el traje a medida que necesitamos todos los humanos, incluidos los ateos. Sigue habiendo demasiado poder endogámico y depredador en la Iglesia, al amparo de unas murallas que nunca debieron construirse entre ella y un mundo que debe ser iluminado y sazonado en todo tiempo por ella. No es el poder el que evangeliza como no son los hábitos los que hacen al monje; son los comportamientos fraternos los que hacen ambas cosas. La verdadera dignidad, inherente a nuestra condición, no se nutre ni de cargos ni de ornatos, sino de conducta fraternal.
¡Qué miedo! ¿Satanás?
Lo del “coco” era solo una mentira piadosa y divertida para torcer los caprichos cansinos de los niños. Extrapolar ese recurso a otros ámbitos de la conducta hace que la mentira lo sea en serio y embadurne de porquería todo el tejido humano. Teniendo al Dios Abba en la pantalla del Evangelio y en la retina de los ojos, ¿por qué, admirado elefante de la fe, nos sigues asustando con la presencia traicionera de un perverso y sagaz “Satanás”, ese siniestro personaje que, según dices, se nos cuela por las rendijas de nuestra conducta? Mi fe-confianza en el Dios Abba solo me permite ver ese bicho, por mucho que la Biblia recurra a él, como un personajillo de ficción, un muñeco de cartón piedra, del que abusan descaradamente los amantes del poder para infundir miedo a sus secuaces a fin tenerlos bien amarrados. Es solo una treta infantil, aunque sumamente eficaz para imponer pesados ordenamientos y encauzar caprichosamente las conductas.
Puestos analizar los porqués de tanta maldad como vemos y palpamos en todas partes, frente a ti, querido papa Francisco, solo tienes a hombres que claudican fácilmente ante el brillo del oropel y que se dejan seducir por el atractivo placentero de comportamientos depredadores inmundos. Hay gran diferencia entre proponerle a un hombre que no haga algo porque es una artimaña de Satán para arrastrarlo al infierno y hacerle ver que, de hacerlo, ensucia y deteriora la hermosura que Dios le regala. Por ejemplo, la recurrente pederastia de nuestros días, tan nauseabunda, no es más que la búsqueda compulsiva de un placer ponzoñoso que entenebrece la vida del depredador furtivo y destroza para siempre la vida de un inocente. ¿Qué pinta en un escenario tan mórbido un supuesto agente exterior de perversión que inocula el veneno de un placer putrefacto en el pederasta? Dejemos en paz y tranquilo, confinado para siempre en su propia nihilidad, el “coco” de nuestra infancia y tratemos de comportarnos con la dignidad que Dios nos ha dado para ser realmente los “niños buenos” que siempre debemos ser.
Sacerdocio y servicio
A estas alturas de nuestra historia y habida cuenta de la situación social en la que se impone, casi a la fuerza, la igualdad de derechos entre hombres y mujeres, ni siquiera se entiende que se mantengan leyes tan discriminatorias y obsoletas como la del celibato sacerdotal o costumbres tan arcaicas como negar el pan y la sal a las mujeres en una Iglesia tan necesitada de guías y pastores. De mirar menos a un supuesto Dios de las Alturas, entronizado en el Olimpo de los cielos, y más a los hombres, como hacía Jesús, su vicario o representante primero en la tierra tendría que enviarles de inmediato pastores que los confirmen en la fe y alimenten sus vidas. De habilitar jurídicamente a hombres casados y a mujeres predispuestas para su acción misional, consagradas o casadas, la Iglesia podría contar mañana mismo con muchos miles de mensajeros cualificados para realizar la inmensa obra de evangelización que la humanidad necesita.
El papa Francisco
Que nadie se ría de la presuntuosa hormiga que trata de infundir valor al elefante al decirle que no debe tener ningún miedo a la hora de dar los pasos necesarios para llevar a efecto su pesada misión de guía de todo el rebaño humano. Es lo que este atrevido plumilla se ha esforzado por hacer en este y en todos los artículos que lo preceden. Ante todo, y por encima de todo, están los seres humanos, ovejas sin pastor en el erial de mundo en que hoy vivimos. ¡Ojalá que el grito desgarrador de tan osada hormiga provoque algún eco!
Ramón Hernández Martín
Religión Digital
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