Paréntesis de las mujeres
Jn 18, 1 -19,42
Cuando el sentido común desaparece y el ambiente se crispa hasta el punto de ir contra la esencia de lo bueno, lo amable, lo respetuoso y lo empático, es cuando la espada se esgrime y comienza la bacanal de la violencia. En ese punto se desboca por dentro el deseo profundo de ser invisible.
Es el tiempo de los que aparecen, sin dar la cara, de los que manipulan desde el poder religioso: “Conviene que muera un solo hombre por el pueblo”. Es el tiempo de la política religiosa manejando desde las tinieblas.
Cuando la violencia campa a sus anchas, surge la sensación interior de esfumarse sibilinamente: “No eres tú también de los discípulos de ese hombre”. ¡Ay, Pedro, querías que te tragara la tierra! ¡Tú, que levantaste la espada!: “No lo soy… no lo soy…”. Dos negaciones y una más, hasta que el gallo te despertó y viste de qué estabas hecho.
Quizás Jesús te vio cuando le llevaban de un lado a otro y sus ojos quisieron establecer contacto con los tuyos, buscando esa íntima comunicación de los que han vivido conversaciones sin palabras y complicidades a distancia que no necesitan sonidos. Pero tu cara debía ser una máscara desfigurada por el terror. Sin luz, sin vida… no pudiste aguantar su mirada y tus ojos tocaron el suelo.
A Jesús se le debió helar la sangre y una escarcha gélida oprimiría su corazón: ¡Pedro, hermano, tres veces me dijiste: “Señor, tú sabes que te quiero”!
Cuando la certeza de haber traicionado invade el corazón, éste se hace trizas y chorros de lágrimas brotan intentando lavar el miedo que llevó a negar a quien más se ama.
Cuando el poder político se asusta a la hora de impartir justicia, la de verdad, la que no se deja manipular poniendo oídos a los oportunistas… “si sueltas a ese, no eres amigo del César (…) no tenemos más rey que el César, es fácil matar a un Inocente y a millones.
Es entonces cuando se instaura el régimen del miedo y muchos desaparecen viendo que si al Maestro le hacen lo que le hacen, los que le siguen tendrán problemas. Eclipse de discípulos.
Cuando la injusticia, la sinrazón, la negación, la traición y la tortura llegan al culmen, se corona el monte Calvario.
Poca gente acompaña en la cima. Poca gente se deja ver en el espacio de las muertes injustas. Poca gente quiere salir en la foto de los miles de Calvarios que hoy hay activos en nuestro mundo. Son pocos los que no se ponen el disfraz de invisibilidad ante el sufrimiento humano y dan un paso hacia delante acompañando, ayudando, intentando salvar y denunciando situaciones, mientras asumen el gran peligro que corren.
¿Quiénes acompañaron a Jesús en el Vía Crucis y en el Calvario?
Un colectivo que no tuvo el impulso de pasar a la invisibilidad por miedo a lo que estaba ocurriendo. No tenían protagonismo alguno, ni derechos… eran invisibles todos los días.
¿Quién es ese colectivo que, en el orden social, sólo tenía a los niños detrás?: las mujeres. Y allí estaban “junto a la cruz de Jesús su madre, la hermana de su madre, María de Cleofás, y María, la Magdalena”.
Ellas abren un paréntesis desde lo que parecía el final de una maravillosa historia de Amor de Dios a la humanidad convertida en suplicio y muerte, que se cierra en poco después, en un extraño principio que parte de un oscuro y tenebroso sepulcro.
En ese paréntesis están las que, seguro, segurísimo, prepararon la Cena del Jueves y se quedaron recogiendo. Las que le siguieron en el Vía Crucis… mujeres anónimas que escucharon sus palabras a lo largo de los tres años de misión, mujeres que se sintieron consoladas, que recobraron su autoestima, que comprendieron que el Dios de Jesús, era el Padre del que hablaba.
Pero no olvidamos que “Jesús, al ver a su madre y junto a ella al discípulo al que amaba…”. Sí, el más joven, según dicen, el que no tendría tantos planes y expectativas en el futuro Reino, ni tanta voz y voto como los mayores; ese eligió el amor y llegó a pie de cruz, recibiendo el bello encargo de cuidar en su casa a María, madre de Jesús.
Juan se insertó en ese paréntesis donde todo parece trastocado, que sólo entra quien vive desde el Amor y la Fe, y al que muchos… ¿muchos?… todos estamos invitados.
Mari Paz López Santos
Fuente Fe Adulta
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