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Ramos 2. Por Jerusalén lloró Jesús, por Roma lloramos

Domingo, 14 de abril de 2019

images2Del blog de Xabier Pikaza:

Dominus Flevit, cuando Dios sólo puede llorar

Llanto por el templo vaticano

Presenté el otro día   la escena de Ramos (entrada de Jesús en la ciudad‒Iglesia) desde la perspectiva de la Hija de Sion, Iglesia‒Novia que se alegra y canta, baila y exulta, por la llegada de su Novio, conforme a la cita de Zacarías, utilizada por el evangelio de Mateo y el de Juan.

Después he comentado la carta‒documento del expapa Benedicto XVI y de su entorno vaticano sobre la situación de la Iglesia, desde la perspectiva de la pederastia y problemática sexual de una parte del clero, carta dura, documento estremecedor de un expapa que llora y acusa, pidiendo conversión para la Iglesia, desde una perspectiva de “estado” vaticano, es decir, de poder de Iglesia.

Pues bien, en ese contexto, al entrar en la Semana de la Pasión del Señor, quiero ofrecer una reflexión sobre el llanto mesiánico del Cristo ante Jerusalén que es signo de la Iglesia. Voy a suponer que Jesús lloraba no tanto por la vieja ciudad, que sería destruida muy pronto (a los 40 años), sino por la Iglesia actual, con la estructura de “Estado” (un estado de poder),que va a caer, quizá en menos de 40 años.

dominus_flevit_by_ipott(Imagen 2: Vista de Jerusalén desde el lugar del llanto de Jesús, Dominus Flevit)

 Como todas las grandes comparaciones, ésta que voy a establecer a continuación no puede tomarse tampoco al pie de la letra; las cosas no se repiten sin más. Pero pienso que es adecuada y conveniente. Suponed que Jesús entra con asno y su látigo en la Ciudad Estado del Vaticano, ante los lamentos del expapa Benedicto VI, ante el dolor de Francisco. ¿Qué haría? Seguid leyendo, si queréis pensar conmigo. Pienso que al final del texto sólo quedarán claras dos cosas:
  1. Lo que Jesús haga para destruir un tipo de templo vaticano servirá para que los niños canten. Todo ha de ser para alegría y vida de los niños, por encima de un tipo de opresión o pederastia que les tiene atenazados.
  2. Lo que Jesús haga será para alegría y bodas de la Hija‒Sión, es decir, de una humanidad llamada al amor.

 Buen día a todos con este Ramos 2.

Jesús perseguido, ya no andaba en público.

Jesús ha preparado su misión de manera programada, para culminar su tarea en Jerusalén; en ella son claves los textos sobre la entrada en la ciudad y el signo sobre el templo.  Pero al principio de todo está la escena de Jesús perseguido. En un pasaje sorprendente, Jn presenta a Jesús fugitivo, perseguido por los sacerdotes que buscan su muerte:

Ya no andaba en público por Judea;se retiro a una ciudad llamada Efrom,junto al desierto y se quedó allí con sus discípulos (Jn 11, 54).

Como prófugo y bandido que calcula su momento y se defiende, evitando todo riesgo innecesario, Jesús permanece se­mi-oculto, en Efrom, aldea de proscritos. Pero llega el momento y se decide, subiendo a Jerusalén como profeta mesiánico que llama a las puertas de su pueblo. Sin ingenuidad, pero en gesto de arrojo y confianza, ­cuando los presagios eran adversos, ha comenzado la subida, acompañado de algunos discípulos como Tomás que dicen: vayamos también nosotros, y muramos con él (Jn 1 1, 16). La Escritura les presenta atenazados por el miedo, admirados y llenos de asombro (cf. Mc 10, 32). No estamos ante el ruralismo galileo de unos pobres aldeanos que se acercan ingenuamente a la ciudad, sino ante la decisión de ­un profeta mesiánico que viene a realizar sus signos: entra como rey, declara el fin del viejo templo.

Entrada pacífica, una paz más dura que la guerra, pero paz sanadora

Pocos años después tomaron la ciudad violentamente los rebeldes‒insurgentes contra Roma; muchos judíos habían soñado conquistar­la y liberarla para siempre; pues bien, Jesús ha decidido entrar en ella de un modo pacífico, pero muy provocativo. No necesita soldados: no viene a declarar la guerra, pero junta a sus seguidores y con ellos “toma” la ciudad:

Cuando se acercaban a Jerusalén y llegaron a Betfagé, junto al monte de los Olivos, Jesús mandó a dos discípulos, diciéndoles:

– Id a esa aldea de enfrente y encontraréis en seguida una borrica atada, con un pollino; desatadlos y traédmelos. Y si alguien os dice algo, contes­tadle que el Señor los necesita. 

[Esto ocurrió para que se cumpliese lo que dijo el profeta:Decid a la ciudad de Sión:Mira a tu rey que llega, humilde, montado en un asno,en un pollino, hijo de acémila (Is 62, 11; Zac 9, 9)]. 

Fueron los discípulos e hicieron lo que Jesús les había mandado: trajeron la borrica y el pollino, les pusieron encima los mantos y Jesús montó. La mayoría de la gente se puso a alfombrar la calzada con sus mantos. Otros la alfombraron con ramas que cortaban de los árboles. Y los grupos que iban delante y detrás gritaban:

– Hosanna al Hijo de David!      Bendito el que viene en nombre del Señor!    

Hosanna al que está en las alturas!Al entrar en Jerusalén, la ciudad entera preguntaba alborotada: ¿Quién es éste?La gente contestaba: Este es el profeta Jesús, de Nazaret de Galilea (Mt 21, 1-11).

  He presentado el texto de Mateo, que elabora el relato de fondo de Mc 11, 1-11, conservando su extrañeza y fuerza. No es asunto de teoría o catequesis, sino historia mesiánica que sólo se puede narrar si se ha vivido. Jesús la ha preparado y realizado, como profeta que cuida sus gestos: en el momento decisivo de su vida quiere mostrar a su ciudad que es rey y como rey penetra triunfador en ella. Recordando a Zac 9, 9, viene sobre un asno, mansamente, rechazando el mesianismo de la guerra:

Destruirá los carros de Efraín y los caballos de Jerusalén,destruirá los arcos de la guerra y dictará paz a las naciones,dominará de mar a mar, del gran mar al confín de la tierra (Zac 9, l0). 

No quiere superar la vieja guerra con otra más justa, sino con el don de su vida, a cuerpo de amor. Por eso se presenta inerme, como rey de paz. Alguna gente le comprende y como a rey le acogen, extendiendo ante su paso vestidos y ramos. Como a rey le aclaman, proclamando: ¡Viva (hosanna) al Hijo de David!

La escena resulta sobriamente intensa y sobrecogedora. No podía haber mostrado con más fuerza su pretensión y tarea: sus seguidores cantan el salmo de la fiesta escatológica: ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! (Mt 21, 9; cf. Sal 118, 26). Se acerca el reino de David (cf. Mc 11, 10). Jesús viene sin duda como pretendiente mesiánico.

Jesús derrotado de antemano, Dios que llora

 Esta es una escena para ser imaginada. Ha empezado a bajar la colina del monte de los Olivos. Ante sus ojos se extiende, entera y dura, la hiriente Jerusalén. ¡Cuántos con­quistadores han soñado tomar la ciudad y realizar en ella las promesas! Pero todos los guerreros de violencia acaban destruyendo aquello que conquistan. Jesús lo sabe y llora. Llora por su ciudad, se lamenta por su iglesia vaticana:

Al acercarse y ver la ciudad dijo llorando:¡Si al menos tú supieras en este día lo que lleva hacia la paz!Pero no, quieres que se oculte ante tus ojos.Pues bien, vendrán los días en que tus enemigos te rodearán de trincheras,te sitiarán, apretarán el cerco y te arrasarán, a ti y a tus hijos,no dejando piedra sobre piedra,porque no reconociste el tiempo en que Dios te visitaba (Lc 19, 42-44).

 Sigamos imaginando. Jesús ha “tomado” mesiánicamente la ciudad sin violencia exterior. Humildemente ha entrado, sobre un asno, no en caballo o con carros de combate; abiertamente ha entrado, ofreciendo lugar en su proyecto a los marginados y excluidos de la tierra; no ha traído soldados sino amigos que le cantan y cantan al Dios de fraternidad, reino prometido.

Pues bien, la ciudad no ha querido recibirle: es contraria a su mesianismo y propone su muerte, sin saber que al hacerlo se está condenando a sí misma. Jesús, responde llorando, no por sí mismo, sino por la ciudad que, al rechazar su paz, termina entregándose en las manos de los profesionales de la muerte, la desnuda violencia interhumana.

Jesús mismo “destruye” su templo, la casa “vaticana” de la Iglesia.

Fuerte ha sido el signo mesiánico de la conquista de la ciudad. Más fuerte es aún el signo mesiánico y anti-sacerdotal que Jesús realiza sobre el templo, corazón de la ciudad. La casa de Dios ha venido a convertirse por lucro y ambición de sus jerarcas en objeto de disputa y luchas económicas, con sus vendedores y cambistas, profesio­nales del dinero que comercian con el culto. Pues bien, Jesús se acerca: como ha tomado la ciudad quiere tomar el templo, pero no para cambiar sus estructuras de injusticia, sino para indicar que el mismo tiempo del templo ha terminado porque llega el reino.

No quiere purificar el templo en el sentido técnico del término, pues eso implicaría introducir un tipo distinto de pureza en el lugar de la impureza. Jesús no quiere limpiar, sino que se destruya.

Parece evidente que el lugar se encuentra corrompido, pero Jesús no quiere limpiar la corrupción con una ley más alta de pureza: no compite con los sacerdotes actuales, rechazados por algunos judíos observantes y más “puros” (como los de Qumrán), para instaurar mejores sacerdotes; no quiere dar lecciones de sacralidad a los levitas, ni ungir otro Sumo Sacerdote. Conforme a su mensaje, ese esquema sacral ha terminado y así viene Jesús a declararlo, proclamando con su signo el fin del templo. Donde antes se alzaba el sistema sacral, con el orden/dinero de los sacerdotes, instaura el reino:

Entró en el templo y echaba a todos los que vendían y compraban.Volcó tas mesas de los cambistasy los puestos de los que vendían palomas, diciéndoles:Escrito está: “Mi casa será casa de oración,pero vosotros la convertís en una cueva de bandidos”.Se le acercaron en el templo ciegos y cojos y él los curó.

Los sumos sacerdotes y los letrados, al ver los milagros que hacía y a los niños que gritaban en el templo ¡Hosanna al Hijo de David!…, le dijeron indignados: ¿Oyes lo que dicen estos? Jesús les replicó: ¿No habéis leído?¡De la boca de los niños de pecho has sacado una alabanza!… (Mt 21 12-16).

 La cita final es de Sal 8, 3 (LXX), pero aquí destacamos el gesto en su conjunto. Hacia el final de su vida, quizá al entrar en la ciudad, Jesús ha realizado su gran signo en el templo. No ha querido transformar su estructura por medio de un ataque militar, conquistando con soldados aquella “fortificación de Dios”, bien custodia­da por piquetes paramilitares judíos y soldados romanos. Tampoco ha querido sustituir los malos sacerdotes de la familia de Boeto, a quienes muchos despreciaban, por buenos sacerdotes, fieles a la ley, como querían, entre otros, los reformadores de Qumrán.

Lo mejor que le puede pasar a este templo (una Iglesia vaticana) es que caiga

 El gesto de Jesús ha sido más sencillo y profundo. Por sorpresa, sin armas de violencia (el azote de cordeles de Jn 2, 15 no es utensilio militar), ha derribado las mesas de los cambistas y ha volcado los puestos de palomas, anunciando proféticamente el fin del templo, mostrando que su orden sacrificial vinculado al dinero del templo ha terminado.

Para eso no necesita conquistar con violencia militar el santuario, pues después de hacerlo debería haber instituido un nuevo ritual de sacrificios, parecido al anterior. Tampoco quiere establecer su nuevo sacerdocio, en la línea del antiguo; no ha sido reformista militar o sacral, sino profeta mesiánico.

Como profeta ha realizado su signo, anunciando el fin del tiempo antiguo, la caída del templo, con sus sacerdotes y prácticas sacrales, vinculadas a los animales que se matan, a la sangre de violencia purificadora y al dinero. Ha subido a Jerusalén para ofrecer camino universal de Dios o reino. Por eso muestra en el templo que su función ha terminado, de manera decidida, sin violencia guerrera, a partir de Is 56, 7 y Jer 7, 11, diciendo que este templo (cueva de bandidos) debe transformarse en casa de oración para los pueblos: lugar donde se superan las leyes judías de pureza y sacrificios de animales.[1]

         Significativamente, Mt ha introducido en este contexto a niños e impedidos (cojos y ciegos), personas que la vieja sacralidad había expulsado del templo (cf. 2 Sam 5, 8 LXX; CD XV, 15-17; 1 QSa II, 5ss). Ellos son la base de la nueva comunidad de hombres y mujeres liberados, enfermos y pobres, acogidos en fraternidad de gozo y canto, con Jesús, rey pacifico. En el viejo templo quedan cambistas, sacerdotes y letrados, murmurando de Jesús, dispuestos a matarle. Al realizar allí su signo, al presentar su alternativa, Jesús queda en manos de aquellos que deciden su muerte.

Sobre la antigua ciudad de las promesas, realizado un signo de culminación (destrucción) del templo, ha presentado Jesús su mesianismo de gracia universal, humanidad reconciliada. Muere por el reino y así anuncia el fin de este viejo templo y de todos los santuarios que elevan su sacralidad por medio de la sangre (de los sacrificios de animales, de la violencia dirigida hacia los otros).

Conclusión. Jesús entra en el Vaticano

   Muchos pueden pensar  en la línea anterior que el Vaticano (un papado entendido como templo de Jerusalén) resulta innecesario, de tal forma que lo mejor que le puede suceder, en su forma actual, como instancia de poder y dominio religioso, es que termine y cese. Pero otros pensamos que puede haber un «papado de los pobres», representado por un varón o mujer que aparezca como signo del Reino de Dios.

Ez 1-3.10 afirmó que el Carro divino se alejaba de Jerusalén (gran Templo y Sumo sacerdocio), porque era espacio de impureza social y religiosa. En esa línea se situaba la condena de Jer 7, que Jesús había ratificado: para que el Carro de Dios avance y la autoridad de un tipo distinto  Vaticano se vuelva presencia de Dios, tiene que caer el viejo templo (ahora papado, en su forma actual), de manera que Jesús reedifique uno nuevo, centrado en su cuerpo, desde los crucificados y expulsados de la historia (cf. Mc 11, 15-18; 14, 58 par; Jn 2, 21)[2].

 En esa línea, retomando la imagen de Ez 1-3. 10, muchos pensamos que este papado vaticano debe reiniciar una travesía de exilio y cautiverio, desde los pobres reales, amigos de Jesús, no para hacer que ellos tomen el poder (ni para tomarlo en su nombre), sino para descubrir juntos a Dios Padre, que revela su gloria en la pascua del crucificado.

Resultado de imagen de Papa y Vaticano

Tras haber recorrido la aventura constantiniana (con esquemas platónicos y sistemas imperiales y/o feudales), sentimos que la iglesia ha podido volverse una tumba vacía, donde no está Jesús, de manera que es preciso abandonarla y subir a la montaña pascual, para descubrir como Ezequiel el Carro de Dios que nos lleva al exilio (fuera de un mundo de poder), haciéndonos testigos del Dios de la gracia, presente en los pobres y exilados de la tierra (cf. Mc 16, 1-8; Mt 28, 16-20) [3].

Resulta conveniente (inevitable) que caiga o se abandone un tipo de templo eclesiástico, como el sepulcro de Jesús, que estaba vacío, pero no para elevar en su lugar otro semejante (que todo cambie, para que siga siempre igual), sino para tomar el «carro de vida de Dios», desde los expulsados y negados de la historia actual,  para recorrer con ellos los caminos de Dios, mientras seguimos esperando la llegada del Reino, que es la nueva humanidad.

Las dificultades actuales no se solucionan con unos pequeños cambios de estructura: con un Papa más o menos liberal, con más o menos autonomía de las comunidades; con la supresión del celibato ministerio o la ordenación de las mujeres, como quieren los teólogos más «liberales», empeñados en lograr que la iglesia se ajuste a la moderna democracia. Sin duda, esos cambios son importantes (¡necesarios!), pero vienen en un segundo momento, conforme a la dinámica de las comunidades. Lo que importa es el radicalismo evangélico: compartir la vida, desde los más pobres, ofreciendo el testimonio de un amor que es infalible porque es presencia del Dios que da vida (es Vida) al entregarse por los otros[4].

Más que la ruina externa del templo proclamó su ruina interna: «Vuestra casa quedará vacía» (Mt 23, 38). Lo mismo está pasando con el sistema vaticano: muchos piensan que a la sombra de sus grandes hojas no existe ya fruto (cf. Mc 11, 13-21), de manera que es preciso abandonarlo, dejando que surja, por gracia de Dios, el nuevo pueblo que produzca frutos (cf. Mt 21, 43).

Por eso, la caída de un tipo de papado nos debe alegrar, pues queremos uno diferente, que no sabemos aún cómo será, pero que tiene que ser de los pobres, enfermos y niños a quienes Jesús anunció el Reino de Dios (y a quienes introdujo como autoridad en el templo: cf. Mt 21, 14-17). La historia nos ha situado en una encrucijada y debemos tomar una decisión, pues dejar las cosas como están, manteniendo este modelo de iglesia, significa condenarla (¡y quizá condenarnos!) a una muerte sin resurrección.

Resultado de imagen de ciudad del Vaticano

No se trata de derribar con violencia los muros externos, pues tampoco Jesús destruyó físicamente el viejo templo (lo saquearon y quemaron más tarde, de formas diversas, los celotas y legionarios, que luchaban entre sí por el control del sistema). Pero Jesús y la mayoría de los grupos cristianos lo habían abandonado ya (como supone el evangelio de Marcos, lo mismo que  Mt 23, 37-39), antes de que ardiera en las llamas de la guerra, pues habían descubierto y edificado otra casa de fraternidad (la iglesia), en el campo extenso de la vida, sin necesidad de instituciones legales y sacrales.

También nosotros debemos abandonar un tipo de Vaticano actual y debemos hacerlo por amor, sin agresividad, sin lucha externa, con ternura y gratitud, con gran pena, por lo que ha sido. Debemos abandonarlo precisamente ahora, cuando parece que se eleva triunfante, con grande hojas, como la higuera de Israel (Mc 11, 13), para situar las tiendas de campaña de la iglesia de Jesús (cf. Jn 1, 14) en el ancho camino de la vida, buscando con otros hombres y mujeres el surgimiento de un servicio de unidad distinto, que represente a los pobres de Dios. Entonces podremos apelar de nuevo a las llaves de Pedro, como signo de potestad e infalibilidad evangélica[5].

[1] Jesús no quiere purificar los abusos económicos del templo, sino derogar la piedad ritualista de una parte de Israel y de las religiones anteriores y posteriores (incluido un tipo de cristianismo) que exaltan a Dios a costa del humano. “En lugar del antiguo templo, como lugar sagrado de presencia garantizada de Dios y de encuentro con El, Jesús pretende introducir el lugar nuevo y el culto nuevo de una Humanidad transfigurada… Con ello también parece que el culto se horizontaliza y la distinción sagrado-profano queda superada”.

[2]Unos afirman que debe mantenerse el papado actual. Saben que la iglesia se enfrenta hoy con grandes problemas, pero añaden que resulta preferible resistir, no hacer mudanza, reforzando la autoridad, fijando los timones y apoyando la función de la jerarquía, en torno al Papa actual, a quien ven como signo de estabilidad sagrada en un mundo cambiante, hasta que lleguen tiempos mejores. Otros aseguran que ha llegado el fin del papado, que ya no es más que un residuo arqueológico o folklórico, que conserva cierto poder externo, pero sin nada que decir o aportar; por eso, lo mejor que puede hacer es jubilarse para siempre, pues el carro de Dios no tendría lugar para papas.

Estas posturas pueden defenderse con buenas razones, pero pensamos que las dos están equivocadas, porque son en el fondo equivalentes: la primera quiere un Papa del poder; la segunda se resigna a quedar en manos de un poder sin Papa. Pues bien, en contra de ellas, queremos proponer la experiencia de un posible papado que represente a los pobres, no para ocupar su lugar, ni imponerse sobre ellos, sino para asumir la verdad y esperanza de esos mismos pobres. De esa forma, situamos al Papa en la línea de una nueva forma de revolución que no quiere tomar el poder, sino superarlo.

[3] El papado tradicional, unido al imperio desde el siglo IV y convertido en imperio religioso desde el XI, para volverse un poder absoluto desde el XVI, ha cumplido su función: ha terminado su ciclo de historia y debe acabar, a fin de que los cristianos puedan comenzar una marcha nueva desde el exilio, con los pobres.

[4] Jesús anunció la destrucción del sistema sacerdotal del Templo de Jerusalén antes que cayera. Por eso expulsó a sus mercaderes y anunció la ruina de sus edificios (¡caerán como caen los bancos y jaulas de cambistas y comerciantes!), vinculados a un poder sagrado. De esa forma asumió el mensaje de Jer 7 (caída del templo) y de Ez 10 (el “carro de Dios” se aleja del lugar sagrado) y lógicamente suscitó la reacción no sólo de los sacerdotes de Jerusalén, sino de los jerarcas de Roma, pues tenían miedo de un Reino que fuera casa de oración y acogida para todos los pueblos, empezando por los pobres.

En ese fondo situamos la destrucción del papado vaticano actual. Muchos cristianos protestarán diciendo que la imagen del viejo templo no puede aplicarse hoy al Papa. Ciertamente, el Vaticano no parece cueva de bandidos (como Jesús dijo del templo), sino espacio de apertura, una plaza, una casa donde pueden reunirse muchos hombres, obispos en concilio, fieles en romería creyente, la mayor parte de ellos intachables y fieles…

Pero tampoco Caifás era perverso, sino un hábil político, diestro en equilibrios al servicio de la paz. Tampoco el Sanedrín era un tribunal corrupto, sino un lugar honrado de discusiones sociales y religiosas, a partir de unas clases dominantes (sacerdotes, presbíteros, escribas). Pero Jesús quiso que aquel templo cayera, a pesar del dolor que eso implicaba para muchos (cf. Lc 19, 41-44; 21, 20-24), y nosotros queremos que caiga el templo vaticano, por amor a los hombres.

Lo que importa no es la caída, sino la resurrección. No dictamos así una propuesta de condena general de la historia, sino la afirmación de que el tiempo de suplencia papal ha terminado (como terminó la del templo de Jerusalén). La iglesia no es sistema de poder, sino fraternidad gratuita de pobres (de crucificados y expulsados), experiencia concreta de amor que va creando vida, esperanza de resurrección. Ella sólo puede decir y proclamar la Vida mesiánica de Dios   con su propia existencia, en el nivel de las relaciones personales, sin discursos elevados que se vuelven pronto ideología. Para que viniera la nueva humanidad y los hombres y mujeres pudieran perdonarse directamente, sin controles sagrados, tuvieron que caer los poderes del templo. Por amor de Dios y para bien de los pobres, enfermos y niños, representantes y portadores del poder de Dios (Mc 11, 12-26  par), debe caer un tipo de papado.

[5] No buscamos incendios ni guerra como los de Tito cuando conquistó Jerusalén el año 70, ni que el templo vaticano arda y acabe externamente, con archivos y museos, con documentos de curia y curiales, con su banco y su pequeña guardia de suizos, sus cardenales, obispos y monseñores y/o funcionarios de segundo grado. Pero queremos que pierda su función (que se disuelva), mientras la iglesia verdadera emerge y crece en otro espacio, donde comienzan ya a juntarse los discípulos de Jesús. Algunos, sienten mucha prisa: les gustaría que llegaran nuevos romanos (como el año 70 d. C.), quemando el Vaticano, de manera que sólo quedara una “zona cero” de ruinas con la memoria de Pedro. Otros, más escépticos, sostienen que debe acabar no sólo el Vaticano, sino también la iglesia, pues todo en ella es folklore y sistema de dominación…

Nosotros queremos que el Vaticano se mantenga como testimonio de una historia pasada, pero que la iglesia realice de un modo diferentes su tarea de evangelio al servicio del conjunto de la humanidad. Suponemos que las críticas de Jesús en Mt 23 van dirigidas en contra un tipo de cristianos, no contra judíos que se hallaban fuera de la iglesia. Las grandes «novelas papales» de hace un siglo (V. Soloviev,  El relato del Anticristo [1899], Scire, Barcelona 1999 y R. H. Benson, El amo del mundo [1906], Gili, Barcelona 1956) anunciaban para este tiempo (comienzo del tercer milenio)  un choque violentísimo entra el Papa (Vicario de Cristo) y los representantes del Anticristo, con un tipo de fin del mundo. En contra de eso, a pesar de la dureza extrema del tiempo en que vivimos, estamos convencidos de que el mundo seguirá y de que el papado se reformará en línea de evangelio, sin catástrofes ni guerras finales de la historia.

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