Tengo un amigo que cuando viene a estas tierras, deja sembrados mensajes para rumiar en el silencio.
Tengo un amigo al que no hay que oír, ese verbo se queda escaso cuando suenan sus palabras: le escucho con expectación para no perderme ni un punto ni una coma.
Cuando me acercaba a donde habíamos quedado llevaba preguntas que hacerle, quería que me contase sus impresiones del contraste entre el mundo en que vive y el que vivo , aquí en la gran ciudad, en el trastocado mundo de la Vieja Europa.
Como pasa cada vez que nos vemos, todo lo que proyecto se me olvida al instante. Porque, mi amigo, es palabra viva aún si está callado.
Inevitablemente en el rato que pudimos estar juntos compartiendo, me salió la preocupación del ambiente hostil, política y socialmente hablando, que inunda por todos lados. La palabra es utilizada arma arrojadiza, ni se oye al otro ni mucho menos se le escucha; el tono de voz sube en decibelios para solapar al contario más que por lo que haya que decir; el insulto forma parte del espectáculo y la falta de respeto, el mínimo, el que se debe a toda persona, brilla por su ausencia.
Mi amigo que viene de un país violento y casi partido en dos, aunque no interese en los medios informativos, me dijo:
“Dónde yo vivo hay un árbol que llaman “El Árbol de la Palabra”. Allí lo que se dice tiene peso. Se sientan bajo la sombra del árbol, unos frente a otros, para poder mirarse; hablan y escuchan, y la palabra no se la lleva el viento”.
“Hay que darse cuenta que “mi” palabra puede estar CONTAMINADA, por lo que estoy percibiendo, por lo que traigo de heridas y desconfianza, por la cantidad de prejuicios que me predisponen el juicio antes que a la escucha. De todo eso los que tengo enfrente no tienen culpa y puede que también vengan con su palabra CONTAMINADA. Así no se puede escuchar.
Así que habré de DESCONTAMINARME alejando todo eso de mi interior, para llegar a mirar a los demás con mirada limpia, con empatía, para tener lucidez al expresarme y escuchar con libertad”.
Callada y atónita seguí atenta.
“Bajo el Árbol de la Palabra hay un rato de DESCONTAMINACIÓN, se habla de cosas sencillas de la vida cotidiana; es un espacio de tiempo para preguntar cómo va la vida, la cosecha, las gallinas, la familia… y después se hace silencio, no más de unos segundos, que abre la puerta a la conversación: ‘Dime, te estoy escuchando’, dice el que preside la reunión, en la que todos tienen derecho a la palabra.
Aquí, le digo, la palabra está contaminada en las instituciones, en los medios de comunicación y en la calle. Todo es debate grosero y sobresaltado… ¡No pude callar! Y reconozco, con humildad que me afecta, me contamina, y muchas veces mi palabra se convierte en arma arrojadiza o pegote de chapapote. Pero mi amigo siguió con esa calma interior que transmite en cualquier tema que se trate.
“Es necesario y muy bueno sacar las cosas los conflictos y ponernos a la vista para poder haya soluciones sino todo se enfanga”.
“Cuando la palabra está CONTAMINADA, no es posible la escucha y provoca ira; viene la agresividad y el stress. Es el momento para darse un rato de inmersión en el silencio de Dios, haciendo lo que hacen las ranas”.
Perpleja, creo que levanté las cejas en forma de interrogación sin decir palabra y permanecí curiosamente atenta a lo que me iba a explicar él y las ranas.
“Las ranas están siempre en la superficie del agua, saltando y chapoteando de un lado a otro, cazando. La superficie es ruidosa, muy activa, así que en determinado momento dan un salto y bajan al fondo a cargar las pilas. Tenemos que hacer como las ranas”.
Mi amigo es el vivo ejemplo de lo que dice el evangelio: “La boca habla de lo que rebosa el corazón” (Mt 12, 34). Su corazón rebosa como aquella concha de la que hablaba Bernardo de Claraval, siempre recibiendo y compartiendo el agua fresca del Espíritu a quien se acerque y quiera beber.
A mí amigo le llamamos Juanjo, su familia y sus amigos, es misionero comboniano; pero a otros efectos se le llama Mons. Juan José Aguirre, obispo de la diócesis de Bangassou*, República Centroafricana, país en el corazón de África.
Gracias, Juanjo, por acercarme al Árbol de la Palabra y a las técnicas de “descontaminación” tan necesarias hoy en día. Me zambulliré como las ranas en el silencio de la charca interior habitada por Quién nunca te deja solo.
Mari Paz López Santos
(*) www.fundacionbangassou.com
Fuente Fe Adulta
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