Hasta quedarse sin nada
ECLESALIA, 22/02/19.- Con frecuencia se ha predicado que la norma del cristiano respecto a los bienes terrenales es compartir. Partir el pan con el pobre, con el hambriento, con el necesitado. Compartir y no acaparar, de modo que, como en el reparto de panes que hizo Jesús (Lucas 9,10-17), haya para todos y sobre.
Sin embargo, este mensaje del “compartir” era más propio de la escuela de Juan Bautista, que propugnaba una sociedad más justa, una justicia más distributiva: «El que tenga dos túnicas, que se las reparta con el que no tiene, y el que tenga de comer, que haga lo mismo» (Lucas 3,11).
La utopía de Jesús está expresada en un texto del sermón de la llanura de Lucas, que no siempre ha sido bien entendido: «Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, rezad por los que os injurian» (Lucas 6,27-28).
Atrás queda la ley del “talión”: «ojo por ojo y diente por diente», que hizo progresar el derecho penal de la época, pues evitaba que la gente se extralimitase con la venganza; la medida de la venganza debía ser la medida de la ofensa. Atrás queda la fórmula del Antiguo Testamento de «amarás al prójimo como a ti mismo», que ojalá se convirtiese en norma reguladora de las relaciones humanas.
Pero la utopía de Jesús va más allá: «Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite la capa, déjale también la túnica. A todo el que te pide, dale; al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames… » (Lucas 6,29-30).
La generosidad del discípulo va más allá del compartir: consiste en dar y darse hasta quedarse sin nada. Compartir es de estricta justicia; dar hasta quedarse sin nada es propio de quien ha superado los viejos cánones y ha sustituido la justicia, como patrón del comportamiento humano, por el amor como único mandamiento, como el mandamiento nuevo: «Amaos como yo os he amado», esto es, hasta perder lo que más queremos, la vida, para darla ‘a’ y ‘por’ los demás.
Con esta medida de amor sin medida el cristiano anuncia que es posible otro mundo dentro de este viejo mundo de odios y de egoísmos.
Por desgracia, este fragmento del evangelio se ha entendido a veces tan al pie de la letra que se ha deformado su significado. No se trata de hacer el tonto fomentando la delincuencia («al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite la capa, déjale también la túnica; al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames»), dejando que nos atropellen impunemente. No se trata de poner en práctica al pie de la letra las palabras de Jesús, sino de llevar a la vida de cada día la enseñanza que contienen, a saber: el discípulo de Jesús debe sorprender al prójimo con más de lo que éste espera de aquél, debe dar más allá de lo exigido, debe perdonar más allá de lo soñado, debe tratar a los demás, en definitiva, con el infinito amor y comprensión con que nos tratamos a nosotros mismos; más aún, con el amor sin límite que demostró Jesús. «Amaos como yo os he amado.»
Este es el núcleo del evangelio, una utopía a la que hay que tender, una praxis en la que siempre es posible dar más, entregarse más, amar más; un camino en el que ‘pasarse’ es mucho mejor que no llegar. Con palabras concretas, Jesús expone una doctrina universal: ser cristiano es darse, entregarse hasta quedarse sin nada: «al que te quita la capa (ropa de abrigo), dale también la túnica (vestido)».
Para los cristianos no hay límites para el amor. Ni en la intensidad y la generosidad de la entrega ni en lo que se refiere a las personas que pueden ser objeto del mismo: nadie, ni siquiera los enemigos, pueden ser excluidos de nuestro amor. Pero esto, naturalmente, no supone renunciar a la lucha contra la injusticia.
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