Este domingo, 3º de Cuaresma, la liturgia presenta el más poderoso de todos los pasajes del Antiguo Testamento: La revelación del Nombre‒Presencia de Dios en el principio de la historia de Israel, en el Éxodo de Egipto (Éx 3, 1-8a. 13-15).
Éste es un texto prodigioso, en sentido histórico, teológico y literario: La revelación del nombre de Yahvé como presencia salvadora, el nacimiento del pueblo de Israel. Toda la historia de occidente (e incluso del Islam) depende de algún modo de este texto, que voy a comentar de un modo más preciso, fijándome no sólo en el pasaje estricto que ofrece la liturgia, sino en su contexto histórico‒teológico.
(Éste es un tema que está tomado básicamente del Gran Diccionario de la Biblia y de Dios judío, Dios cristiano).
- UN MOMENTO Y LUGAR EN LA HISTORIA: MOISÉS ANTE DIOS
Atrás han quedado las historias de la creación y los primeros hombres (Gen 1-11), las tradiciones patriarcales (Gen 12-50), la cautividad de los hebreos en Egipto y el nacimiento de Moisés (Ex 1-2) (cf. cap. 2‒3). La nueva historia de Israel comienza de un modo abrupto, con una noticia sorprendente:
Después de mucho tiempo, murió el rey de Egipto y los israelitas clamaban desde su servidumbre y el grito que nacía de su servidumbre subió a Elohim. Y Elohim escuchó su clamor y se acordó de su alianza con Abrahán, con Isaac y con Jacob. Y Elohim miró a los hijos de Israel y les conoció (=les re-conoció como suyos) (Ex 2, 23-25)[1] (1)
La muerte del Faraón que había querido matar a Moisés, obligándole a escapar de Egipto (Ex 2, 15), sirve de enganche con lo anterior. Y los israelitas clamaban, con un gemido que nace de la servidumbre y condensa la más honda historia humana. El redactar de este pasaje mira los acontecimientos desde el reverso de la historia. No escribe la crónica oficial: no se fija en las conquistas de los reyes; lo que importa de verdad es el grito de servidumbre y dolor de los que claman, un grito que llega hasta Elohim, nombre genérico del Dios de todos los hombres.
En el principio de la nueva historia está Elohim, Dios universal que escucha (wayyisma´) a los que gritan y les mira (wayyare´). En las teofanías suele afirmarse que el hombre mira-ve a Dios (sin verle en sí mismo). Pero aquí es el mismo Dios quien escucha-mira, recordando (wayyizkar) su compromiso de fidelidad. No son los hombres los que recuerdan a Dios, sino Dios quien les recuerda y re-conoce (wayyida´).
Los cuatro verbos hebreos de acción que he citado van unidos en dos unidades paralelas: (a) Dios escucha y mira, atento a las necesidades de los hombres (del pueblo de los patriarcas israelitas), a los que ha creado, como seres libres, interesándose por ellos. (b) Dios recuerda su alianza (su compromiso de amor) y conoce (reconoce a los hombres como suyos y así les acepta). A partir de aquí se entiende el texto:
Moisés pastoreaba el rebaño de Jetró, su suegro, sacerdote de Madián, y conduciendo el rebaño más allá del desierto, llego al monte de Elohim, al Horeb. Y el ángel de Yahvé se le apareció como llama de fuego en medio de una zarza. Miró y vio que la zarza ardía en el fuego y no se consumía. Y dijo Moisés: “Voy a desviarme y mirar este espectáculo tan grande: por qué no se consume la zarza”. Y vio Yahvé que se acercaba a mirar y le llamo Elohim desde el medio de la zarza, diciendo: ¡Moisés, Moisés! Y él (Moisés) respondió: ¡Heme aquí!
Y le dijo (Elohim): No te acerques aquí; quítate las sandalias de los pies, porque el lugar sobre el que pisas es terreno santo. Y le dijo: Yo soy el Dios de tu padre, el Dios Abrahán, el Dios de Isaac y Jacob… Entonces Moisés se cubrió el rostro, pues tuvo miedo de contemplar a Elohim. Y dijo Yahvé. He visto la aflicción de mi pueblo de Egipto y he escuchado el grito que le hacen clamar sus opresores, pues conozco sus padecimientos. Y he bajado para liberarles del poder de Egipto y para subirles de esta tierra a una tierra buena y ancha, a una tierra que mana leche y miel, el país del cananeo, del heteo… El clamor de los hijos de Israel (se eleva) hasta mí y he visto la opresión con que les oprimen los egipcios. Por tanto ¡Vete! Yo te envío al Faraón, para que saques a mi pueblo… de Egipto.
Dijo Moisés a Elohim: ¿Quién soy yo para ir al Faraón y para sacar a los israelitas de Egipto? Y respondió (Dios): ¡Estaré contigo! (`hyh `immak). Y este será es signo de que te he enviado: cuando saques al pueblo de Egipto adorareis a Elohim sobre este monte. Y dijo Moisés a Elohim: Cuando yo vaya a los hijos de Israel y les diga: el Dios (=Elohim) de vuestros padres me ha enviado a vosotros, si ellos me preguntan cuál es su nombre ¿qué he de decirles?
Y dijo Elohim a Moisés: Yo soy el que soy (=Yahvé). Y añadió: así dirás a los hijos de Israel: Yo soy (´hyh) me ha enviado a vosotros. Y volvió a decir Elohim a Moisés: Así dirás a los hijos de Israel: Yahvé, Dios (=Elohim) de vuestros padres… me ha enviado a vosotros. Este es mi nombre para siempre y ésta es mi invocación (cf. Ex 3, 1-15).
Moisés pastoreaba el desierto que se extiende del Neguev al Sinaí, en la tierra de los madianitas, que parece originalmente vinculada al culto de Yahvé. (Y yendo) más allá del desierto llegó al monte de Elohim, el Horeb. El texto nos sitúa ante una altura sagrada, conocida en tradiciones o cultos precedentes. Moisés ha realizado un esfuerzo hasta llegar al monte de Dios. Eso significa que conoce de algún modo la sacralidad del lugar. Todo el pasaje nos va preparando para el encuentro de Moisés con Dios, y para la revelación salvadora del nombre de Yahvé.
Y el ángel de Yahvé se le apareció. Ya no es Dios quien mira la opresión de los hombres (como en 2, 25), sino el hombre el que puede mirar al Dios que se revela. Pues bien, de pronto, de un modo sorprendente, en este contexto de la montaña de Elohim, Dios cósmico, Señor de todas las gentes y lugares, viene a revelarse el malak Yahvé, esto es, el enviado personal de Dios Yahvé (=Yahvé Mensajero, hecho palabra y despliegue de salvación para los oprimidos). La introducción de ese nombre indica que entramos en un nuevo espacio y tiempo religioso. Todo lo que venga luego será expresión de ello.
Como llama de fuego en medio de una zarza… que no se consume. Conforme a un esquema usual en muchas tradiciones religiosas, la manifestación de Dios se encuentra vinculada con el fuego: Llama que arde, ilumina y calienta, en signo de renacimiento constante. Nuestro pasaje vincula así fuego y zarza (árbol y llama), en paradoja que expresa el sentido radical de lo divino. No olvidemos que Moisés ha tenido que atravesar el desierto y llegar a la montaña sagrada.
Conforme a Gen 11,39-12,1, Abrahán encontró (oyó) a Dios en una ciudad extraña (Harrán), para verle luego en la tierra prometida (Siquem). Moisés le ha visto en el desierto, fuera del lugar de opresión (Egipto) y de la tierra prometida (Canaán). En esa línea, la tradición israelita guardará el recuerdo del desierto como espacio del primer encuentro de Moisés (y los israelitas) con Dios. Sin esta purificación y prueba de soledad y fuego sagrado de la estepa pierde su sentido lo que sigue:
‒ Altura sagrada. Yahvé, Dios israelita, se revela en la “montaña de Elohim”, Dios del cosmos, señor del desierto, pero no para quedarse allí sino para liberar a los hebreos, sacándoles de Egipto. Yahvé es Dios liberador, pero su historia está vinculada a la tradición de la “montaña sagrada” de las religiones antiguas. En ese fondo ha de entenderse el camino (vocación liberadora) de Moisés.
‒ Zarza ardiente. Árbol y arbusto son desde antiguo signos religiosos, como aparecía en la historia de Abrahán (encina de Moréh: Gen 12, 5; 13, 18) y como sabe la tradición religiosa cananea, combatida por los profetas (culto de la piedra y árbol, de Baal y Ashera). Pues bien, en este momento, en medio del desierto, la visión de Dios se encuentra vinculada con un árbol ardiente: la misma vegetación se vuelve ardor y fuego donde Dios se manifiesta.
‒Zarza en llama. Fuego paradójico, arbusto que arde sin consumirse, esto es Dios, vida que se sigue manteniendo en aquello que parece incapaz de tener vida. Quizá pudiera trazarse un paralelo: los hebreos oprimidos son la zarza, arbusto frágil que en cualquier momento puede quebrar y destruirse, desapareciendo en el desierto o la montaña de los grandes pueblos. Pues bien, en esa zarza se desvela Dios, como vida fuerte en lo más débil.
‒ Y dijo Moisés: Voy a mirar. Parece empujarle la curiosidad normal del que ha visto un fenómeno que le sorprende. Así empieza la historia de Moisés. Ha venido a la Montaña de Dios dispuesto a ver el “espectáculo”, como simple curioso que mira las cosas desde fuera. Pero en ese contexto interviene Dios: “Y vio Yahvé que se acercaba a mirar y le llamó Elohím desde el medio de la zarza” (Ex 3,4).
El ángel de Yahvé que mira desde la zarza (wayyare’ de 3,4) es el mismo Yahvé. Conforme a la teología israelita, el texto le presenta aquí como Elohim, que se aparece y llama (wayyikra´; cf. Gen 22,11; 1 Sam 3, 4 etc). No empieza pidiendo, no enseña, no impone; simplemente llama, pronunciando el nombre de aquel a quien dirige su palabra. Más tarde, Moisés le preguntará su nombre, para dialogar con él de manera personal, y Dios responderá diciendo: Soy-el-que-soy (3,14).
Pues bien, antes que el hombre pregunte a Dios por su nombre divino, Dios empieza llamándole por su nombre humano, diciendo ¡Moisés, Moisés!, y él hombre responde: ¡Heme aquí! (3, 4), no puede responder ¡Yahvé, Yahvé! (como hará en Ex 34,5), pues no conoce el nombre de Dios, no le puede invocar. Simplemente dice ¡Heme aquí! con la actitud del que responde a la voz de un superior, que marca su distancia, en gesto de mandato religioso ¡No te acerques, quita las sandalias, porque la tierra (‘adamah) que pisas es terreno santo!
No dice ´ares (en sentido general) sino ´adamah, tierra humanizada: Sobre la montaña de Elohim se ha circunscrito, en torno a la zarza ardiente, un lugar de presencia de Dios. Al descalzarse sobre el suelo sagrado, para así cumplir el mandato de Dios, Moisés deja de contaminar la tierra con sus pies manchados, y, al mismo tiempo, recibe por ellos la sacralidad intensa de esa tierra. De manera muy significativa se han vinculado en esta experiencia varios rasgos de Dios.
‒ Dios de un lugar santo, de unos oprimidos. Yahvé es Dios de un lugar santo o ´adamah donde expresa su presencia como fuego. De esta forma se recoge la experiencia antigua de la santidad vinculada a un preciso lugar teofánico (cf. Ex 19). Pero, al mismo tiempo, es Dios de los oprimidos, y así escucha su gemido y viene para liberarles. Así desborda los límites de una sacralidad local y se muestra como redentor de esclavos.
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