Pobres y odiados – Ricos y estimados. Domingo 6º. Tiempo Ordinario. – Ciclo C
Del blog El Evangelio del Domingo, de José Luis Sicre sj:
El 27 de enero de 2019, un atentado contra la catedral católica de Sulu (Filipinas) dejó casi treinta muertos y numerosos heridos. A esa comunidad, y a tantas otras perseguidas como ella, les servirá de consuelo y esperanza el evangelio de este domingo. A quienes vivimos seguros, servirá de estímulo y examen de conciencia. La sección del evangelio de Lucas que nos ocupará los tres próximos domingos es el “Discurso de la llanura”.
El Discurso de la llanura (domingos 6º, 7º, 8º)
Hasta ahora, Lucas ha hecho frecuente referencia a la actividad de Jesús como predicador, pero solo ha ofrecido una intervención algo extensa, en la sinagoga de Nazaret, donde se enfrentó a todo su auditorio, provocando incluso el deseo de matarlo. En esta segunda intervención, Jesús se dirige a sus partidarios, pero teniendo presentes a sus enemigos.
La primera parte del discurso contrapone a estos dos grupos (domingo 6º).
Pero no seguirá una guerra entre ellos. La segunda parte exhorta a amar a los enemigos (domingo 7º).
¿Y cómo comportarse con los amigos, con los otros miembros de la comunidad? La tercera parte responde a esta pregunta recogiendo frases sueltas de Jesús (domingo 8º).
En conjunto, un discurso parecido al “Sermón del monte” del evangelio de Mateo. Mucho más breve, con menos temas, pero de sumo interés y novedad.
Bienaventuranzas y ayes (Lc 6, 17. 20-26) (domingo 6º)
El “Discurso en la llanura”, igual que el “Sermón del monte”, comienza con unas bienaventuranzas. Pero no son ocho, como en Mt, sino cuatro. Las cuatro declaraciones siguientes comienzan con “ay”, término usado por las plañideras en el antiguo Israel para empezar un canto fúnebre. A los cuatro primeros grupos se les promete una vida feliz. A los cuatro siguientes se les anuncia la muerte.
En aquel tiempo, bajó Jesús del monte con los Doce y se paró en un llano, con un grupo grande de discípulos y de pueblo, procedente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y de Sidón. Él, levantando los ojos hacia sus discípulos, les dijo:
Dichosos los pobres, porque vuestro es el reino de Dios.
Dichosos los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados.
Dichosos los que ahora lloráis, porque reiréis.
Dichosos vosotros, cuando os odien los hombres, y os excluyan, y os insulten, y proscriban vuestro nombre como infame, por causa del Hijo del hombre. Alegraos ese día y saltad de gozo, porque vuestra recompensa será grande en el cielo. Eso es lo que hacían vuestros padres con los profetas.
Pero ¡ay de vosotros, los ricos!, porque ya tenéis vuestro consuelo.
¡Ay de vosotros, los que ahora estáis saciados!, porque tendréis hambre.
¡Ay de los que ahora reís!, porque haréis duelo y lloraréis.
¡Ay si todos los hombres hablan bien de vosotros! Eso es lo que hacían vuestros padres con los falsos profetas.»
¿Son en realidad ocho grupos o solo dos? La pregunta no es absurda, y la respuesta depende de una palabrita que se repite cuatro veces: “ahora” (nun en griego). Prescindiendo momentáneamente de las declaraciones cuarta y octava, advertimos la siguiente estructura:
Dichosos los pobres,
los que ahora tenéis hambre
los que ahora lloráis
¡Ay de vosotros, los ricos!,
los que ahora estáis saciados
los que ahora reís
No se trata de seis grupos distintos, sino de dos: pobres y ricos, caracterizados por la carencia o abundancia de comida, y por el llanto o la risa.
Las declaraciones 4ª y 8ª no hablan de personas distintas. Completan lo dicho a propósito de los dos grupos anteriores fijándose en cómo son tratados por “los hombres”.
En resumen, solo tenemos dos grupos: el de los pobres, que pasan hambre, lloran y son odiados; y el de los ricos, saciados y sonrientes, alabados por la gente. Al primero lo tratan mal, como a los antiguos profetas; al segundo bien, como a los falsos profetas.
Pobres y odiados
“Dichosos los pobres, porque vuestro es el reino de Dios”. Sin el matiz: “de espíritu”, que añade Mateo, y que se presta a interminables disquisiciones. Los pobres, sin más. Los que pasan hambre y lloran. Declararlos “dichosos”, precisamente por eso, suena casi a blasfemia. Pero las desgracias no terminan aquí. Al hambre y el llanto se añaden las persecuciones. A diferencia de las primeras declaraciones, muy breves, la cuarta admira por su extensión: “Dichosos vosotros, cuando os odien los hombres, y os excluyan, y os insulten, y proscriban vuestro nombre como infame, por causa del Hijo del hombre. Alegraos ese día y saltad de gozo, porque vuestra recompensa será grande en el cielo. Eso es lo que hacían vuestros padres con los profetas”.
Ahora no hay que esperar a la otra vida para recibir el consuelo. Ya en esta, cuando se experimenta el odio, la exclusión, el insulto, la descalificación, por ser discípulos de Jesús y querer seguirlo, ese mismo día, el cristiano debe alegrarse y saltar de gozo.
¿Está loco Jesús? ¿Es un masoquista consigo mismo y un sádico con sus discípulos? Volviendo a releer el evangelio, en su nacimiento van unidas la suma pobreza (“no había sitio para ellos en la posada”) y la inmensa alegría (“os anuncio un gran gozo”, dice el ángel a los pastores). Al comienzo de su actividad, en Nazaret, experimenta el odio y la exclusión, sin que eso lo desanime. No se trata de locura, masoquismo ni sadismo, sino de una visión distinta de la realidad. Para Jesús, lo esencial no es la situación presente, sino la futura. La primera bienaventuranza promete el Reino de Dios; la cuarta, “una recompensa grande en el cielo”. Aquí, en la tierra, queda el consuelo de ser tratados como los antiguos profetas.
Las primeras comunidades cristianas experimentaron también la pobreza, el hambre y la persecución, sin que esto les impidiese estar alegres. La de Jerusalén debió solicitar la ayuda de comunidades más ricas para poder sobrevivir a la hambruna en tiempos del emperador Claudio. Las comunidades de Macedonia, a pesar de su “extrema pobreza” desbordaban de alegría (2 Corintios 8,2). Y los apóstoles, después ser azotados, “marcharon del tribunal contentos de haber sido considerados dignos de sufrir desprecios por su nombre [de Jesús]” (Hch 5,41).
Aunque he interpretado las cuatro primeras bienaventuranzas como dirigidas a las primeras comunidades cristianas (y a las actuales que se les parecen), esto no excluye la interpretación individual. “Dichosos los que ahora lloráis, porque reiréis” anticipa lo que contará Lucas poco después de dos mujeres que lloran por motivos muy distintos: la viuda de Naim, que ha perdido a su único hijo, y una prostituta anónima necesitada de perdón y de consuelo. Ambas historias tienen un final feliz, ya en esta vida, antes de la llegada del Reinado de Dios.
Ricos y alabados
Algunos pueden pagar 100.000 euros (¡cien mil!) por una noche en un hotel de Macao. Si su presupuesto no da para tanto, puede contentarse con una noche en Cannes por 25.000. Naturalmente, la cena debe pagarla aparte: bastarán 2.000 euros. Y mientras come puede mirar la hora en un reloj que le ha costado dos millones (Cristiano Ronaldo). Son casos extremos, pero hay millones de personas que pueden permitirse una vida de lujo y comodidad.
¿Se refiere el último “ay” a este mismo grupo? “¡Ay si todo el mundo habla bien de vosotros!” No parece que “todo el mundo” hable bien de esas personas, aunque sigan sus andanzas en las revistas del corazón, la televisión y las redes sociales.
Salvadas las distancias, los escribas aparecen en el evangelio de Lucas como ejemplo de personas que desean ser estimadas y amantes del dinero: “Guardaos de los escribas, que gustan de pasear con hábitos amplios, aman los saludos por la calle y los primeros puestos en sinagogas y banquetes; que devoran las fortunas de las viudas con pretexto de largas oraciones. Su sentencia será más severa” (Lc 20,46).
Y que la riqueza puede ser causa de tristeza, ya en esta vida, lo demuestra el episodio del personaje importante incapaz de renunciar a lo que Jesús le pide: “Al oírlo, se entristeció, porque era muy rico” (Lc 18,23).
El mejor comentario: la parábola del rico y Lázaro
A propósito de las tres primeras bienaventuranzas y los tres primeros “ay”, el mejor comentario lo ofrece Lucas en esta parábola. Comienza por el final, por el rico que viste con lujo y banquetea espléndidamente todos los días; sigue el pobre, cubierto de llagas, ansioso de comer las migajas que caen de la mesa del rico.
María alabó a Dios en el Magnificat porque “a los pobres los colma de bienes, y a los ricos los despide vacíos”. Si alguien piensa que eso va a ser en esta vida, se equivoca. Jesús deja que Lázaro muera de hambre, en la miseria. Será después de muerto cuando entre en el Reino de Dios para ser eternamente feliz, mientras el rico suspirará por una simple gota de agua, atormentado para siempre. «¡Ay de los que ahora reís!, porque haréis duelo y lloraréis.»
¿Está condenado el rico?
La respuesta, de acuerdo con la técnica de Lucas, no la encontrará el lector hasta mucho más adelante, en el episodio de Zaqueo. El rico también es hijo de Abrahán, puede acoger a Jesús en su casa y dar a los pobres la mitad de sus bienes.
Una reflexión
¿Por qué puede expresarse Jesús de forma tan radical, proclamando dichosos a los pobres, los que pasan hambre, los que lloran, los perseguidos? Por dos motivos: 1) porque él también era pobre, vivió de limosna y sufrió persecución hasta la muerte; 2) porque creía firmemente en la recompensa futura en el Reino de Dios, donde quedaría saciada el hambre y enjugado el llanto.
Una advertencia
Las cuatro bienaventuranzas se dirigen a comunidades pobres o a los pobres como Lázaro. Las comunidades ricas o las personas que no carecemos de nada no podemos apropiárnoslas; no podemos utilizarlas para tranquilizar nuestra conciencia pensando en la dicha futura de los pobres.
1ª lectura (Jeremías 17, 5-8)
Se ha elegido este texto por motivos literarios, para indicar que la contraposición de bienaventuranzas y ayes es algo conocido por los profetas, aunque Jeremías usa términos distintos: maldito y bendito. Pero los temas y las metáforas se oponen perfectamente. Es una forma de animar a confiar en Dios, no en los hombres.
Así dice el Señor:
«Maldito quien confía en el hombre, y en la carne busca su fuerza, apartando su corazón del Señor. Será como un cardo en la estepa, no verá llegar el bien; habitará la aridez del desierto, tierra salobre e inhóspita.
Bendito quien confía en el Señor y pone en el Señor su confianza. Será un árbol plantado junto al agua, que junto a la corriente echa raíces; cuando llegue el estío no lo sentirá, su hoja estará verde; en año de sequía no se inquieta, no deja de dar fruto.
2ª lectura (1 Corintios 15, 12. 16-20)
Aunque no está elegida buscando una relación con el evangelio, la esperanza en la resurrección encaja muy bien con la recompensa grande en el cielo de la que habla Jesús.
Hermanos: Si anunciamos que Cristo resucitó de entre los muertos, ¿cómo es que dice alguno de vosotros que los muertos no resucitan? Si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó; y, si Cristo no ha resucitado, vuestra fe no tiene sentido, seguís con vuestros pecados; y los que murieron con Cristo se han perdido. Si nuestra esperanza en Cristo acaba con esta vida, somos los hombres más desgraciados. ¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos: el primero de todos.
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