17.2.19. Domingo de las Bienaventuranzas. El Cristo de San Valentín
Dom 6, tiempo ordinario. Ciclo C. Lc 6, 17. 20-26. Las bienaventuranzas son la expresión máxima del Amor del Reino de Dios, que está vinculado con el despliegue de la vida y con las relaciones personales, siendo así principio y signo de felicidad:
Éste es el don y la tarea de la vida, ser felices, agradeciendo de esa forma la vida al Creador. Pues bien, en este camino de felicidad, dentro de una historia muy conflictiva, se inscribe la palabra de Jesús… a quien hoy (14-2.19) he querido llamar el Cristo de la Felicidad, con la imagen 1 (un Cristo feliz) y la imagen 2 (una muchacha feliz en el amor del corazón abierto a todos):
– felices vosotros, los pobres, porque es vuestro el reino de Dios,
– felices los que ahora estáis hambrientos, porque habéis de ser saciados,
– felices los que ahora lloráis, porque vosotros reiréis (Lc 6, 20-21).
Ésta es, sin duda, la felicidad del amor. En un primer momento, estas palabras pudieran encontrarse en otros textos de aquel tiempo: en los capítulos finales de 1 Henoc, en Test XII Pat y en algunos rabínicos.
Pero es la felicidad del amor radical, allí donde no hacen falta otras cosas, sino que basta el amor, en medio de la pobreza, del hambre, del llanto… Como amor que enriquece, que sacia,que consuela… como afirmación de la vida en lo que ella tiene de más hondo radical, para ser (acoger, amarse…) y para amar a los demás, compartiendo, enriqueciendo, acompañando…
… Jesús llama felices a los pobres, especificados después como hambrientos y llorosos, no por lo que ahora son, por lo que tienen (o les falta), sino porque se encuentran en las manos del amor de Dios, que actúa ya, a través del mensaje y camino del Reino que Jesús anuncia, porque su suerte ha de cambiar.
Ésta es la felicidad del amor de Dios que cambia… Un amor de Dios que se hace nuestro, cuando nos aceptamos y amamos a los demás, enriqueciendo, alimentando, consolando… Éste es el amor “nuestro de cada día”, amor que crea vida. Sólo se puede decir felices los pobres amando a los pobres, compartiendo con ellos lo que somos, amando…
Los ricos en sí no pueden ser felices, ni los en sí saciados lo pueden ser…. Sólo desde la vida más honda, en amor a los dándonos la mano y caminando juntos podemos ser felices… Como negros estanques parecemos a veces los cristianos.Sólo en el momento en que seamos felices y hagamos felices a los otros podremos ser discípulos del Cristo de la Felicidad.
Desde ese fondo se puede decir y se dice…
«Pero, ¡ay de vosotros los ricos, porque ya habéis recibido el consuelo! ¡ay de vosotros los ahora saciados…, ay de los que ahora reís!» (Lc 6, 24-25). El amor es gratuito, pero exigente.
Buen domingo a todos, con el Cristo de la Felicidad.
En un primer momento, las bien- y malaventuranzas expresan una enseñanza normal del Antiguo Testamento, recogida también en el Magníficat (Lc 1, 46-55). Estamos ante la inversión final, ante el Dios de la justicia y del destino, que transforma las suertes de hombres. Pero, leídas desde el conjunto de la vida y mensaje Jesús, ellas proclaman la enseñanza mesiánica del evangelio, que está vinculada al perdón del enemigo y a la superación del juicio, es decir, al amor de Dios.
1. Las bienaventuranzas son una proclamación y presencia de amor: ellas expresan la certeza de que irrumpe el fin, es decir, el momento de la plena humanidad, de que ha llegado el Reino, como palabra de gracia. No empiezan exigiendo el cambio de los hombres, para así alcanzar a Dios, sino que empiezan hablando de un Dios que es feliz y que quiere que seamos felices, para hacer así posible el cambio de los hombres, en la línea de aquella palabra de Jesús que dice «¡Dichosos vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen!. Porque os aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo que veis y no lo vieron, y oír lo que vosotros oís y no lo oyeron» (Mt 13, 16-17).
Sólo porque Dios ama a los hombres se puede afirmar: ¡Dichosos, vosotros, los pobres…! Solo porque Jesús les ama de manera activa y transformadora, puede decir, en nombre de Dios, con palabra “escandalosa”: Felices vosotros, los pobres.
2. Las bienaventuranzas son palabra performativa, es decir, ellas realizan lo que dicen. Ellas expresan el sentido de la obra de Jesús: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios… y a los pobres se les anuncia la buena noticia (Mc 11, 5-6). Son palabras que dicen “haciendo”, de manera que si no hacen no dicen… Si sólo dicen, sin implicar a los que dicen y sin transformar a los que escuchan no son palabras, sino pura mentira.
Desde ese fondo descubrimos que no son sentencia para el fin de los tiempos, ni expresión invisible de un reino espiritual, sino palabra creadora, aquí y ahora: Jesús camina con un grupo de hombres y mujeres felices, irradiando una felicidad interior y exterior, que se expresa en la fe y en la comida, en la salud y en la compañía… Cuando proclama ¡dichosos vosotros los pobres…!, Jesús les está ofreciendo el Reino, pero un reino que se manifiesta y expresa en pan compartido (comer) y en el gran gozo (reír…). Comer y reír porque hay vida y compañía, porque damos y recibimos, esperando el gozo pleno.
3. Las bienaventuranzas son exigencia de amor. Todo es don de Dios, regalo de su vida y amor sobre la historia angustiosa y escindida de la tierra. Pero ese don se vuelve exigencia: quien recibe la gracia de Dios ha de convertirse en gracia para los demás. Si Dios fuera talión (¡ojo por ojo, diente por diente!) también nosotros podríamos portarnos en clave de talión, de juicio y lucha mutua; pero el Dios de gracia pide que seamos manantial de gracia. Por eso, las bienaventuranzas se vuelven principio de exigencia, pudiendo así advertirnos: ¡ay de vosotros…!
No se trata de ser felices… o ser “neutrales”. Si no somos felices y hacemos felices a los demás caemos bajo el “hay” de nuestra destrucción. Hablándonos de Dios (¡el Bienaventurado!), Jesús nos habla del camino de felicidad que recibimos y compartimos… Si no buscamos esa felicidad en el dar y el recibir, en el compartir nos volveremos desdichados.
4. Las bienaventuranzas expresan el triunfo del amor. Cierta apocalíptica judía (y cristiana) parece situar casi de forma paralela (simétrica) el premio y castigo finales, como suponiendo que Dios es neutral y que el resultado de la vida depende de la buena o mala acción de los hombres. Pues bien, en contra de eso, el Dios de Jesús no es neutral, de manera que salvación y condena, bienaventuranza y ayes, no pueden colocarse en simetría.
Como principio de amor, Dios se ha comprometido positivamente en favor de los hombres, ofreciendo vida a todos, empezando por los pobres. Dios es “parcial” porque ama a los pequeños y perdidos, es parcial porque supera con su gracia y entrega creadora la justicia de la historia. Desde esa “parcialidad” del amor de Dios han de entenderse los ayes.
La primera bienaventuranza es la más general, tanto por el sujeto (pobres: todos los oprimidos, tristes y/o enfermos del mundo) como por el predicado (se les ofrece el reino, el mundo nuevo). Al decir bienaventurados los pobres, Jesús hace una elección: los privilegiados de Dios son precisamente el desecho de la tierra.
Esa bienaventuranza primera se divide luego de manera que aparecen por un lado los hambrientos (pobreza más económica) y por otros los llorosos (pobreza más psíquica). La carencia se vuelve así expresión de necesidad radical. De manera correspondiente, el reino aparece también en dos señales: es hartura (más económica) y felicidad (más anímica). Es evidente que allí donde se escucha la palabra de gracia de las bienaventuranzas de Jesús la vida humana puede y debe convertirse en expansión (explosión) de amor: llevar hartura donde hay hambre, felicidad donde se esconde y triunfa la desdicha.
2. QUIÉN, CUÁNDO Y CÓMO PUEDE DECIR ESAS PALABRAS
1. Las bienaventuranzas las dijo Jesús “haciendo” lo que ellas decían: dando de comer, alegrando a los demás, iniciando el camino del Reino de Dios.
2. ¿Quién puede hoy decirlas? Sólo quien viva en la línea de Jesús, asumiendo la felicidad de la vida (¡siendo feliz!) y haciendo felices a los demás, en un camino de par compartido y de alegría. Quién no vaya en el camino de Jesús (sea o no sea cristiano, crea o no crea externamente en el Dios de la felicidad) no puede decir honradamente esas palabras.
3. ¿Cuándo se puede decir esas palabras? Sólo en el momento en que hay hombres y mujeres comprometidos a favor de la felicidad de los demás. Sólo cuando se cree activamente que este mundo (esta sociedad) puede cambiar, en línea de felicidad, de la felicidad que se expresa en el pan y la risa compartida.
4. ¿Cómo se pueden decir esas palabras? Ciertamente, hablando… pero con palabras que expresan y expanden la felicidad de Dios y de la vida compartida. No pueden decirse con teorías (haciendo un discurso como el que yo hago esta mañana, la víspera de San Valentín), sino con la palabra de la vida, hecha felicidad expansiva.
5. Sólo se pueden decir esas palabras cuando las decimos de forma personal: “felices vosotros…”; cuando no las dirigimos a “ellos”, sino a “vosotros”, es decir, a personas con las que entramos en contacto, a personas de las que nos hacemos “prójimos”. Esas palabras sólo se puede decir en segunda persona del singular (¡feliz tú!) o del plural (¡felices vosotros!). Nunca son palabras dirigidas a ellos… , impersonales… Sólo puede (podemos) decir “felices vosotros” cuando os hago (os hacemos) felices y de lo contrario miento (mentimos).
6. ¿Quién puede decir hoy “felices vosotros”…? Es claro que pueden decirlas y las dicen millones de personas que creen en el Reino de Dios (que es el Reino de la Felicidad concreta) dentro y fuera de la Iglesia:
−hay miles de religiosas y ministros de la Iglesia que están diciendo y haciendo “felices” a otros (a vosotros) en barrios y parroquias, en familias y hospitales…
− hay millones de personas que siguen creyendo en la felicidad activa… UNO SE HACE FELIZ HACIENDO FELICES A LOS OTROS, en camino de esperanza abierto a la Felicidad que es Dios (que es de Dios…)
7. Tenemos que pasar (y el evangelio pasa) del “felices vosotros” (yo hablo a los pobres de fuera de mi grupo) al “felices nosotros los pobres…”. Son precisamente los pobres y los hambrientos, los llorosos y los oprimidos los que pueden decirnos “felices”, ellos y nosotros, todos, si asumimos un camino como el de Jesús.
CONCLUSIÓN. CEC
El CEC (Catecismo de la Ecclesia Católica) tiene un apartado dedicado a las Bienaventuranzas… Toma como base el texto de Mateo… y las explica como sigue. Me gustaría que opinarais (algunos, si queréis, si tenéis tiempo) sobre ese texto oficial: qué dice, qué implica…. etc. Buen domingo de San Valentín, buen domingo de Felicidad.
1. LAS BIENAVENTURANZAS
1716 Las bienaventuranzas están en el centro de la predicación de Jesús. Con ellas Jesús recoge las promesas hechas al pueblo elegido desde Abraham; pero las perfecciona ordenándolas no sólo a la posesión de una tierra, sino al Reino de los cielos:
Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos.
Bienaventurados los mansos porque ellos poseerán en herencia la tierra.
Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.
Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.
Bienaventurados los que buscan la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios.
Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los cielos.
Bienaventurados seréis cuando os injurien, os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa.
Alegraos y regocijaos porque vuestra recompensa será grande en los cielos (Mt 5,3-12).1717 Las bienaventuranzas dibujan el rostro de Jesucristo y describen su caridad; expresan la vocación de los fieles asociados a la gloria de su Pasión y de su Resurrección; iluminan las acciones y las actitudes características de la vida cristiana; son promesas paradójicas que sostienen la esperanza en las tribulaciones; anuncian a los discípulos las bendiciones y las recompensas ya incoadas; quedan inauguradas en la vida de la Virgen María y de todos los santos.
II EL DESEO DE FELICIDAD
1718 Las bienaventuranzas responden al deseo natural de felicidad. Este deseo es de origen divino: Dios lo ha puesto en el corazón del hombre a fin de atraerlo hacia él, el único que lo puede satisfacer:
Ciertamente todos nosotros queremos vivir felices, y en el género humano no hay nadie que no dé su asentimiento a esta proposición incluso antes de que sea plenamente enunciada (S. Agustín, mor. eccl. 1,3,4).
¿Cómo es, Señor, que yo te busco? Porque al buscarte, Dios mío, busco la vida feliz, haz que te busque para que viva mi alma, porque mi cuerpo vive de mi alma y mi alma vive de ti (S. Agustín, conf. 10,20.29).
Sólo Dios sacia (S. Tomás de Aquino, symb. 1).
1719 Las bienaventuranzas descubren la meta de la existencia humana, el fin último de los actos humanos: Dios nos llama a su propia bienaventuranza. Esta vocación se dirige a cada uno personalmente, pero también al conjunto de la Iglesia, pueblo nuevo de los que han acogido la promesa y viven de ella en la fe.
3. LA BIENAVENTURANZA CRISTIANA
1720 El Nuevo Testamento utiliza varias expresiones para caracterizar la bienaventuranza a la que Dios llama al hombre: la venida del Reino de Dios (cf Mt 4,17); la visión de Dios: “Dichosos los limpios de corazón porque ellos verán a Dios” (Mt 5,8; cf 1 Jn 3,2; 1 Co 13,12); la entrada en el gozo del Señor (cf Mt 25,21.23); la entrada en el Descanso de Dios (He 4,7-11):
Allí descansaremos y veremos; veremos y nos amaremos; amaremos y alabaremos. He aquí lo que acontecerá al fin sin fin. ¿Y qué otro fin tenemos, sino llegar al Reino que no tendrá fin? (S. Agustín, civ. 22,30)
1721 Porque Dios nos ha puesto en el mundo para conocerle, servirle y amarle, y así ir al cielo. La bienaventuranza nos hace participar de la naturaleza divina (2 P 1,4) y de la Vida eterna (cf Jn 17,3). Con ella, el hombre entra en la gloria de Cristo (cf Rom 8,18) y en el gozo de la vida trinitaria.
1722 Semejante bienaventuranza supera la inteligencia y las solas fuerzas humanas. Es fruto del don gratuito de Dios. Por eso la llamamos sobrenatural, así como la gracia que dispone al hombre a entrar en el gozo divino.
“Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios”. Ciertamente, según su grandeza y su inexpresable gloria, “nadie verá a Dios y vivirá”, porque el Padre es inasequible; pero según su amor, su bondad hacia los hombres y su omnipotencia llega hasta conceder a los que lo aman el privilegio de ver a Dios… “porque lo que es imposible para los hombres es posible para Dios” (S. Ireneo, haer. 4,20,5).
1723 La bienaventuranza prometida nos coloca ante elecciones morales decisivas. Nos invita a purificar nuestro corazón de sus instintos malvados y a buscar el amor de Dios por encima de todo. Nos enseña que la verdadera dicha no reside ni en la riqueza o el bienestar, ni en la gloria humana o el poder, ni en ninguna obra humana, por útil que sea, como las ciencias, las técnicas y las artes, ni en ninguna criatura, sino en Dios solo, fuente de todo bien y de todo amor:
El dinero es el ídolo de nuestro tiempo. A él rinde homenaje “instintivo” la multitud, la masa de los hombres. Estos miden la dicha según la fortuna, y, según la fortuna también, miden la honorabilidad…Todo esto se debe a la convicción de que con la riqueza se puede todo. La riqueza por tanto es uno de los ídolos de nuestros días, y la notoriedad es otro…La notoriedad, el hecho de ser reconocido y de hacer ruido en el mundo (lo que podría llamarse una fama de prensa) ha llegado a ser considerada como un bien en sí misma, un bien soberano, un objeto de verdadera veneración (Newman, mix. 5, sobre la santidad).
1724 El Decálogo, el Sermón de la Montaña y la catequesis apostólica nos describen los caminos que conducen al Reino de los Cielos. Por ellos avanzamos paso a paso mediante actos cotidianos, sostenidos por la gracia del Espíritu Santo. Fecundados por la Palabra de Cristo, damos lentamente frutos en la Iglesia para la gloria de Dios (cf La parábola del sembrador: Mt 13,3-23).
RESUMEN
1725 Las bienaventuranzas recogen y perfeccionan las promesas de Dios desde Abraham ordenándolas al Reino de los Cielos. Responden al deseo de felicidad que Dios ha puesto en el corazón del hombre.
1726 Las bienaventuranzas nos enseñan el fin último al que Dios nos llama: el Reino, la visión de Dios, la participación en la naturaleza divina, la vida eterna, la filiación, el descanso en Dios.
1727 La bienaventuranza de la vida eterna es un don gratuito de Dios; es sobrenatural como la gracia que conduce a ella.
1728 Las bienaventuranzas nos colocan ante elecciones decisivas respecto a los bienes terrenos; purifican nuestro corazón para enseñarnos a amar a Dios por encima de todo.
1729 La bienaventuranza del Cielo determina los criterios de discernimiento en el uso de los bienes terrenos conforme a la Ley de Dios.
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