Felicidad y pobreza
Domingo VI del Tiempo Ordinario
Lc 6, 17.20-26
En Lucas, las llamadas “bienaventuranzas” las proclama Jesús en el “llano” –en Mateo, por motivos teológicos, será en la “montaña”–, se reducen a cuatro –en Mateo serán ocho–, se centran en situaciones que están viviendo los discípulos –en Mateo se hablará de actitudes– y van acompañadas de las mal llamadas “malaventuranzas”.
A los discípulos, que son pobres, pasan hambre, lloran y son perseguidos se les llama “bienaventurados” (dichosos) porque esa situación va a cambiar. Por el contrario, se advierte seriamente a quienes ahora gozan de riqueza, de dicha y de aplauso social, equiparándolos a los “falsos profetas”.
Empecemos por el final. En la tradición bíblica, los “falsos profetas” buscan su propio beneficio. Eso les lleva a pronunciar una palabra que no busca la verdad, sino contentar a quienes los escuchan, sean el rey o el pueblo, para obtener reconocimiento y prebendas de todo tipo. Se comprende que, para quienes son perseguidos por ser fieles, la figura del “falso profeta” aparezca particularmente detestable.
El mensaje de las Bienaventuranzas es parcial: muestra a un Dios que toma partido a favor de los pobres y los que sufren. Otra cosa es que, en la vida cotidiana, esto no parezca producirse. Tal vez ese haya sido el motivo por el que se ha proyectado la dicha o felicidad al “más allá” de la muerte. En realidad, plantear la dicha en clave de “recompensa” conduce a un callejón que no tiene salida. Si hubiera que leerla literalmente, el lector se preguntaría por qué Dios no actúa inmediatamente y realiza lo que la bienaventuranza promete.
La lectura adecuada parece ser otra y se desdobla en dos direcciones: por un lado, “pone en valor” la dignidad y la primacía del pobre; por otro, como luego vería Mateo, advierte que es imposible la felicidad mientras no adoptemos la pobreza –desapropiación, desidentificación del yo– como actitud básica en la que sustentar nuestra existencia.
El pobre es no-separado de mí. Solo la comprensión vivencial de este hecho, que implica una radical transformación de la consciencia, hará eficaz el compromiso a favor de la justicia, de la igualdad y del reconocimiento de todo ser humano. Únicamente el compromiso que nace de la comprensión es genuinamente transformador.
Ser pobre es vivir la desapropiación. La creencia que nos identifica con el yo o ego nos convierte en personas egocentradas, girando en torno a nosotros mismos, en la búsqueda ansiosa de aquello en lo que hemos proyectado nuestra supuesta felicidad: bienes, poder, imagen… Sin embargo, todo ello promete lo que no puede dar, dando lugar a la “noria hedonista”, en la que la búsqueda de placer se convierte en fuente de sufrimiento, porque no hay forma de burlar el vacío y la insatisfacción cuando se liga la propia identidad a la idea del “yo”.
El sabio comprende que no es el yo. Y es esa comprensión la que, en medio de cualquier circunstancia, lo ancla en la ecuanimidad y la paz. Sabe que lo que somos se halla siempre a salvo. Y que podemos tener cosas –somos seres necesitados–, pero no ser esclavos de ellas.
El sabio es compasivo. Y esto es justamente lo que vemos en Jesús. La compasión marcó toda su existencia porque se vivía desde la comprensión de su (nuestra) verdadera identidad. Cuando se vive desde ahí, la compasión brota en gratuidad y de manera desapropiada. Y, en cierto modo, constituye el test definitivo de la vida espiritual. De ahí que el propio Jesús resumiera todo el secreto del comportamiento ético adecuado en una sola frase, tras relatar la parábola del “buen samaritano”: “Ve y haz tú lo mismo” (Lc 10,37). No hay más principio moral.
¿Qué significa la pobreza para mí? ¿Cómo me posiciono ante ella?
Enrique Martínez Lozano
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