“Ante el misterio del niño”. Natividad del Señor – C (Lc 2,1-14 / Lc 2,15-20 / Jn 1,1-8)
Los hombres terminamos por acostumbrarnos a casi todo. Con frecuencia, la costumbre y la rutina van vaciando de vida nuestra existencia. Decía Ch. Peguy que «hay algo peor que tener un alma perversa, y es tener un alma acostumbrada a casi todo». Por eso no nos puede extrañar demasiado que la celebración de la Navidad, envuelta en superficialidad y consumismo alocado, apenas diga ya nada nuevo ni gozoso a tantos hombres y mujeres de «alma acostumbrada».
Estamos acostumbrados a escuchar que «Dios ha nacido en un portal de Belén». Ya no nos sorprende ni conmueve un Dios que se ofrece como niño. Lo dice A. Saint-Exupéry en el prólogo de su delicioso Principito: «Todas las personas mayores han sido niños antes. Pero pocas lo recuerdan». Se nos olvida lo que es ser niños. Y se nos olvida que la primera mirada de Dios al acercarse al mundo ha sido una mirada de niño.
Pero esa es justamente la gran noticia de la Navidad. Dios es y sigue siendo Misterio. Pero ahora sabemos que no es un ser tenebroso, inquietante y temible, sino alguien que se nos ofrece cercano, indefenso, entrañable, desde la ternura y la transparencia de un niño.
Y este es el mensaje de la Navidad. Hay que salir al encuentro de ese Dios, hay que cambiar el corazón, hacernos niños, nacer de nuevo, recuperar la transparencia del corazón, abrirnos confiadamente a la gracia y el perdón.
A pesar de nuestra aterradora superficialidad, nuestros escepticismos y desencantos, y, sobre todo, nuestro inconfesable egoísmo y mezquindad de «adultos», siempre hay en nuestro corazón un rincón íntimo en el que todavía no hemos dejado de ser niños.
Atrevámonos siquiera una vez a mirarnos con sencillez y sin reservas. Hagamos un poco de silencio a nuestro alrededor. Apaguemos el televisor. Olvidemos nuestras prisas, nerviosismos, compras y compromisos.
Escuchemos dentro de nosotros ese «corazón de niño» que no se ha cerrado todavía a la posibilidad de una vida más sincera, bondadosa y confiada en Dios. Es posible que comencemos a ver nuestra vida de otra manera. «No se ve bien sino con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos» (A. Saint-Exupéry).
Y, sobre todo, es posible que escuchemos una llamada a renacer a una fe nueva. Una fe que no anquilosa sino que rejuvenece; que no nos encierra en nosotros mismos sino que nos abre; que no separa sino que une; que no recela sino confía; que no entristece sino ilumina; que no teme sino que ama.
José Antonio Pagola
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