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Vigilia de Navidad: Romance del Dios Peregrino de Adviento

Lunes, 24 de diciembre de 2018

48952917_1137005066476684_1391946394658406400_nDel blog de Xabier Pikaza:

Hay cuatro peregrinaciones:

1. Peregrinación exterior, a santuarios como Jerusalén o Compostela
2. Peregrinación interior… Hombres que buscan dentro a Dios
3. Peregrinación de amor: La de unos hombres que buscan a otros hombres
4. Peregrinación de Dios… que buscan en amor a los hombres.

Esa 4ª peregrinación es la de Adviento, y sobre ella escribió Juan de la Cruz el más bello de todos los romances, que algunos llaman Romance de la Trinidad (porque empieza así hablando del Dios Trinidad) pero que en sentido estricto es el Romance el Dios peregrino de la Navidad.

A esa peregrinación de Dios dedico esta Vigilia. Si tienes prisa, deja el tema aquí. Si puedes parar un momento,deja que este Romance te anime y alumbre por dentro. Habrá merecido la pena.

Introducción. Romance del Dios peregrino

48413886_1136986239811900_468175444131184640_nDejo los preámbulos, las introducciones eruditas. Empiezo con texto. Así comienza la Vigilia del Dios de Navidad:

. Trinidad, Dios en sí, bodas del Padre (RTrin 1- 76)

a. Ser como donación y encuentro

SJC (=San Juan de la Cruz) comienza retomando el motivo de Jn 1,1, recreando desde esa perspectiva la frase originaria de la Biblia (Gen 1,1): en el principio, antes de la creación, se encuentra el Verbo (RTrin: Romance de la Triniadd 1-2). Conforme a la experiencia de la iglesia, que recoge y despliega la revelación de la Biblia (y de la historia de Jesús), SJC presenta al Verbo como Palabra personal, es decir como Persona, en comunión radical con Dios Padre:

En el principio moraba / el Verbo y en Dios vivía
en quien su felicidad / infinita poseía.
El mismo Verbo Dios era / que el principio se decía.
Él moraba en el principio y principio no tenía.
Él era el mismo principio / por eso de él carecía (RTrin 1-10)

El texto dice que el Verbo vivía (moraba) en Dios “en quien su felicidad infinita poseía” (Rom 1-4). Para SJC este Verbo es evidente¬mente el Hijo de la tradición dogmática cristiana, ratificada en e1 Concilio de Nicea (año 325), es el Hijo entendido como “palabra activa” de Dios, no como idea que puede existir en sí misma, es el Hijo es Verbo, acción comunicadora, es el mismo Dios que existe así al comunicarse, dándose a sí mismo.

Son significativas las primeras notas de este Verbo. Se dice que mora en Dios, indicando así que Dios no es un ser solitario, alguien que existe cerrado en sí mismo. De un modo consecuente, según eso, la nota primordial de la realidad no es la indepen¬dencia del ser que vive en sí (sustancia) y según eso se aísla de los otros, sino el gesto creador de aquel que sale de sí y puede (quiere) hacer que el otro sea (de tal manera que la realidad es según eso Padre, que se da y se entrega, dándose al Hijo, en quien vive, siendo de esa forma en sí al ser en el otro).

En esa línea se añade que el Verbo es feliz en palabra paradójica: posee infinita felicidad no “poseyéndose” a sí mismo, sino siendo en (por) el otro, pues la felicidad resulta inseparable del amor, es decir, de la comunión con otro. Y se dice también que Dios es principio total no teniendo principio, y dando todo su ser al Hijo (en quien tiene su ser y su gloria). Por su parte el Verbo es plenitud y es principio, pero siendo en el otro y desde el otro, es decir, en el Padre (RTrin 7-9).

En ese contexto se añade que ni el Padre es en sí (de manera que no puede decir “yo soy”, sino que dice que “sea el Hijo”), y el Hijo tampoco es en sí (sino en el Padre). De esa forma, el “ser” de Dios no se define como autonomía egoísta (dominio de sí mismo), sino como donación, de forma que en el principio de Dios se encuentra el Hijo, que es el mismo Dios “entregado”, saliendo de sí mismo y existiendo en el otro. Este misterio toma forma de paternidad y filiación:

El Verbo se llama Hijo, / que de el Principio nacía.
Hale siempre concebido, / y siempre le concebía.
Dale siempre su sustancia / y siempre se la tenía (RTrin 11-16).

En ese principio que siempre perdura encontramos ahora al Padre que concibe sin cesar al Hijo, en generosidad-fecundidad originaria, de manera que sólo tiene aquello que da o regala, dándose a sí mismo, plenamente (¡dale siempre su substancia y siempre se la tenía!). Lógicamente, según la tradición cristiana, el Dios primigenio se llama Padre, aunque presenta ras¬gos que recuerdan quizá más la imagen de la Madre (¡hale siempre concebido!). Pero más que el puro nombre importa la función del Padre (Madre) que solo puede tener su sustancia (poseerse) en la medida en que entrega (la “da”, dándose al Hijo).

b. Ser en sí, siendo en el otro

48387631_1136986699811854_2030076121348833280_nEn este principio trinitario (¡el Padre sólo tiene aquello que “da” y pierde, y el Hijo sólo tiene aquello que recibe y que nueva “da”, dándose al Padre) aparece ya en resumen (como en germen) todo el pensamiento y experiencia de SJC. El punto de partida de su pensamiento no es un tipo de “ontología cósmica” (como la de Aristóteles), ni es tampoco un pensamiento conceptual o discursivo. El principio y sentido de la realidad ha de entenderse, según eso, de forma trinitaria, desde el fondo de este símbolo de fe, que SJC presenta de forma narrativa en su romance. En el principio está el “don personal”, de manera que el “ser” de cada uno (empezando por el Padre) está en el otro (empezando por el Hijo), y así podemos hablar de una gloria (o esencia) compartida, pues cada uno la tiene sólo en la medida en que la pierde, es decir, en la medida en que se entrega, dándose a sí mismo, para quedar así en manos del otro (y ser el otro).

La gloria Padre es el Hijo y la del Hijo el Padre (RTrin 17-20), de manera que cada uno existe y es glorioso precisamente teniendo su gloria fuera de sí mismo (en el otro a quien la entrega, ofreciéndose a sí mismo). Ambos, Padre e Hijo, se vinculan, por lo tanto, al entregarse y ser uno en el otro, en una especie de unidad paterno-filial, que paradójicamente recibe y tiene rasgos nupciales, de manera que la realidad sólo existe (se despliega) allí donde cada uno la pierde, se pierde a sí mismo (dando lo que tiene), para ser y encontrarse a sí mismo en el otro.

Este ser-amor que se expresa y consiste en la entrega de cada uno aparece así como fundamento de todo lo que existe en cielo y tierra, en contra de la visión ontológica de una filosofía ontológica, donde cada uno es realidad en la medida en que se busca y se tiene a sí mismo, como substancia en sí (ontología griega) o como sujeto que se piensa a sí mismo (para sí mismo) y de esa forma se separa de los otros. En contra de eso, la realidad del Dios cristiano se define como alteridad, ser cada uno en la vida y ser del otro:

Como amado en el amante / uno en otro residía,
y aquese amor que los une, / en lo mismo convenía
con el uno y con el otro /en igualdad y valía (RTrin 21- 26).

Como amado en el amante… De esa forma, aquel que ama no reside o mora en sí, sino en el otro, pues para ser “en sí” es preciso salir de sí, ya que el ser es, según eso, donación y movimiento, alteridad y encuentro, de tal forma que el “en sí” y el “fuera de sí” se identifican. Ésta es la palabra decisiva que SJC ha formulado con toda precisión en la base de su relato creyente, llevando hasta el final rasgos y notas que encontramos ya en el evangelio de Juan.

De esa forma se define y completa el movimiento primero de la peregrinación de Dios (contrario al discurso ontológico normal de las religiones y las filosofías), pues cada uno sólo “es” (sólo se tiene) en la medida en que se da para que sea el otro, siendo así y teniéndose en el otro, no en sí mismo. Ser no es tenerse como substancia, ni pensarse como sujeto, sino darse para que exista el otro, siendo de esa forma en el otro.

El Padre Dios reside así en el Hijo, y el Verbo-Hijo en el Padre, de manera que no hay primero un “ser en sí” y luego “un ser en el otro”, pues cada uno sólo puede ser en sí siendo en el otro. En ese sentido no se puede hablar de Dios como “substancia”, ni como “sujeto”, sino sólo del Padre y del Hijo, que son Dios, dándose una al otro y compartiendo de esa forma la “esencia”. De esa manera, pudiéndose llamar en un sentido “padre” e “hijo”, ellos se muestran y aparecen de esa forma, al menos simbólicamente, como esposos, pero no en gesto de posesión (uno tiene al otro), sino de kénosis fundacional, de vaciamiento pleno, para que sea el otro.

La paternidad originaria (donación generosa de ser) se expresa así como pleno vaciamiento de Dios Padre, que es divino precisamente al no cerrarse en sí, sino al perderse y darlo todo (darse del todo) para hacer así que surja el otro. Sólo de esa forma, al dar y perderse totalmente en el otro (para encontrarse fuera de sí mismo) puede hablarse de paternidad-filiación y nupcialidad (de comunicación y pérdida de sí, con encuentro pleno del uno en el otro).

c. La paradoja de ser, comunión en gratuidad

SJC no intenta explicar la paradoja. Simplemente la rela¬ta, mostrando así que el Padre (al serlo en plenitud) se entrega totalmente a su Hijo, de tal manera que sólo en él (en el Hijo) puede encontrarse, pues sólo es en sí al ser en el otro. Eso significa que el Padre no impone su figura y su potencia desde arriba, pues no tiene un “ser previo” (absoluto) fuera de su donación, sino que sólo existe en sí al darse y ser en el otro (en el Hijo).

La realidad se entiende así como “vaciamiento amoroso”, es decir, como “donación de sí”, pues el Padre sólo existe al darse al Hijo, y el Hijo por su parte, al responderle y entregarle su existencia. De esa forma son en sí, pero sólo siendo en el otro, es decir, en la medida en que cada uno se entrega, existiendo uno en el otro, y los dos en comunión, de manera que el amor del Padre al Hijo es igual que el amor del Hijo al Padre, en donación mutua. Esa pérdida de sí y esa mutua donación, entendida como amor que les une precisamente al distinguirles (existiendo cada uno en el otro), recibe el nombre de Espíritu Santo. Por eso, con toda la tradición cristiana, SJC puede afirmar que ese amor (Espíritu Santo) «convenía con el uno y con el otro- en igualdad y valía», traduciendo así de un modo muy preciso la experiencia que está en el fondo del Concilio de Constantinopla (año 381).

Dentro de nuestra perspectiva resulta innecesario indicar con más rigor la forma en que SJC ha concebido esta unión de tres personas (RTrin 27). Su propio despliegue conceptual puede mostrarse algo complejo (cf. RTrin 27-46), quizá porque ha querido decir lo que resulta en sí indecible (la forma en que se expresa y se despliega el encuentro trinitario). Pero hay algo que resulta evidente: en el fondo del poema, conforme a las palabras más intensas (amante, amado y amor; cf. RTrin 29-32), el Espíritu Santo viene a presentarse como “aquel amor inmenso que de los dos procedía” (RTrin 47-48), es decir, como la misma “comunión” intradivina.

El Espíritu es la entrega de sí, el movimiento por el que cada uno se da al otro (vaciándose de sí), y es, al mismo tiempo, el encuentro de amor definitivo que brota en (de) la donación y comunión completa del uno en el otro. Significativamente, ese amor común se expresa en las “palabras de de gran regalo” que el Padre al Hijo decía (RTrin 49-50), de manera que podemos evocarlo a modo de conversación, es decir, en forma de comunión concretizada en “palabras inefables”, es decir, de gran regalo, en el silen¬cio puro de la plena transparencia intradivina.

d. Conclusión: Una Trinidad peregrina de sí misma

De manera significativa, SJC no puede exponer esas palabras de gran regalo “que nadie las entendía”, sino sólo el Hijo. Eso significa que de la “conversación” inmanente (interior) de Dios no sabemos nada. Sólo podemos hablar de la conversación “externa”, es decir, concretada en la economía de la salvación. Ese Amor-Espíritu es deleite y gozo de unidad perfecta. Pero, al mismo tiempo, viene a presentarse como posibilidad de apertura extradivina, fundada en la voluntad de Dios Padre, que así le dice al Hijo, “en aquel Amor inmenso que de los dos procedía”:

Nada me contenta, Hijo, /fuera de tu compañía;
y si algo me contenta, 60. en ti mismo lo quería.
El que a ti más se parece/ a mi más satisfacía,
y el que en nada te semeja / en mí nada hallaría.
65. En ti solo me he agradado, /¡Oh vida de vida mía!.
Eres lumbre de mi lumbre, / eres mi sabiduría,
figura de mi sustancia, /70 en quien bien me complacía.
Al que a ti te amare. Hijo, / a mí mismo le daría,
y el amor que yo en ti tengo, /ese mismo en él pondría,
en razón de haber amado /a quien yo tanto quería (RTrin 71-76).

El mismo Amor común (Espíritu divino) se vuelve así principio de comunicación y comunión creadora, que no es el resultado de una necesidad divina (pues en Dios nada es “necesidad”), sino desbordamiento de amor, en línea de generosidad nupcial, de conversación de amor, si es que vale esa palabra.

Ésta es la esencia del amor peregrino de Dios, que quiere ser compartido, que quiere salir de sí mismo y darse a lo distinto (a los hombres), como muestra una famosa intuición teológica de Ricardo de San Victor, cuando afirma que el amor de Dios (Padre e Hijo) sólo culmina y es perfecto allí donde los dos aman juntos a un “tercero”.

El mismo amor de entrega (cada uno se da y se encuentra así sólo en el otro), amor que hace posible la comunión del Padre y/en el Hijo, vendrá a expresarse así de un modo expansivo, a través del Espíritu Santo, que es la misma apertura del amor “dual” divino, de manera que la creación aparece así como expresión de la misma Trinidad, del Dios que quiere ser divino “fuera de sí mismo”.

En este fondo se comprende todo lo que sigue, como repetición de la misma melodía divina en un plano distinto, de creación y encarnación. En un sentido estricto, sólo existe Dios, la Trinidad, pero un Dios que se expresa y expande fuera de sí mismo. Significativamente, el resto del Romance ya no habla del Espíritu: no tiene por qué hacerlo; todo lo que viene a suceder (crea¬ción, encarnación) es consecuencia de ese gran amor del Padre hacia su Hijo Jesucristo (y viceversa).

2. Creación: Una esposa para el Hijo (RTrin 77-220)

La creación es consecuencia de un “consejo” intradivino: dialogan el Padre con el Hijo y su diálogo se expresa como Espíritu, es decir, como principio de creatividad, es decir, de expansión del mismo amor divino. Entramos de esa forma en el secreto de Dios que se abre, allí donde su misterio se vuelve pala¬bra abierta de comunidad creadora, tal como se expresa en el conjunto de la Biblia, leída desde una perspectiva cristiana.

a. Principio, el amor generoso de Dios

Conforme a una doctrina tradicional de la iglesia “el hombre es creado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor y, mediante esto, salvar su alma” (IGNACIO DE LOYOLA, Ejercicios espirituales 23). Esta doctrina es buena, pero resulta limitada, pues parece que Dios quiere y crea a los hombres al servicio de sí mismo, es decir, para su gloria, y sólo en un segundo momento les ha hecho pensando en ellos mismos, es decir, para que sean (o se salven). Pues bien, SJC ha recreado e invertido esa doctrina: Dios no quiere a los hombres “para sí”, sino por ellos mismos, para que ellos mismos sean, introduciéndolos así en su amor trinitario.

La creación es un “don esponsal” del Padre al Hijo, siendo al mismo tiempo (y sobre todo) un don para los hombres, un regalo que Dios les ofrece, ofreciéndose a sí mismo, para que otros viven de su misma “esencia”, pero en dimensión de mundo. Dios es un Dios que gozan, y quieren otros puedan compartir su gozo. No quiere tapar así ningún “posible hueco”, conseguir algo que le falta, sino dar de sí, generosamente, para que otros gocen y compartan su misma riqueza de amor:

Una esposa que te ame, / mi Hijo, darte quería,
que por tu valor merezca / tener nuestra compañía,
y comer pan a una mesa / de el mismo que yo comía,
para que conozca los bienes / que en tal Hijo yo tenía
y se congracie conmigo / de tu gracia y- lozanía (RTrin 76-86)

Esta es la “economía” de Dios, eso que los teólogos llaman (han llamado) el principio de la “trinidad económica”, propia del Dios peregino, que no consiste en afirmarse a sí mismo y conseguir (tener) algo a costa de los otros, sino en dar y darse todo, por gozo, a fin de que los otros sean y tengan. Dentro de la simbología nupcial, el texto ha resaltado una carencia: al Hijo le falta una esposa verdadera.

Ciertamente, el Padre asume rasgos esponsales, apareciendo así como principio de gozo para el Hijo, como bien hemos mostrado, pero eso, al fin, parece insuficiente. Cumpliendo de verdad su función, el Padre no puede llenar todo el hueco del Hijo, ni puede encerrarle en sí mismo, de un modo que algunos podrían llamar “posesivo”: sólo es verdadero padre (madre) aquel que, amando generosamente al hijo, le incita para abrirse a un nuevo afecto, expandiendo de esa forma el amor que ha recibido del Padre. Dios es, según eso, peregrinación compartida

Padre e Hijo no son dos que se encierran en sí mismos, en un círculo de amor siempre repetido (que sería el Espíritu Santo entendido como pura dualidad), sino que se abren (abren su amor) y se gozan dando lo que son y lo que tienen, para que así otros tengan también y compartan su riqueza, iniciando de esa forma una historia de creación/salvación que aparece como expresión y presencia de Dios fuera de sí mismo.

Aquí es donde SJC ha situado el principio de la creación que brota de la generosidad compartida del Padre y el Hijo, retomando un motivo del principio de la Biblia. Dijo Dios “no es bueno que el hombre (varón) se encuentre sólo; quiero darle compañía” (cf. Gen 2,18). Pues bien, de una mane¬ra semejante el Padre quiere que su Hijo, interpretado como Proto-Adán, tenga una esposa que le ame y que le ofrezca de esa forma compañía. En otras palabras, Dios Padre quiere un espacio de amor para su Hijo.

Esto significa que los hombres han sido creados por y para el Hijo, para que éste pueda desplegar en plenitud su afecto, entregándose a la esposa, de manera que ella sea, recibiendo así amor divino, y compartiéndolo del todo, en gesto de felicidad. Estamos así ante una humanidad que el destino y plenitud de la peregrinación de Dios.

Dios ha creado a los hombres para el Hijo, pero no para que el Hijo obtenga o gane de esa forma algo que le falta, sino para que regale a los hombres su felicidad, de manera que ellos sean en plenitud. Asistimos así a un trueque admirable de generosidad compartida:

‒ El Padre quiere que la Esposa pueda compartir el amor él ha dado al Hijo, gozando así su plenitud de vida: “que conozca los bienes / que en tal Hijo yo tenía / y se congracie conmigo / de tu gracia y lozanía” (RTrin 85-86). En otras palabras, Dios se goza con su Hijo, y quiere que otros seres se gocen también y participen de su gracia; no quiere retener al Hijo (cf. Rom 8, 32), de manera que sea sólo suyo, sino que quiere regalarlo, regalar su amor, de manera que la humanidad pueda compartir su mismo gozo, pues la riqueza de amor es más grande allí donde se regala y multiplica, en contra de una “ontología” de la oposición en la que aquello que se da se pierde.

‒ El Hijo, a su vez, se compromete a dar a los hombres (a su esposa) el tesoro supremo de su amor al Padre:

A la esposa que me dieres, / yo mi claridad daría,
para que por ella vea / cuánto mi Padre valía…
Reclinarla he yo en mi brazo, / y en tu amor se abrasaría,
y con eterno deleite/ tu bondad sublimaría” (RTrin 89-98).

Claridad significa aquí conocimiento: el Hijo se compromete a ofrecer su propia luz divina para que los hombres puedan contemplar al Padre, compartiéndolo con él.

Hasta aquí todo parece sencillo, sin problema, como si estuviera decidido y realizado desde arriba: la esposa “creada” del Hijo se integrará en el misterio trinitario,

de manera que ella pueda “tener nuestra compañía,
y comer pan a una mesa de el mismo que yo comía (RTrin 80-82).

Pero Dios Padre no quiere darle al Hijo una esposa a la fuerza, desde fuera, sino que quiere que la misma esposa le quiera, libremente. Eso significa que debe abrir para la esposa de su Hijo un camino en libertad, para que ella misma le escoja y le quiere. No estamos pues ante un desposorio realizado desde fuera (como por imposición divina), sino ante un camino complejo (voluntario) de amor (de entrega de sí) de Dios y de los hombres, pues los mismos hombres tienen que escoger y amar a Dios en la manera en la que Dios les ama.

b. Sin pecado original, un camino de bodas

Este misterio de amor (matrimonio) de la humanidad con el Hijo no puede explicarse con razones de tipo filosófico, partiendo de un tipo de ontología cósmica o de un tipo de pensamiento impositivo. El amor tiene que ser un camino voluntario, pues de lo contrario no sería amor. Eso significa que Dios ha de hacer a los hombres capaces de escoger el amor, de decidirse desde abajo, en un camino de enamoramiento, sin engaño. En ese sentido se puede afirmar que la humanidad ha nacido “sin pecado original”, como se dice de María, la madre de Jesús, concebida “sin pecado original”.

La humanidad ha nacido sin pecado, pero en forma de “camino”, como una mujer (un ser humano) que se tiene que preparar para las bodas, de manera que él mismo se debe disponer, a lo largo de un proceso de maduración para el “matrimonio” con Dios. Ciertamente, SJC él comparte con la iglesia de su tiempo una visión dual de la creación, en la que había dos “pisos” de seres.

En la parte superior están los ángeles que gozan ya en principio de la gracia y alegría de las bodas de Dios, a través de un camino que desconocemos; ellos aparecen como seres que han optado ya por Dios y han sido así confirmado en el amor. En la parte inferior están los hombres que viven en estado de bajeza y esperanza, como seres que aún no se han decidido en libertad para el amor del Hijo de Dios (cf. RTrin 100-130).

Entendida así, la creación de los hombres (la única que interesa a SJC) está formada por aquellos seres a los que Dios ha preparado para el “desposorio” con su Hijo, pero dejándoles en libertad para que ellos mismos sean los que escojan, desde su misma situación de abajamiento, que aparece como un “hecho”, algo que SJC no tiene que justificar, pues es un hecho, algo que está ahí.

Ciertamente, para explicar de alguna forma esta bajeza de los hombres (que habitan en la parte inferior del mundo, lleno de problemas), algunos círculos cristianos, partiendo de Orígenes, han reformulado el mito de una gran caída de las almas, que parecen admitir autores como el mismo Fray Luis de León. Otros insisten en el “dogma” del pecado original que habría destruido la grandeza primitiva de los hombres. De un modo o de otros, ellos hablan de un gran cataclismo o pecado, que proviene de las almas caídas del cielo o de los mismos hombres.

Es significativo el hecho de que SJC no acuda, al menos de un modo temático, a ninguno de esos o motivos. A su juicio, en su raíz más honda, esta bajeza de los hombres en la historia no es efecto de ninguna especie de caída de las almas, que habrían descendido de la altura del cielo hasta la tierra; él no apela a ningún tipo desastre “platónico” al principio de los tiempos, ni tampoco acude al mito de la invasión satánica, que está en el fondo de la literatura de Henoc y de diversos estratos de la teología israelita, y eso le mantiene dentro de la plena ortodoxia de la iglesia.

Más aún, ese SJC parece eludir toda referencia expresa al tema del pecado original, tal como ha sido formulado en la iglesia latina a partir de San Agustín. Ciertamente, él no lo niega (¡no puede negarlo, si quiere mantenerse en la comunión católica!), como puede comprobarse por el resto de su obra donde alude algunas (pocas) veces a ese tema (cf. 1 Sub 15,1; CB 23,2), evocando también el motivo de la “justicia originaria” o paraíso (cf. CA 37 1.5; 28,1; CB, 21,2; 38.7: 3 Sub 26,5). De todas formas, las referencias son escasas (poco significativas) y pienso que en el fondo SJC no necesita insistir en algún tipo de pecado original para entender la condición de bajeza de los hombres.

De esa forma, él se sitúa, quizá sin saberlo expresamente, en la línea de los Padres de la Iglesia griega, y de autores como Ireneo, que pusieron de relieve el carácter histórico de la creación, de manera que la bajeza inicial de los hombres y la encarnación posterior del Hijo de Dios que les eleva forma parte de la historia de economía divina. Según eso, la bajeza de los hombres se comprende como signo (y expresión) del mismo ser humano, creado por Dios para un matrimonio paradójico y sublime en el que venga a expresar¬se, por un lado, el don de amor (entrega) de la encarnación del Hijo de Dios y por otro se despliegue y ratifique el carácter histórico de la salvación de los mismos hombres, que no es algo que Dios hace por sí mismo, en exclusiva, sino colaborando con ellos, tal como conviene en todo matrimonio, que no puede ser impuesto.

Como he dicho ya, SJC no se interesa por el tema de los ángeles que, conforme a la visión normal de su tiempo, viven ya desde el principio en perfecto desposorio (no explicado) con el Hijo de Dios (RTrin 125-126), sino el tema de los hombres, porque sólo en ellos viene a desplegarse su visión del matrimonio como pleno intercambio donde “Dios sería hombre/ y el hombre Dios sería” (cf. RTrin 139-140). Pues bien, la historia de la salvación (entendida como matrimonio de la humanidad con el Hijo de Dios) se interpreta partiendo del modelo del “crecimiento humano” y de su libertad para aceptar con libertad el amor que Dios le ofrece.

Dios no ha podido crear a los hombres “perfectos” ya, acabados en su plenitud, pues en ese caso ellos no podrían optar en libertad, aceptando el matrimonio que Dios les ofrece. Dios les ha creado más bien como caminantes, dentro de una historia entendida como aprendizaje o preparación para las bodas, en la línea de eso que pudiéramos presentar como creación “continuada” en la que Dios quiere (deja) que los mismo hombres definen y descubran (expresen) lo que quieren, preparándose en esperanza para las bodas de Dios.

Ciertamente, SJC sabe que los hombres tienen un tipo de conocimiento cósmico do Dios, pues las mismas estrellas del cielo son como un adorno de «admirable pedrería, / por (=para) que conozca la esposa / el esposo que tenía» (RTrin 111-112).

La riqueza admirable del mundo aparece así como un adorno que nos lleva hacia el recuerdo de Dios, una especie de preparación para las bodas. Pero ése es sólo un dato externa, la preparación del hombre para las bodas con Dios se realiza en un plano más hondo de comunicación divina y de respuesta humana.

En esa línea podríamos hablar de un tipo de “recuerdo platónico” del cielo (en la línea de la mística del cosmos que encontramos por ejemplo en Fray Luis de León): más aún, en esa línea SJC podría aceptar en un sentido el conocimiento racional del cosmos, entendido como camino de Dios, tal como aparece en las vías de Santo Tomas (e incluso en el famoso pasaje don E. Kant, Crítica de la Razón Práctica, evoca el fulgor de la estrellas como signo de Dios). Pero todo eso resulta a su juicio insuficiente, de manera que él no puede elaborar ningún tipo de teodicea cósmica o filosófica. Ése no es el camino de las “bodas de Dios”, el lugar de la plenitud del hombre.

Llegando hasta el límite en esa línea, podríamos decir que para SJC el hombre por sí mismo es una especie de “buscador esponsal” de Dios, un hueco que sólo el esposo (Hijo de Dios) puede llenar con su presencia y palabra, cuando él venga, de manera que son insuficientes (muy secundarias) las razones cósmicas o racionales. Eso significa que los hombres no buscan a Dios por su naturaleza, sino porque son llamada de amor, conforme a la Palabra de la revelación, que abre en ellos una esperanza de plenitud, impulsada por los profetas. Por eso, todos los argumentos a los que apela SJC son de “revelación”, como muestra el texto clave que sigue, que empieza distinguiendo los dos planos de la “creación”, conforme a la perspectiva normal de su tiempo (que habla de seres de arriba, que son ángeles, y hombres de abajo):

Los de arriba poseían / el esposo en alegría.
Los de abajo en esperanza / de fe que les infundía
diciéndoles que algún tiempo él los engrandecería
y que aquella su bajeza / él se la levantaría
y que aquella su bajeza / él la levantaría…
Que como el Padre y el Hijo y el que dellos procedía,
el uno vive en el otro, así la esposa sería,
que, dentro de Dios absorta, vida de Dios viviría
(RTrin 127-132. 160-166).

c. Pedagogía de Dios, preparación para las bodas

SJC nos pone así de un modo directo ante la revelación profética de la Biblia, entendida en una perspectiva abierta al Nuevo Testamento. SJC es uno de los pensadores modernos que mejor ha conocido el Antiguo Testamento de Israel, no sólo el Cantar de los Cantares, sino también los Salmos y los libros sapienciales. Pero a su juicio todo el Antiguo Testamento se condensa en forma de esperanza escatológica (mesiánica) centrada en un deseo y camino de las bodas que culmina en Jesucristo, en quien se condensa y culmina todo el argumento de la Biblia.

El encuentro del hombre con el mundo puede ser importante, pero sólo Dios abre en los hombres un hueco y un camino de esperanza que les lleva a buscar al Esposo divino, en línea de fe. Conforme a la visión más honda del Antiguo Testamento, la fe se entiende aquí como esperanza, de manera que la misma bajeza (situación en que la esposa nada tiene) se convierte de esta forma en motivo de grandeza: vendrá el Hijo de Dios y elevará a su esposa (preparada en esperanza), para introducirla así en su mismo gozo de amor trinitario.

SJC no admite directamente ningún tipo de mesianismo intramundano. No es que los niegue, pero los deja a un lado como si fueran secundarios, prescindiendo así de los diversos momentos de alegría y plenitud israelita (el éxodo y la entrada en la tierra prometida, el gozo del culto sobre el templo etc.). Con mucha más razón prescinde de los argumentos cósmico, ontológico o mental, que pueden venir de Platón y de Aristóteles, o del pensamiento moderno (desde Descartes a Hegel); el dios del que ellos hablan no es a su juicio suficiente y verdadero, no es divino.

La raíz de la esperanza es la misma realidad del hombre, que se descubre creado para el amor (pero sin tener aún amor completo), y, sobre todo, la palabra de la revelación, entendida como promesa de amor (de bodas). En ese contexto ha destacado SJC el tedio de la esposa (RTrin 169), sometida a los trabajos de este mundo, en medio del cansancio de la dura espera, que “continuo les afligía” (Rom 174). El hombre es según eso un ser cansado, dolorido, dominado por un tipo de dolor que no nace del pecado en cuanto tal (aunque el pecado existe), sino de la falta (tardanza) del esposo.

El hombre es un ser dolorido por una larga esperanza, que surge de la tardanza de aquello que se espera. Pues bien, ese mismo dolor, mirado en otra perspectiva, viene a convertirse para SJC en fuente y promesa de gra¬cia salvadora: Sólo allí donde los hombres se afligen y vacían, no buscando ni esperando nada de este mundo, se preparan de verdad para el esposo.

No es que ellos estén bajo un pecado que les esclaviza, no es que tengan que ser rescatados de algún tipo de maldición o redimidos de algún tipo de poder satánico. Su dolor nace del hecho de que ellos son simplemente humanos, pero quieren ser “divinos” y no pueden serlo por su esfuerzo (eso les seguiría dejando en las manos de su propio dolor y de su soledad), sino por gracia de Dios. El hombre de SJC no es pecador que ha de ser rescatado (como el hombre de Agustín o de Lutero), sino un ser que ha sido creado para un amor más alto (el amor de Dios), pero que no lo tiene todavía, pues Dios no se ha revelado plenamente:

Por lo cual con oraciones, con suspiros y agonía,
con lágrimas y gemidos, le rogaban noche y día
que va se determinase a le dar su compañía (RTrin 177-180).

El hombre sobre el mundo se define de esa forma como adviento. No es un ser caído (esencialmente pecador), un viviente arrojado a la tierra, condenado a la angustia y a la muerte, sino un ser de esperanza fundada en su misma realidad de amor y, sobre todo, en la promesa de Dios que ha proclamado la Escritura. El hombre es, según eso, un ser que ha sido creado para desbordarse a sí mismo, de manera que su vida en el mundo se entiende como preparación para las bodas.

En esa situación no hay “nada” que pueda contentar al hombre fuera de la compañía de Dios. Por eso le conviene no apegarse a nada, no cerrar su vida en ninguna de las cosas que le ofrece el mundo, pues ninguna de ellas logra saciar su deseo más hondo de Dios. Es necesaria en esa línea la purificación, no apegarse a nada, pero en cuanto tal, cerrada en sí misma, la negación purifica¬dora resulta insuficiente: nada vale la esperanza de los hombres si Dios no les responde; nada vale su vacío y negación si es que el esposo no llega y les llena y les afirma, pues la vida del hombre está fuera de sí mismo (lo mismo que la vida del Padre está en el Hijo y la del Hijo en el Padre). Ésta es la gran paradoja de la vida del hombre, que ha sido creado por Dios para un amor que le trasciende, y que sólo, si Dios se le revela y se le entrega (se entrega a sí mismo) podrá realizarse.

En esta línea ha de entenderse (en otro plano) todo el proceso de las nadas como situación del hombre que vive en el adviento, asumiendo en carne propia el gran despojo y esperanza que mostraron los profetas que culminan al fin en Simeón, el buen anciano (cf. RTrin 207). Aquí se entiende también la gran importancia que SJC ha concedido al Antiguo Testamento, interpretado de manera radical como profecía, en la línea de su experiencia radical. El Antiguo Testamento viene a mostrarse como revelación y promesa de Dios, que nos va enseñando vencer todo deseo que nos cierra en sí mismo (en nosotros mismos), de manera que dejemos a un lado toda aspiración intramundana, convirtiendo la vida en deseo transparente de Dios.

La bajeza de la esposa (RTrin 130) se convierte así en señal de su máxima esperanza en medio del llanto de la vida, en gesto de noche abierta a la luz del dia de Dios. La esperanza, entendida como principio de creatividad, purifica y supera todos los restantes deseos e ilusiones de la esposa, es decir, de la humanidad que espera el gozo de las bodas. De esa forma en absoluta desnudez, la humanidad aguarda la llegada de su esposo.

Esta reflexión nos sitúa en el centro de eso que podríamos llamar dialéctica de la negatividad de San Juan de la Cruz: sólo allí donde supera todos los deseos, ilusiones y riquezas de este mundo, el hombre se convierte en verdaderamente humano y puede aguar¬dar bien a su esposo. Y con esto pasamos al tercer momento del relato de fe, llegando así a la cumbre de este inmenso drama religioso que SJC ha recreado en su romance.

3. Encarnación esponsal (RTrin 221-310)

Dividimos este último momento del Romance en dos partes. En la primera tratamos del abajamiento de Dios (es decir, de su kénosis profunda, para comunicarse de esa forma con los hombres) y en la segunda de su “matrimonio” con ellos. La Trinidad de Dios se expande y expresa de esta forma en la historia de la humanidad a través de la encarnación del Hijo Jesucristo.

La lógica de fondo es la misma que hemos venido evocando en las partes anteriores: El amor como entrega de sí, para que surja el otro (estableciendo así con él la comunión). Pero esa lógica, que es siempre la misma, se expresa ahora un modo distinto, en otro plano: Dios como Trinidad sale de sí y se realiza plenamente, como ser divino, en la historia de los hombres.

a. Abajamiento de Dios

Hemos hablado hasta aquí de la bajeza de la esposa humanidad, viniendo a inter¬pretarla no como pecado, sino como signo de su mayor perfección, de esperanza más honda y de su abandono más perfecto en brazos del esposo. Conforme a una visión también pau¬lina (Gal 3-4), distinta de la que aparece en el texto del pecado “original” de Adán, los hombres fueron al principio como niños, pero Dios los fue “educando” poco a poco con su Ley (el yugo de Moisés, RTrin 225-226), para que así fueran madurando hasta el tiempo del “rescate” de la esposa (RTrin 223), un rescate que se expresa y define no como sacrificio para satisfacer a Dios por algún pecado, sino como expresión de amor intenso, de plena encarnación. Jesús no viene para rescatar a la esposa de algún tipo de pecado y la condena, como en las teologías del pecado original y de la muerte redentora de Jesús, sino para cumplir su esperanza, según la promesa de Dios, como él mismo se lo comunica al Hijo:

Ya ves, Hijo, que a tu esposa / a tu imagen hecho había,
y en lo que a ti se parece / contigo bien convenía;
pero difiere en la carne, / que en su simple ser no había.
En los amores perfectos / esta ley se requería,
que se haga semejante / el amante a quien quería

(RTrin 229-238).

48397976_1137004633143394_7046422490842660864_nEstos versos nos sitúan ante el tema radical cristiano, que ahora interpretamos como “abajamiento”, es decir, como “encarnación” de Dios. El hombre es imagen de Dios y por eso está empeñado en encontrarle, para vincularse a él en plenitud. Pero la imagen debe hacerse semejanza, es decir, identidad natural para que ambos puedan mirarse y darse vida, cara a cara, en pleno matrimonio, y para eso es necesario que Dios “baja”, se haga carne. De esa forma, Dios mismo se introduce en nuestro mundo, asumiendo nuestra bajeza, nuestra nada. Sólo así la nada (ser del hombre) puede convertirse en todo: ser abierto plenamente a lo divino, porque Dios mismo se ha hecho carne, se ha hecho nada.

Recordemos que el misterio (Dios, creación…) tiene en Juan de la Cruz una forma esponsal. Había creado Dios una esposa para el Hijo; pero el Hijo no aca¬baba de tomarla: no ha venido a su vera, no se ha hecho asemejado a ella. Pues bien, ahora ha llegado el tiempo: el Hijo asume la voluntad del Padre y se encarna por María (“de cuyo consentimiento / el misterio se hacia”,RTrin 271-272). Así viene a contarse:

Ya que era llegado el tiempo /en que de nacer había,
así como desposado, / de su tálamo salía,
abrazado con su esposa, /que en sus brazos la traía
(RTrin 287-291).

El Hijo de Dios sale del tálamo nupcial, del secreto de Dios, que se rea¬liza en el seno de María. Sale como esposo eterno e infinito, abrazado ya a su esposa tan pequeña, reflejada y condensada en la propia humanidad de Cristo. Esta es la escena triunfal que el romance había preparado largamen¬te en su relato: el Hijo de Dios tomaría en sus brazos a la esposa humani¬dad, para abrazarla y elevarla con él hacia la altura de los cielos, para introducirla ya en su propio misterio trinitario. Así lo prometían varios tex¬tos primordiales:

Reclinarla he yo en mi brazo, /y en tu amor se abrasaría (RTrin 95-96).
A la cual (esposa) él tomaría / en sus brazos tiernamente
y allí su amor la daría; / que así juntos en uno
al Padre la llevaría (RTrin 174-158).

Éste es el misterio de la fe, es la confesión fundante del credo que SJC ha ido trazando en su Romance. La unión de las dos naturalezas de Cristo (Dios y hombre) se interpreta en categorías de unidad nupcial. El Nacimiento aparece ya en el fondo como Pascua y pleni¬tud final de bodas, como aquel encuentro victorioso de Dios y de los hom¬bres que el Apocalipsis de Juan ha prometido como meta de los tiempos. Estamos ante una condensación genial y nueva del misterio cristiano. El Padre ha creado una esposa para su Hijo, pero ella se encontraba alejada, separada, sumida en su bajeza y desconsuelo. Para superar esa distancia y realizar el matrimonio, el Hijo se ha encarnado, entrando así en el propio espacio de la esposa.

Dios se hace hombre en Cristo… para desposarse de esa forma con los hombres, con todos los hombres, en amor de matrimonio. El mismo nacimiento humano de Cristo se entiende por tanto como Bodas de Dios con los hombres. Al presentar el misterio de la encarnación como desposorio de Dios con (en) los hombres, SJC ha superado el riesgo de los docetas y de los nestorianos (tal como normalmente suelen ser entendidos…).

Cristo es totalmente Dios haciéndose un hombre, en gesto de kénosis radical, entendida como salida y entrega de sí mismo, en gesto que amplía y despliega el misterio trinitario. Hemos visto ya que el Hijo sólo existe sí saliendo de sí mismo y viviendo así en el Padre. Pues bien, de un modo semejante, Jesús, Hijo encarnado, tiene que salir también de sí mismo, dando a los hombres todo lo que es y lo que tiene, para compartir la vida y el amor con ellos, en gesto de amor total, de matrimonio originario. Desde ese fondo, SJC ha presentado la encarnación como misterio salvador, como descenso radical de amor del Hijo que penetra hasta el lugar del cautiverio donde está la humanidad, para rescatar de esa manera a la esposa-humanidad que se encontraba encerrada dentro del gran lago de condena de este mundo (cf. RTrin 221-224, 260.

b. Desposorio de Dios, Navidad

El Hijo de Dios se ha introducido en la “bajeza” del mundo, naciendo de esa forma en este mismo “lago” (RTrin 265) donde estaban los hombres opri¬midos, en situación de impotencia, de fatigas y trabajos (RTrin 261-262). Sólo de ese modo, encarnándose en la carne de María y haciéndose en verdad “hijo de el hombre” (RTrin 279-286), el Hijo de Dios hace suya la humanidad, tomándola en brazos, acariciándola en ternura y elevándola a su gloria.

Ciertamente, en un sentido, el hombre parece “cautivo”, en poder de “poderes adversos”. Pero, en sentido estricto, su cautiverio no es más que ausencia de Dios. Llamado al amor (al matrimonio pleno con Dios) el hombre vive todavía en situación de “niñez” de desamparo. Pues bien, la forma de “salvarla” no es que ella se eleve y ascienda (como suponía el mito platónica y la teología general de la contemplación mística), sino que el mismo Dios descienda, pues el matrimonio no se cumple y se celebra en el cielo superior, sino en la misma tierra.

El punto de partida del misterio de las bodas no es que el hombre ascienda, para encontrar así al Señor más alto de los cielos (como en el mito de Platón), sino que el mismo Hijo de Dios descienda y tome carne, de manera que Dios y el hombre se vinculen en la misma tierra. En ese aspecto, la esposa verdadera del Hijo de Dios es por lo menos (prescindiendo ahora de los ángeles) la misma realidad. Es aquí donde se expresa la más honda paradoja:

‒ En un nivel, el Hijo de Dios actúa como esposo soberano: sale del tálamo (espacio generarte y signo de unión) llevando en brazos a su esposa, para conducirla de nuevo hacia Dios Padre. Es un buen esposo-amigo que, en fuerte ternura, rescata v eleva a su esposa a fin de abrazarse por siempre con ella.

Pero ese mismo esposo, introducido en la bajeza de su esposa, viene a presentarse, al mismo tiempo, como pobre y necesitado, envuelto en llanto. Cantan los hombres cantares, entonan melodía los ángeles que tocan en el inundo la música del cielo,

«pero Dios en el pesebre / allí lloraba y gemía;
/ que eran joyas que la esposa / al desposorio traía” (RTrin 301-304).

Significativamente, este relato de fe que es el romance, habiendo parti¬o de Jn 1,1 (“En el principio….RTrin 1), ha culminado ofreciendo el mensaje de Lc 1-2, con textos de la anunciación y nacimiento. La encarnación se cumple ya en Belén como fiesta paradójica de bodas, como trueque misterioso en el que vemos “el llanto del hombre en Dios” (Cristo que llora en el pesebre)- y en el hombre la alegría” de los cielos (el cantar de los pastores).

Este es el pasmo de la encarnación, el centro de la fe cristiana. Como testigo de ese pasmo, como ejemplo y modelo para todos los creyentes, ha situado aquí SJC a la Virgen María. Ella es la Virgen del consentimiento (una doncella que se llamaba María, de cuyo consentimiento el misterio se hacía, RTrin 271), porque deja que Dios mismo se humanice dentro de ella: María es la Madre de la contemplación pasmosa, porque descubre y venera la grandeza de Dios en el llanto y pequeñez del Cristo que ha nacido.

Esto significa que el Esposo, el Hijo de Dios y salvador, no viene para imponerse desde arriba, en gesto de grandeza, sino como aquel que necesita ser amado, recibido, poniéndose en manos de los hombres. Ésta es la historia de aquel que viene como “erómenos” (el que ha de ser amado), pero no como el Primer Motor de Aristóteles, impasible en su grandeza, superior a todos, sino como sufiente, pequeño, dentro de la historia de los hombres. Pues bien, al llegar aquí, cuando parece que debía empezar todo relato de la vida de Jesús y de su pascua, se concluye el gran romance, acaba ya la con¬fesión de fe, con un finis (fin) que no deja lugar a discusión alguna.

La palabra de fe ya no puede decir más. El resto del misterio pertenece a la experiencia y camino personal de los creyentes, que deben situarse con María (como ella) ante el enigma de la encarnación. De esa forma, el relato deja paso al compromiso personal; cesa la narración externa, comienza va la historia de cada uno de los fieles que asumen y completan (ratifican y realizan) en su propia vida el gran camino de la encarnación de Dios en Cristo. No es que SJC ignore o quiera silenciar los “últimos misterios”, relativos a la pascua de Jesús. Claramente los hallamos prometi-os y esperados dentro del poema. El Hijo de Dios se ha encarnado para revelar la ‘-gran potencia, justicia y sabiduría” del Padre:

Irélo a decir al mundo / y noticia le daría
de tu belleza y dulzura / y de tu soberanía (RTrin 225-258).

Esta indicación es sorprendente y nos coloca en el centro del mensaje histórico de Jesús que SJC ha interpretado como “mensaje sobre el Padre” (cf.RTrin 90-94). El evangelio se presenta en su verdad como la más profunda teología. Jesús ha revelado la verdad del Padre, en la línea que después desarrollará de forma inigualada 2 Sub 22; de tal manera actúa Dios en Cristo que ha quedado “como mudo y no tiene mas que hablar… porque ya lo ha hablado en él todo” (2 Sub 22,4). Tenemos en Jesús la noticia más perfecta (ya absoluta) de Dios Padre. Pues bien, dando un paso más y siguiendo la doctrina de la iglesia, SJC identifica ese mensaje de Jesús con el gesto de su Pascua. Por eso continúa de esta forma:

Iré a buscar a mi esposa, / y sobre mí tomaría
sus fatigas y trabajos /en que tanto padecía,
y por que ella vida tenga /yo por ella moriría (RTrin 259-264).

La encarnación se expande hasta abarcar en sí la pascua: tomar en sus brazos a la esposa significa tomar sobre sí sus trabajos, muriendo por ella y con ella. Para desposarse de verdad, el Hijo de Dios ha de asumir la muerte y sufrimientos de su esposa, es decir, del conjunto de la humanidad. Se sobre¬pasa así por imperfecto aquel problema que algunos escolásticos pusieron: ¿habría muerto el Hijo de Dios si no existiera pecado sobre el mundo? ¿habrí¬ase encarnado? SJC sabe que el Hijo de Dios se ha humaniza¬do y ha muerto porque quiere desposarse con la humanidad.

Esta es la ley del desposorio: “que se haga semejante/ el amante a quien quería” (RTrin 237-238). Para igualarse con los hombres ha nacido el Verbo como humano. Para hacerse semejante hasta el final ha muerto por ellos y con ellos. De esa forma se ha cumplido la más grande paradoja. Antes que ascenso del hombre, la salvación es descenso de Dios. De esta forma asume SJC el tema de Flp 2,6-11, pero sólo desa¬rrolla expresamente la primera parte del himno: Dios se abajó hasta introducirse en nuestra carne y carne mortal, como indica bien el llanto de la Navidad que María ha contemplado con gran pasmo (cf. RTrin 287-310):

Ya que era llegado el tiempo /en que de nacer había,
así como desposado / 290 de su tálamo salía
abrazado con su esposa,/ que en sus brazos la traía,
al cual la graciosa Madre / en un pesebre ponía,
295. entre unos animales / que a la sazón allí había.
Los hombres decían cantares, / los ángeles melodía,
festejando el desposorio / 300. que entre tales dos había.
Pero Dios en el pesebre / allí lloraba y gemía,
que eran joyas que la esposa / al desposorio traía.
305. Y la Madre estaba en pasmo / de que tal trueque veía:
el llanto del hombre en Dios, /y en el hombre la alegría,
lo cual del uno y del otro / 310. tan ajeno ser solía

c. Estaba la madre en pasmo. Una teología admirada

48384885_1136985953145262_6646063339069767680_nLógicamente, en la misma línea de Flp 2, los fieles de Jesús han de asumir ese descenso y viendo que el mismo Dios se desviste y abaja para estar con ellos, ellos tendrán que abajarse también, para ascender de esa manera a lo divino. Sólo podrán hallar a Dios (y hallar de esa manera su grandeza) si es que se despojan y desvisten, si renuncian a todos los deseos de la tierra. Sólo en esa vaciedad y en esa nada pueden acoger la voz de Dios y descubrirle (celebrarle) en su existencia. De esa forma, el mismo descenso se hace ascenso, la negación se vuelve afirmación, como ha desa-rrollado bien toda la prosa teológica de San Juan de la Cruz.

De esta forma ha de entenderse el fin abrupto del Romance, que nos pone ante el pasmo de María, la madre de Jesús (RTrin 305). En ese pasmo termina el “recorrido inicial” de la teología del romance. Aquí tiene que dejarnos SJC, pasmados ante el Dios que comparte nuestra vida, que penetra en ella, siendo totalmente trascendente, no el Dios del cosmos superior de las almas de Platón, ni el Dios que mueve en giro la rueda de los astros. Éste es el Dios que penetra en la historia de los hombres, haciéndose humano en ella, e iniciando así un camino de pascua salvadora.

Para aquellos que no hayan asumido por dentro la dinámica más honda de SJC resulta extraño que, empezando a tratar del gran misterio del amor de Dios (Trinidad, Creación, Encarnación), el texto acabe precisamente allí donde comienza su más hondo argumento: la muerte nupcial de Jesús. Pero, mirado bien, ese comienzo lleva en sí todo el despliegue posterior de la vida y entrega del Hijo de Dios, que SJC autor describe en la admirable canción que he presentado ya y que se titula “Un pastorcito… “.

En el pesebre de Jesús, con el llanto del hombre en Dios (¡que allí lloraba y gemía!) comienza la historia verdadera de la salvación, la pascua como matrimonio de Dios con los hombres, el camino de la iglesia en palabra y sacramento, la ratificación escatológica de los desposorios en ApJn etc. etc. Todo está ya aquí anunciado, todo está iniciado, ante el pesebre del llano de Dios en Jesús, ante sus bodas de amor con la humanidad. Así acaba el relato de la fe fundacional precisamente allí donde comienza (debe comenzar) el com¬promiso de experiencia de los fieles, programado por SJC en la Subida y en la Noche, ante el pasmo de la madre, que aparece así como la primera teóloga cristiana, como indicaba bien el Evangelio de Lucas, cuando dice que ella mantenía todas estas cosas en su corazón, tanto en el relato del nacimiento como en del Niño perdido en el templo (Lc 2, 19. 51).

Aquí nos deja relato original de fe, sin comentario. Más de una vez nos hemos pre¬guntado la razón de esta “carencia”: tan cuidadoso al comentar por dos veces el Cántico, tan preciso al situar en su lugar los versos del poema de la Noche oscura (en Subida y Noche), SJC no ha sentido la exigencia (le exponer sus principios de dogmática, explicando el sentido del Romance.

Alguien pudiera decir que esta omisión resulta ocasional: nadie le ha pedido de verdad que lo comente. Pienso, sin embargo, que con eso no se ha dado la respuesta exacta. SJC no ha comentado su Romance porque no lo juzga necesario: lo que allí se dice forma como punto de partida, es presupuesto (le todo lo que luego ha de afirmarse con detalle y concretarse en páginas extensas de prosa que analiza los fenóme¬nos del alma que pretende despojarse de sí, para acoger va la presencia del Amado.

48387354_1136987693145088_4840915183293431808_nOrdinariamente, los supuestos suelen darse por sabidos, de manera que no tienen ni siquiera que decirse. Es significativo el hecho de que, a pesar de eso, San Juan (le la Cruz ha expuesto con toda precisión las bases de su propio camino espiritual en estos versos del Romance. Esto significa, a mi entender, que ha vislumbrado la novedad de su postura; quizá ha tenido miedo de salirse de los cauces del dogma de la iglesia; por eso ha tenido que volver a los principios de ese dogma, exponiendo en un largo poema los principios (le su propia fe cristiana.

En un primer momento nos podía parecer que ese poema resultaba innecesario y mediocre, casi indigno del genio poético-teológico de San Juan de la Cruz. Después de haberlo presentado, sostenemos, sin embargo, que el Romance ocupa un puesto necesario dentro del conjunto de su obra. Literariamente resulta precioso, es un ejemplo inigualado (le narración teológica romanceada y debe estudiarse dentro de su propio género didáctico. Teológicamente exquisito: San -Juan de la Cruz ha sabido exponer La novedad de su fe con toca sencillez y claridad, marrando con gran precisión aquellos elementos que resultan necesarios para comprender su visión espiritual, el camino (le las almas que pretenden purgarse” de todo lo mundano para así encontrarse abiertas (transparentes) ante el don (le Dios en Cristo.

Dios es donación y- comunión de amor gratuito (Trinidad); el hombre está creado para elevarse sobre el mundo (sobre sí mismo) y abrirse en des¬posorio pleno de amor con el Hijo de Dios; por su parte, el Hijo de Dios .se ha introducido en nuestra pequeñez y muerte de manera que sólo en esa muerte (despojándonos del viejo ser) podemos encontrarle. Esto es lo que el Romance quiere asegurar en forma dogmática; esta es la base y fundamento de todo lo que sigue. Al llegar aquí el relato puede terminar y no hace falta comentarlo. Lo que será preciso comentar y destacar, una y otra vez, es el camino del ascenso y purificación del hombre que, llamado al amor del desposorio por el Cristo, quiere responderle poniéndose en sus manos. Y con esto pasamos al tema siguiente.

Biblia, Espiritualidad , , ,

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