Yolanda Chaves; Mari Paz López Santos; Patricia Paz.
Los Ángeles; Madrid; Buenos Aires.
ECLESALIA, 17/12/18.- El Adviento es un tiempo inspirador. Quizás porque es un tiempo de espera. Igual que el embarazo, un tiempo de interioridad, donde algo va creciendo en lo oscuro y protegido del vientre materno. Adviento nos llama a mirarnos por dentro. A descubrir aquello que ya no nos sirve, para dejarlo ir. Y también a descubrir la vida que late buscando salir a la luz. Allí pueden esconderse los brotes verdes de lo que todavía no se manifestó. Es un tiempo para animarnos a lo que María se animó, a que la Ruah transforme radicalmente nuestras vidas. Escucharla, decirle “que se haga en mí”. Saber que “no hay nada imposible para Dios”, que lo único que hace falta es disponer mi tierra para que reciba a la “lluvia y la nieve que descienden del cielo y no vuelven a él sin haberla empapado, sin haberla fecundado y hecho germinar”.
Como los ciclos de la naturaleza se dan paso unos a otros para que la tierra descanse, trabaje y de su fruto, así también para nosotros, perdidos tantas veces en la vorágine de todos los días que no diferencia el día a día, nos viene muy bien diferenciar los tiempos. Y Adviento es un instante en el año para serenar preparándose en una espera a lo que vendrá.
Hemos olvidando el ritmo celebrativo de la vida, ancestral, y habría que recuperarlo más allá de compras y rebajas, y fiestas importadas basadas en el consumo.
El Adviento es tiempo de parar, pararse por dentro; tiempo de silenciar, silenciarse por dentro; escuchar atentamente el susurro interior que despierte de la dormidera superficial y nos ponga en camino. ¿Hacia dónde? ¿Hacia qué? ¿Con quién?
Las preguntas surgen porque se intuye un silencio diferente, este no es el impotente silencio devocional resignado que cierra los ojos calladamente y anhela un mundo mejor.
Este es un activo silencio creador que camina, un vientre fértil que incuba amor activo, respeto activo y concordia activa… camina para parirlos en las fronteras del mundo e iluminar desde allí a las casas blancas que albergan a las negras identidades de la discordia y sus improperios que parten el corazón y desangran la esperanza.
Este silencio cobija la vida germinando que brotará inesperadamente donde hay pocas esperanzas de vida; en las fronteras que detienen la esperanza de futuro en miles de rostros infantiles, sucios y hambrientos que nos miran callados…
Si miramos el mundo, lo que vemos no es bueno. ¡Vaya novedad! ¿Acaso era bueno en la Galilea del siglo I? Esos rostros callados que nos miran, ¿no se parecerán a los rostros de María y José pidiendo albergue? Ese parto en un pesebre, casi a la intemperie, en una noche fría de invierno, ¿no se parece a tantas situaciones de abandono que hoy vemos por doquier?
En los días previos al Adviento, los textos del Apocalipsis, ese libro tan surrealista inspirado que nos adentra en desastres y cataclismos, nos previene con palabras, tan incomprensibles como creativas, de lo que será el Final… ¡Y ese final es hoy y siempre! Porque la humanidad sigue inmersa en un punto caótico del que no evoluciona. Pero no desmayemos, ese caos tiene una semilla interior de Esperanza anhelante, suplicante, emocionante y, lo más importante, invencible. Una esperanza que es la que nos pone a gritar… ¡Ven, Señor, Jesús… que ya viniste, que sigues viniendo, que vendrás!
Vendrás porque eres Amor y el Amor nunca deja de crear y de cuidar lo creado aun por encima del caos y de los aparentes desórdenes y vacíos… ¿Qué existe fuera de ti? estas incluso en el caos, el desorden y el vacío están impregnados de ti desde el principio. ¿Qué no hemos visto de ti? ¿Qué no hemos comprendido? ¿Estas siempre con nosotros y luego te alejas para desear que vengas de nuevo? ¿Es eso el Adviento?
Sí, eso debe ser el Adviento. Pararse, mirar hacia atrás el camino recorrido descubriendo que perdimos la brújula, olvidamos el motivo que nos puso en marcha y no reconocemos al Compañero con el que iniciamos la ruta. ¿Andamos perdidos? Sí, eso también, pero sobre todo distraídos, divididos, agobiados, con el miedo en el cuerpo y el alma congelada. ¿Y ahora qué hacer? Mirar hacia delante, ya. Soltar la mochila llena de pedruscos que no sirven para nada. ¿Y?
Preparar el pesebre en nuestro corazón, como la madre que está por parir prepara todo para recibir la Vida, en la seguridad de que como a tus discípulos, hoy nos sigues mirando a los ojos, nos llamas por nuestro nombre y nos dices: “Sígueme”.
Curioso… nosotros clamamos en este tiempo de Adviento: ¡Ven, Jesús! Y Tú no te cansaste de repetir: ¡Sígueme… seguidme… juntos, de la mano, como hermanos!
Hoy te seguimos diciendo: ¡Ven pronto, Jesús! Aunque sabemos que estás aquí.
¿Qué nos pasa? Quizás no queremos escuchar desde el corazón lo que siempre nos dices: ¡Sígueme!
Sigamos ahondando en la espera del Adviento hasta el umbral de la Navidad, que no nos atosiguen los ruidos, las comidas, los proyectos de fiesta, los miedos de reuniones celebrativas impuestas o expuestas a que falte la verdadera alegría y la concordia. Adentrémonos en el verdadero sentido de la Navidad… y despeguémonos de lo que sobra.
El Adviento 2018 ha cruzando el ecuador, encendimos la tercera vela, cantamos “¡Maranatha… ven, Señor Jesús!”, pero el feliz resultado final será si tú nos dices con amorosa contundencia: “¡Sígueme!”… y allá que vamos.
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