El trabajo
El trabajo es el contenido característico de la que llamamos jornada laboral o vida cotidiana. A buen seguro, es posible sublimar el trabajo y engrandecer el noble y embriagador poder creativo del hombre. También podemos abusar de él, como se hace con tanta frecuencia, para huir de nosotros mismos, del misterio y del enigma de la existencia, del ansia, que nos hacen buscar sobre todo la verdadera seguridad.
El trabajo auténtico se encuentra en medio. No es ni la cima ni el analgésico de la existencia. Es, simplemente, trabajo: duro y, sin embargo, soportable, ordinario y habitual, monótono y siempre igual, inevitable y -si no se pervierte en amarga esclavitud- prosaicamente amistoso. Él conserva nuestra vida, mientras, al mismo tiempo, la consume lentamente.
El trabajo no puede gustarnos nunca del todo. Incluso cuando empieza como realización del supremo impulso creativo del hombre, se convierte, de manera inevitable, en ritmo acelerado, en gris repetición de la misma acción, en afirmación frente a lo imprevisto y a la pesadez de lo que el hombre no obra desde el interior, sino que lo sufre desde el exterior, como por obra de un enemigo. Sin embargo, el trabajo es también constantemente un tener que ponerse a disposición de los otros siguiendo un ritmo preexistente, una contribución a un fin común que ninguno de nosotros se ha buscado por sí solo. Por eso es un acto de obediencia y un perderse en lo que es general […].
El trabajo, no por sí mismo, sino por efecto de la gracia de Cristo, puede ser «realizado en el Señor» y convertirse en ejercicio de esa actitud y de esa disposición a las que Dios puede conferir el premio de la vida eterna: ejercicio de la paciencia -que es la forma asumida por la vida cotidiana-, de la fidelidad, de la objetividad, del sentido de la responsabilidad, del desinterés que alienta el amor.
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K. Rahner
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