9. XII. 18. Levántate Jerusalén, en marcha Iglesia. Pregón de Adviento.
Dom 2º de Adviento, ciclo c, Baruc 5, 1-9. . El pecado mayor de la Iglesia es que no espera.
– Se ha parado hace tiempo, no camina. Se paró en el siglo IV d.C., pactando con un tipo de jerarquía imperial.
– Se paró en el siglo XI, al imponer un tipo de poder clerical y de nuevo en el XVI-XVII, con su absolutismo.
– Y ahora nos parece a muchos que ha decidido sentarse en su pasado, como si no fuera Adviento, un camino abierto a la utopía real de la Nueva Humanidad.
Contra todos los mensajes de fracaso, contra todos los intentos de quedar en lo que fuimos (en el siglo IV, en el XI, en el XVI-XVII), nuestra Iglesia de Adviento debe levantarse ya y ponerse en marcha, ligera de equipaje, arrojando por la borda el lastre del siglo IV, XI y XVII, para ser de esa manera lo que siempre ha sido sido, sin un tipo de jerarquías clericales, de poderes feudales, de absolutismos… como dijo el mismo Papa Benedicto XVI en Spe Salvi (2009): hemos sido salvados en esperanza, siendo caminantes que nos dirigimos a la Nueva Jerusalén, la montaña de la Fraternidad Universal, sin armas, ni violencia.
Muchos afirman que no hay camino, que la esperanza ha terminado, pues somos lo que somos, sin más (¡ha llegado el fin de la historia!) en un mundo de poderes superiores y de miedos que nos paralizan… Muchos afirman que la Iglesia ha sido colonizada por un tipo de parálisis sagrado, sin más salida ni tarea que vivir de recuerdos que, al no renovarse, se mueren.
En este momento debemos superar nuestro complejo de museo, para ser de nuevo lo que somos: Una aventura “salvaje” de vida (perdónese la palabra), una tarea admirada de Jesús, que hizo camino en la línea de la lectura de Baruc, de este domingo, Así quiero y debo debe decir levántate Jerusalén, añadiendo en marcha iglesia.
Desde ese fondo, con la primera lectura de la misa, tomada del viejo Baruc, un escriba recuperado para la esperanza, quiero ofrecer yo también mi sencillo manifiesto de adviento, retomando algunos pasajes fundamentales de la esperanza y tarea de la Nueva Jerusalén, que llevamos dentro y que esperamos.
Imagen 1: Luz de ocaso/amanecer en Jerusalén
2. Cenáculo cristiano en Jerusalén. Signo de la venida del Espíritu
3. Sueño de la nueva Jerusalén
1ª Lectura: Baruc 5, 1-9
Jerusalén, despójate de tu vestido de luto y aflicción y vístete las galas perpetuas de la gloria que Dios te da, envuélvete en el manto de la justicia de Dios y ponte en la cabeza la diadema de la gloria del Eterno, porque Dios mostrará tu esplendor a cuantos viven bajo el cielo. Dios te dará un nombre para siempre: “Paz en la justicia” y “Gloria en la piedad”.
Levántare, Jerusalén, sube a la altura, mira hacia el oriente y contempla a tus hijos, reunidos de oriente a occidente a la voz del Santo, gozosos invocando a Dios.A pie se marcharon, conducidos por el enemigo, pero Dios te los traerá con gloria, como llevados en carroza real.
Dios ha mandado abajarse a todos los montes elevados y a las colinas encumbradas, ha mandado llenarse a los barrancos hasta allanar el suelo,para que Israel camine con seguridad, guiado por la gloria de Dios.Ha mandado al boscaje y a los árboles aromáticos hacer sombra a Israel. Porque Dios guiará a Israel con alegría a la luz de su gloria, con su justicia y su misericordia.
Texto. La utopía de la Nueva Jerusalén
Al final de los tiempos estará firme el Monte de la casa del Señor…
hacia él confluirán las naciones, caminarán pueblos numerosos.
Dirán: venid, subamos al monte del Señor;
él nos instruirá en sus caminos y marcharemos por sus sendas…
Será el árbitro de las naciones, el juez de pueblos numerosos.
De las espadas forjarán arados, de las lanzas, podaderas.
No alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra
(Is 2, 2-5; cf. Miq 4, 1 ss.)
Monte Sión, escuela de paz
Los profetas de Israel definieron al Dios de Dios como fuente de paz para los hombres. Por eso, sus fieles no necesitaban acudir a las armas, porque él mismo les defendía. De esa manera desarrollaron el tema de la no-violencia activa. Para responder al Dios de paz, sus fieles tienen que renunciar a la guerra, es decir, des-armarse, respondiendo así al ofrecimiento creador de Dios:
Ay de los que bajan a Egipto por auxilio, confiados en su caballería…
Porque los egipcios son hombres y no dioses;
sus caballos son carne y no espíritu (Is 31, 1-3).
La paz bíblica no se alcanza con pactos militares, que son una forma larvada de guerra, sino a través de una confianza superior en Dios, que se expresa en la comunión, a través de la palabra. Por eso hay que invertir de un modo radical el tipo de educación. Existía entonces y sigue existiendo ahora una educación para la guerra, expresaba en los ejercicios y pactos militares. En contra de eso, debe instaurarse una educación para paz, expresada en el diálogo y comunicación entre todos los hombres.
La misma existencia de un ejército va en contra de Dios, pues está mostrando, físicamente, que sus fieles no creen en la paz por la palabra. En esa línea, el ejército en cuanto tal aparece como idolatría: una forma falsa de entender la realidad. El verdadero ídolo de un pueblo (el más peligroso) no es una estatua de piedra o madera, sino su armamento y soldados.
Las mismas torres militares, los caballos y carros de combate, es decir, las armas de guerra, van en contra de la identidad de Dios y del don y promesa de vida, que se muestra en cada niño que nace (cf. Is 2, 7-9). Por eso, cuando los reyes de Damasco y Samaria amenazan con su ejército a Sión, el profeta responde presentando a un niño:
Ten cuidado, está tranquilo, no temas, ni desmaye tu corazón…
He aquí que la doncella concebirá y dará a luz un hijo
y le pondrán por nombre Emmanuel, Dios con nosotros (cf. Is 7, 13-14).
En otro tiempo, muchos israelitas habían pedido a Dios que les ayudará en la Guerra Santa y así luchaban, confiando en que el mismo Dios les daría la victoria. Pero ahora el profeta les pide que crean, sin hacer guerra, sin entablar batalla, siguiendo el modelo de Ex 14-15, cuando los fugitivos de Egipto habían confiado su defensa a Dios y Dios les había liberado. Pues bien, en otro tiempo, el signo de la liberación había sido el paso por el mar, a pie enjuto (mientras se ahogaban los enemigos). Ahora, en cambio, el signo de paz es un niño, en quien se halla encarnada la promesa de Dios.
Desde aquí se entiende la profecía del Emmanuel, en cuyo contexto se sitúa Is 7, 13-14:
«Porque un niño nos ha nacido, un hijo nos ha sido dado… y se llamará Admirable Consejero, Dios Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz» (Is 9, 6).
En este ambiente surgen y se entienden las palabras más consoladoras y exigentes de la utopía pacificadora de los israelitas que han renunciado a las armas para defenderse. Al lado de Dios, no hay lugar para las armas, pues Dios lo ha creado todo a través de la Palabra (Gen 1), no por medio de algún tipo de guerra. La Palabra de amor crea (es Dios), la guerra destruye (no es divina). El Dios israelita no tuvo que luchar cuando creaba el mundo; tampoco los israelitas habrán de hacerlo, como muestras las palabras centrales del manifiesto ya citado:
Al final de los tiempos estará firme el monte de la casa del Señor…
De las espadas forjarán arados, de las lanzas, podaderas.
No alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra
(Is 2, 2-5; cf. Miq 4, 1 ss.)
Para superar la violencia de un sistema que para imponerse utiliza las armas, el Dios del Advient0 nos ofrece una enseñanza divina (nos instruirá en sus caminos…) y un compromiso humano, en una línea más personal (no se adiestrarán para la guerra) y más material (de las espadas forjarán arados…).
Esa nueva forma de actuar, definida aquí en forma negativa (¡no se adiestrarán…!) y positiva (¡de las espadas forjarán arados!), no puede ser el resultado de un pacto del sistema (pues los pactos necesitan armas, han de ser sancionados por la fuerza), sino que ha entenderse como alianza de humanidad, gratuitamente.
El Dios que supera la guerra
En otro tiempo, la ley del Monte Sinaí (cf. Ex 19-24), centrada en el decálogo y dirigida a los israelita, seguía manteniendo la paz de este mundo con medios de violencia y así justificaba la guerra y la pena de muerte. En contra de eso, la nueva ley del Dios de Monte de Sión, será enseñanza de paz, para todos los pueblos (pues es imposible la paz sin universalismo).El mismo Dios/Yahvé se revelará desde su monte, enseñando la paz, de manera que los hombres dejarán las tácticas de guerra, licenciarán los ejércitos y convertirán las armas en aperos de trabajo. En esa línea se podrá entender incluso un salmo que, en principio, parecía justificar la guerra santa, con la victoria final (militar) de Dios desde Sión:
Venid a ver las obras del Yahvé, sus prodigios en la tierra:
pone fin a la guerra hasta el extremo del orbe,
rompe los arcos, quiebra las lanzas, prende fuego a los escudos.
Yahvé es conocido en Judá; su fama es grande en Israel,
su refugio está en Jerusalén; su morada, en Sión.
Allí quebró los relámpagos del arco,
el escudo, la espada, la guerra (Sal 46, 9-10 ; cf. Sal 76, 2-4).
No se adiestrarán para la guerra. Educar para la paz
La Iglesia está comprometida a ofrecer y enseñar el camino de paz de Jesús, desde los pobres y excluidos, no con pactos de Estado, ni con grandes palabras, sino con el testimonio de su vida. Educar en la paz mesiánica no es para ella algo secundario, una asignatura más, sino su propia esencia.
Es importante la doctrina, pero mucho más importante es el testimonio de la Iglesia, que puede y debe presentarse como educadora de paz, no en teoría, sino en la misma calle de la vida, desde los más pobres, como hizo Jesús, iniciando con ellos un camino que lleva a Jerusalén (paz mesiánica). De esta educación para la paz, propia de la Iglesia y de otros grupos religiosos y sociales, depende el futuro de la humanidad. O aprendemos a vivir en (para) la paz o acabamos matándonos todos.
Para educar así en la paz, la Iglesia debe introducir su palabra (introducirse) en el proceso educativo y en la vida social, en la familia y en el mundo y en los medios de comunicación, ofreciendo la alternativa de Jesús encarnada en sus instituciones eclesiales. Para ellos tiene que cambiar sus instituciones, dejando a un lado todo poder jerárquico, toda imposición social, todo absolutismo…
No se trata de enseñar unos contenidos separados de la vida, ni de una crear una nueva asignatura escolar para los niños, titulada quizá, Educación para la Paz, cosa que puede ser buena (¡mientras los padres seguimos en nuestras guerras!), sino de lograr que los cristianos sean, en particular y como Iglesia, hacedores de paz.
La Enseñanza de Sión: Una educación para la paz
No se puede hacer la paz sin cambio económico y sin superar las instituciones de violencia del Estado y de otros grupos sociales, pero esa superación no se puede hacer por guerra, sino a través de un diálogo entre todos los grupos sociales y con un compromiso especial de los creyentes (los que creen en Dios o en la Realidad suprema, como Paz). No se puede hacer la paz sin un cambio cultural y político… y, sobre todo, sin una transformación radical de las personas.
No hay educación para la paz sin un fuerte desarrollo afectivo y un intenso compromiso a favor de los niños etc (en esta línea habría que seguir desarrollando todo lo anterior). La educación para la paz no es una asignatura escolar (aunque pueda serlo), sino un proyecto y programa de vida, de niños y mayores, a favor del ser humano, un proyecto que puede y debe expresarse ya como una huelga activa, universal no-violenta, pero muy intensa, en contra de las instituciones y sistemas que se oponen al despliegue de esa paz.
El único realismo es aquí la utopia de la paz. No podemos ser “realistas violentos”, buscando un pacto entre los poderes fácticos (capital, ejército, medios de comunicación…), como se ha venido haciendo, con resultados siempre negativos. Hay que pasar de la política de los pactos a la “ruptura mesiánica de Jesús, a la paz del Monte Sión, fundada en el perdón y la concordia, en el regalo de la vida.
La Iglesia, una insumisión pacificadora
Ciertamente, el proyecto es arriesgado y, por eso, los cristianos siguen diciendo “y no nos dejas caer en la tentación”, pero ellos confían en el Padre a quien dirigen su plegaria y deben comprometerse en el camino de la paz, de una forma activa, sin violencia activa, pero muy provocativa. En ese contexto he venido hablando de una gran huelga económica, que ha de estar dirigida en contra de las instituciones capitalistas. También he hablado de una huelga militar, en contra de las instituciones de violencia armada, defendiendo la insumisión total de la Iglesia, que es ya posible, hoy, el año 2018.
Tiene que tratarse de una insumisión provocadora, como la de Jesús, cuando subió a la Jerusalén armada montado en un asno de paz y entró de esa manera (¡sobre el asno de paz!) en el mismo templo, defendido por la guardia militar de los sacerdotes (cf. Mc 11, 1-11). Sólo si la Iglesia opta de esa forma por una “insumisión provocadora y amorosa”, al servicio de los pobres, en gesto de paz, podrá decirse que ella cree de verdad en su evangelio, es decir, en su oración del Padrenuestro.
Es hora para la gran mutación de la Iglesia. Este gesto de insumisión creadora ha de hacerse ya, sin esperar más (este año 2018), culminando así la ruptura del pacto constantiniano, que había vinculado a la iglesia con los poderes políticos y militares (en el imperio romano ambos eran inseparables). Antes, quizá, eso no era posible. Sólo algunos profetas como Francisco de Asís veían la necesidad evangélica de superar toda la “política armada”. Hoy empezamos a verlo ya todos, sin necesidad de ser profetas, siendo sólo cristianos. En nombre de ellos pido a las iglesias, y en primer lugar a la mía, a la Católica Romana, que abandone su pacto con las armas, desde los aspectos más folclóricos (la Guardia Suiza) hasta los más profundos (sus vinculaciones con el capitalismo mundial y con los jefes de Estado).
Esa insumisión de conjunto de las iglesias no se puede tomar como un “insulto” a los estados (que, por ahora, seguirán utilizando las armas), sino como el mayor de todos los favores que los cristianos pueden hacer a los estados: enseñarles a que no sean absolutos, abriendo ante ellos, ante todos los hombres, una experiencia nueva de paz, como signo y principio de la mutación cristiana. En esa línea se sitúa lo que he venido llamando la “mutación evangélica”, el surgimiento de un hombre nuevo que hace la paz, como indica de forma profética Ef 2, 15, un tipo de hombre que ha empezado (debe empezar) a mostrarse en la Iglesia y en otros lugares donde se debe anticipar la paz futura.
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