Migrantes de Adviento, nómadas de Dios
Migrantes somos, todos en el mismo vuelo, todos en un mismo barco, pero tendemos a olvidarlo, y por eso lo recuerda la liturgia cada año, al decirnos que volvamos al camino de los hebreos migrantes de Egipto, en busca de una tierra nueva de ley y libertad.
Y así somos, con Jesús, el hebreo, nómadas del tiempo y de la vida, como él lo fue, emigrantes sin casa fija ni morada permanente, como las aves migrantes que trazan su flecha en el cielo, pero no para volver cada año al mismo sitio (como las cigüeñas de San Morales, que ya han vuelto adelantadas para celebrar la Navidad en nuestra torre).
Ciertamente, Jesús es como un ave-cigüeña, pero no puede volver a la torre de su nido, pues no tiene nido ni torre, y así sigue caminando como aquellos que no tienen madriguera, ni una tierra donde descansar la cabeza. Así dijo Jesús a un postulante que quería utilizarle medrar y detenerse en el camino:
“Las aves del cielo tienen nido, las zorras madrigueras, pero el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar la cabeza” (Mt 8, 20).
El término “Hijo del hombre” tiene aquí un sentido extenso, se aplica a Jesús y a todos los que quieren hacer su camino, a los que no tienen más que su simple humanidad, hombres y mujeres del camino, sin necesidad de hacerse pobres porque lo son, sin nido, ni madriguera, ni piedra fija en el mundo:
Jesús supo y nos dijo que la humanidad en su conjunto es una especie migrante, que vuela o navega a su propio futuro que es la misma humanidad, hecha ya Reino, como pájaros del cielo formando una flecha en las nubes, pero no para volver a los nidos de antaño, sino para buscar y encontrar nuevas primaveras de fraternidad.
Así dijo Jesús al que quería aprovecharse de su “religión” para medrar a costa de los otros: “Las aves tienen nido, las zorrar madriguera… pero nosotros, caminantes no tenemos madriguera, ni piedra para construir una casa, ni siquiera nido…
Pero podemos caminar en Adviento, porque Alguien muy por dentro, muy en todos, nos impulsa, nos promueve, para hacer de esa manera el camino de Dios en el tiempo, a los que habíamos perdido todos los caminos, como decía el profeta Juan Bautista…
Así estamos de nuevo este Adviento, como viajeros ante el último tren, como aves en flecha ante la última migración, como zorros a los que han quemado todas las madrigueras. Y así, impulsados por una esperanza mayor que nosotros, seguimos caminando, porque el Adviento es Dios y somos nosotros.
Así nos habla Jesús, que no tuvo siquiera una piedra donde reclinar la cabeza la cabeza, pero abriendo así un camino nuevo, volando, navegando todos…
Nos llama Jesús para que seamos con él camino, pero muchos hemos excavado cuevas donde nos guarecemos, como malos zorros,, para no caminar; hemos cerrado murallas de piedra o de ejércitos armados, para impedir e otros caminen, y vengan a nosotros, como emigrantes de la vida, hemos creado iglesias fijas que a veces defendemos no sólo dogmas fijados, sino incluso con ejércitos… olvidando que así terminamos en manos de la muerte que viene siempre, sin necesidad de documentación.
No queremos caminar, no dejamos que otros vuelen… y así no volamos nosotros, ni ellos pueden hacerlo, y muchos penan y mueren en mares y campos adversos llamando a nuestra puerta cerrada, como si no fuéramos todos Adviento.
(varias imágenes son de mi amigo A. Furlani, de Córdoba, RA. Gracias, Alfredo)
Caminantes somos, pero…
muy pronto lo olvidamos, y queremos excavar la casa (¡una casa para siempre!) sobre una roca móvil de Roma, o de la Gran Europa, y cerramos la muralla, para que no vengan otros, y así no podemos ni caminar nosotros. Por eso es bueno que recordemos en Adviento lo que somos, un camino de llegada de Dios, que ha empezado a venir en Cristo, y que sigue viniendo (con Cristo) en nosotros, en la medida en que nosotros caminemos.
Nos dijo Jesús que no tenía ni una piedra donde reclinar su cabeza, pero nosotros hemos querido hacer grandes castillos de roca, catedrales de piedra tallada, estados en los que nos cerramos bajo llave, y no dejamos a nadie que pase y que entre, aunque se muera bajo el frío y el agua del mar en los caminos hechos para caminar y en los mares creados para navegar.
Otros vivientes parecen instalados, en un lugar y tiempo: tienen madrigueras y nidos (nichos ecológicos), sobre el mar del tiempo y de esa forma pueden resguardarse. Los hombres, en cambio, vivimos en el mar o sobre el aire, navegando sobre un tiempo que nosotros mismos somos, sin saber a ciencia cierta a dónde tendemos (aunque en fe sabemos que nos dirigimos hacia la tierra de Dios, que es nuestra tierra).
Caminantes somos, y así nos saca Jesús, fuera de las pequeñas ciudades de refugio que hemos ido edificando (torres de Babel, siempre fracasadas) para amar, vivir y morir al descampado como él, mientras buscamos y esperamos la ciudad futura (cf. Heb 13, 13-14); Ap 21-22). Así caminamos con él, sabiendo bien que ni el ojo vio y el oído oyó lo que podremos ver y escuchar si seguimos caminando con Jesús.
Algunos de nosotros habíamos quizá olvidado
nuestra condición de nómadas del tiempo, peregrinos de Dios, pensando que habíamos logrado construir con la ayuda del mismo Dios una casa permanente sobre el mundo, un “tabernáculo” perpetuo donde reposar, sea en forma sacral (nuestras seguridades religiosas), sea en forma secular (nuestros sistemas económico-sociales).
Pero las condiciones de los tiempos y, de un modo especial, la misma experiencia del evangelio nos ha hecho descubrir que somos nómadas del tiempo y peregrinos de Dios, más allá de todas las formas y figuras que hemos ido creando a lo largo de la historia, más allá de todas las vallas que hemos ido instalando en nuestra tierra, para quedar así cautivos de ellas.
Ser nómadas del tiempo significa caminar (volar, navegar), ligeros de equipaje y por itinerarios que no han sido recorridas todavía por nadie, no como las aves migratorias que van y vuelven por rutas prefijadas en la misma evolución del tiempo, por las estaciones y los vientos de la tierra, de manera que más que nómadas estrictas son simples tras-humantes.
Sólo nosotros, los hombres, somos verdaderos nómadas de la creación, pues para seguir existiendo tenemos que abrir, por tierra, mar y aire (es decir, por nosotros mismos, en el interior de nuestra humanidad), unos caminos que aún no existen, pues nosotros mismos los trazamos.
Somos peregrinos de Dios (no simplemente de la Meca o Roma, de Compostela o Jerusalén). Los creyentes monoteístas estamos convencidos de que el camino que debemos recorrer se identifica de algún modo con Dios, pero no podemos demostrarlo, como se demuestran las cosas de la ciencia, sino que lo debemos evocar y expresar con nuestra propia vida y con nuestra opción de futuro.
No caminamos en vano, a través de unas sendas perdidas de bosque que vuelve a cerrarse tras nosotros (como ha supuesto en el fondo Heidegger), sino que nos abrimos y nos abre Dios hacia su propio futuro, que es el despliegue de la vida. Eso significa que somos “creadores”, en el interior de un Dios que crea (sigue creando) a través de lo que nosotros seamos y hagamos. Sólo rompiendo la valla que hemos teniendo en torno a nuestras tierra podremos volar todos, siendo caminantes de Dios.
En ese trance de futuro,
que el judaísmo interpreta como Éxodo, el Islam como Héjira y el cristianismo como Pascua de Jesús nos sitúa el adviento, que es un “tiempo común” para todas las religiones (por lo menos para las monoteístas). Todos esperamos la llegada de Dios y nos sabemos caminantes, peregrinos, sabiendo que nuestro ser más hondo es tiempo (tiempo para Dios y desde Dios). En este adviento, nosotros (los creyentes, todos los hombres) no somos unos simples espectadores, sino más bien creadores de futuro, es decir, de nosotros mismos, en Dios.
Unidos por una esperanza compartida, eso queremos ser los creyentes de Adviento, sabiendo que nuestra historia no está escrita ni fijada todavía, sino que nosotros mismos la vamos trazando, mientras Dios recorre en nosotros y por nosotros su camino. Los filósofos griegos pensaban que todo estaba ya hecho, el “ser” ya estaba realizado, de manera que nosotros no teníamos otra salida que la de esperar que se cumpliera el destino en nuestra vida. Pues bien, en contra de eso, los cristianos creemos ya que nuestra vida no está escrita, sino que tenemos que escribirla nosotros en y con Dios. Por eso somos adviento.
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