Los cristianos saben que, cuando se reúnen para celebrar la Eucaristía, el elemento principal es la palabra y enseñanza de Jesús. Pero, no es fácil acceder a ella, porque dicha enseñanza está hecha en otro tiempo y en otra sociedad. ¿O nos vale con aplicarla literalmente?
No es fácil y a juzgar por el comportamiento de muchos cristianos, a uno se le ocurre preguntar: ¿Han entendido bien esa enseñanza o la han olvidado y tergiversado? ¿Ignorancia o infidelidad?
El evangelista Marcos (10, 35-45) relata cómo Jesús emprende viaje a Jerusalén para celebrar la Pascua judía. Le acompañan sus discípulos. Y, entre ellos en un momento determinado salta la disputa de quiénes estarán a su derecha e izquierda cuando Jesús alcance la gloria con su triunfo.
Se le acercaron Santiago y Juan, los dos hijos de Zebedeo, y le dijeron:
– Maestro, queremos que nos concedas lo que te vamos a pedir.
Pero él les preguntó:
– ¿Qué queréis que haga por vosotros?
Le contestaron ellos:
– Concédenos sentarnos uno a tu derecha y el otro a tu izquierda el día de tu gloria.
Jesús les replicó: – No sabéis lo que pedís, ¿sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber, o de bautizaros con el bautismo con que yo me voy a bautizar?
Le contestaron:
– Sí, podemos.
Entonces Jesús les dijo:
– El cáliz que yo voy a beber lo beberéis, y os bautizaréis con el bautismo con que yo me voy a bautizar, pero el sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo; está ya reservado.
Al enterarse los otros diez se indignaron contra Santiago y Juan. Jesús los convocó y les dijo:
– Sabéis que los que figuran como jefes de las naciones las dominan, y que los grandes les imponen su autoridad. No ha de ser así entre vosotros; al contrario, el que quiera hacerse grande entre vosotros ha de ser servidor vuestro, y el que quiera entre vosotros ser primero, ha de ser siervo de todos; porque tampoco el Hijo del hombre ha venido para ser servido, sino para servir y para dar la vida en rescate por todos.
Quizás alguna vez hemos pensado cómo hacía Jesús su enseñanza y cómo la había organizado. ¿Tenía una academia o escuela particular a la que asistían sus discípulos y luego se iban van a casa? ¿O le acompañaban de una manera fija de una a otra parte, de un pueblo a otro e iban aprendiendo en una especie de magisterio itinerante? ¿Abandonaban casa, familia y trabajo para convivir con él?
Jesús no procedía como los rabinos. Su enseñanza no se ceñía a un tiempo y lugar concreto, con clases y a base de programas concretos. Su magisterio era itinerante, en el caminar y hacer de cada día. Quería que sus discípulos aprendieran como Él a conocer y tratar a la gente y ofrecerles respuesta a sus problemas: animando, curando, ayudando a los oprimidos, mostrándoles otro rostro de Dios.
Y el grupo que le seguía lo hacía a tiempo pleno, conviviendo con Él, desvinculados de casa, familia y trabajo. Les tocaba afrontar juntos las vicisitudes y necesidades de cada día, como una comunidad, en medio de colaboración generosa, opiniones distintas y hasta peleas.
Los que le acompañaban es claro que tenían modos de opinar distintos. No creo que María Magdalena pensase lo mismo que Salomé, la madre de Santiago y Juan o que María la madre de Jesús; provenían de formación y ambientes distintos. Jesús trataba de atender a todos y contar con todos.
Es seguro que al leer los Evangelios concluimos que los llamados discípulos, que acompañaban a Jesús, eran sólo hombres, como si su movimiento fuera netamente masculino.
Sin embargo, una lectura detenida nos dice que con él iban también mujeres, no sólo de paso o casualmente. Las mujeres que habían salido de Galilea para acompañarle de una parte a otra, era de una manera permanente y experimentar en su vida la Buena Noticia que él predicaba, realizando las mismas tareas que los otros discípulos y no sólo para desempeñar los menesteres de cocinar, lavar los platos, servir la mesa, coser la ropa, etc.
Ahora, una lectura inmediata no da a entender eso. Pues las mujeres que le seguían sólo las menciona Marcos al final, cuando Jesús ya estaba clavado en la cruz. “Había allí, dice, una mujeres mirando desde lejos. Entre ellas estaban María Magdalena, María la madre de Santiago el menor y de José. Ellas seguían a Jesús y le servían cuando estaba en Galilea. Y había también muchas otras, que habían subido con él a Jerusalén” (Mr 15, 40-41). ¡Ojo!, no eran mujeres del lugar, que estaban allí como espectadoras del hecho de la muerte de Jesús. Habían venido de Galilea y convivían con Él.
¿Por qué entonces los evangelistas callan este dato y sólo hablan de ellas al final? Muy sencillo, porque en la sociedad judía estaba mal visto que un Maestro enseñara la Biblia a las mujeres y que le acompañaran. Era un dato escandaloso para los lectores y esto se cuidaban muy mucho de recordarlo y hacerlo cumplir los rabinos.
Y, por eso mismo, había que callarlo. Sólo que lo de la crucifixión de Jesús era un hecho tan notorio y público, que ya no se podía ocultar y entonces no tienen más remedio que reconocerlo y lo hacen nombrándolas por su nombre: María, su madre; Susana, una vecina suya; Salomé, la madre de Santiago y Juan; Juana, casada con Cusa, administrador que era de Herodes Antipas; María la Magdalena; la esposa del mismo Pedro y otras mujeres: “Ellas seguían a Jesús y le servían cuando estaba en Galilea. Y había también muchas otras, que habían subido con él a Jerusalén” (Mr 15, 40-41. Y el servir a Jesús de que habla Marcos era la misma tarea que la de los discípulos: predicar la Buena Noticia.
Todo esto demuestra que Jesús era un transgresor de la ley, un osado y un escandalizador, que se pasaba por alto la autoridad de los encargados de hacerla cumplir.
Inevitablemente surge la pregunta: ¿Por qué, si Jesús se negaba a admitir cualquier desigualdad entre sus discípulos –hombres y mujeres–, señalándose como un subversivo, no se impuso esa igualdad dentro de su movimiento? ¿Por qué fue ganando espacio progresivamente el patriarcalismo y el antifeminismo?
¿Por qué tanta resistencia a aceptar aún hoy en la Iglesia y en la Sociedad –que se denominan cristianas– esta igualdad y promoverla sabiendo que él la habría abanderado como nadie en el momento actual? Volviendo al relato del evangelista Marcos, vemos cómo narra la petición que Santiago y Juan le hacen a Jesús de que los tenga sentados a su derecha e izquierda en el día de su gloria. ¿De quién partió el requerimiento? ¿De ellos o de su madre (muy humano) que hábilmente se lo insinuaría en algún momento? No lo sabemos. Pero entre ellos estaba también Pedro, que tenía iguales o mayores méritos, y era natural que los otros no estuvieran de acuerdo con la propuesta. De ahí su indignación.
Los “discípulos” llevaban tiempo con Jesús y les repite el destino que le espera. Según Lucas, no entienden nada de lo que les dice. ¿Pues si ellos, pensarán muchos, paisanos de su tierra y cultura, oyéndole a él mismo, no lo entendían, cómo lo vamos a entender nosotros? ¿O es que las palabras de Jesús encierran un enigma especial?
En la cabeza de los discípulos no podía entrar que a Jesús lo iban a juzgar y condenar a muerte. No podían entenderlo, porque el Reino que Jesús anunciaba, tenía otro significado y otro alcance. No se trataba de un reino de poder, de autoridad absoluta para dominar y oprimir. Santiago y Juan se colocaban en la misma perspectiva que los jefes de las naciones y los grandes de este mundo.
Jesús era sí el Mesías esperado, pero menudo chasco se iban a llevar al ver cómo acababa. Los discípulos estaban a mil leguas todavía de entender la soberanía que Jesús anunciaba y desde la que iba a triunfar.
Habida cuenta de todas estas circunstancias, ¿Cuál sería el meollo de la enseñanza de Jesús, válido para entonces y válido para nosotros en esta sociedad?
Las palabras de Jesús son para dejarle a uno mudo. Jesús trastoca de arriba abajo la escala de valores, vigente entonces, y ahora. No sé por qué seducción maldita, los designados para gobernar –y de cuantos desearían llegar a hacerlo– degradan su ser y deciden actuar despóticamente, como si con ello conquistaran la cima de una grandeza inigualable.
Muy otro es el pensar de Jesús: nadie es superior o menor que nadie, y nadie está subordinado al dominio e imposición de nadie. Sabe muy bien que es esa la manera habitual de proceder de quien es jefe o grande en cualquier ámbito de la vida humana. Para Jesús, el camino de la grandeza y de la excelencia humanas lo marca el ser servidor y esclavo de los demás y no amos ni señores.
A todos y a cada uno se le tiene encomendado el respeto y dominio de sí mismo, como premisa para respetar y no dominar a los demás. La soberanía, que Jesús establece, es la de la igualdad fraterna, –todos vosotros sois hermanos- posible únicamente cuando se está poseído por la soberanía del amor.
ORACION DEL DISCÍPULO
Aquí estoy, Señor,
tal como Tú me has hecho,
tratando de descubrir en el día a día,
el sentido que tu voluntad ha impreso a mi vida.
En ese caminar propio me sobreañades
la vida de Jesús, que me ayuda ,
marcando mojones en el camino.
Soy uno entre tantos,
hermano universal de todos,
igual que todos,
servidor de todos,
superservidor en todo caso
de los más pobres.
Mi ser es amor,
verificable en el amor al prójimo,
vicario tuyo.
Sé que estás en todos, creyentes o no,
y a nadie exiges más de lo que es.
No me queda sino trabajar,
pacífica y amorosamente,
en todo lugar,
pues tu Reino allí está y crece,
donde está cualquier persona.
Tu Palabra llega a todos los hombres,
cómo sólo Tú sabes.
Mi misión evangelizadora es ser yo,
interconectado en todos y con todo,
abarcando la totalidad de tu Reino.
Estaré a la escucha,
en respeto y comprensión,
sin estorbar,
sin discriminar,
sin imponer,
sin lamentarme,
sin infatuarme,
acechando el reverbero de tu amor,
que de todos sale y a todos llega.
Seré feliz, cuando en todos me vea feliz,
en esa familia tuya universal,
sustentadora de todo amor.
Voy a seguirte como María,
hermana de humanidad y madre universal
Seré feliz, si acierto a hacer creíble tu presencia,
en la entrañable casa de la Tierra,
imperecedera luego en la Casa del cielo.
Benjamín Forcano, teólogo
Fuente Redes Cristianas
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