“No-dualidad, meditación y compromiso (I)”, por Enrique Martínez Lozano.
Deseo abordar brevemente algunas cuestiones que me parecen básicas, de cara a seguir creciendo en comprensión para vivir cada vez más lo que somos.
Me ha surgido el movimiento interior a hacerlo cuando he leído una crítica sobre el modo en que hablo de la no-dualidad.
No busco polemizar, tampoco discutir afirmaciones que malinterpretan radicalmente lo que digo, ni siquiera detenerme en las descalificaciones, algunas de ellas graves (se me acusa de “miopía”, “enfermedad zen o quietismo”, “narcisismo espiritual”, “errónea comprensión de la nodualidad”; incluso de negar la transcendencia (¡!), cuando todo lo que expreso se basa en la certeza de que toda forma está transida por el Misterio que, siendo la dimensión profunda de lo real, nos transciende…), sino solo ofrecer algún elemento para clarificar aquellas cuestiones a las que me refería. (Con todo, no dejo de preguntarme por qué resulta tan difícil ofrecer el propio planteamiento sin descalificar a quien propone otro diferente. Me entristece la superficialidad con que se deforma y desfigura el planteamiento ajeno, ignorando matices decisivos y, finalmente, no deja de sorprenderme la prontitud con la que alguien se arroga el derecho a otorgar credenciales de “no-dualidad” o de “pseudonodualidad” a tenor de su propio mapa mental).
1. Meditación. La meditación no es un medio para alcanzar la iluminación. En realidad, hablando con rigor, “meditación” es un estado de consciencia caracterizado por la no-dualidad. Y la práctica meditativa no es un fin en sí misma, tampoco un medio para iluminarse, ni mucho menos para alcanzar un bienestar sensible o alguna paz cómoda en un refugio hecho a medida. No. La práctica meditativa es un entrenamiento para vivir lo que somos, en todas las dimensiones de nuestra existencia. Pero lo realmente importante no es la práctica, sino la vida. Como le gusta decir al monje vietnamita Thich Nhat Hanh, “no practicamos por el futuro, ni para renacer en un paraíso, sino para ser paz, para ser compasión, para ser gozo en este instante”.
2. Compromiso.“La justicia y la compasión–se afirma en esa crítica– no son valores relativizables”. Totalmente de acuerdo. Pero, a no ser que caigamos en la arrogancia de identificar la justicia y la compasión con nuestro modoparticular de entenderlas, habremos de admitir que nuestras ideas acerca del compromiso son inexorablemente relativas. De lo contrario, nos veríamos abocados a un absolutismo –ahora en nombre de algo tan sagrado como el “compromiso”, la justicia o la compasión– siempre indigesto y al final peligroso. Es necesario relativizar el modo como lo entendemos y el “lugar” desde donde lo vivimos. Porque el compromiso –nuestro modo de plantearlo– también puede ser profundamente tramposo. Lo es cuando, consciente o inconscientemente, nace del ego y lo alimenta. En ese caso no hará sino perpetuar la ignorancia y aumentar la locura del mundo. El compromiso genuino nace de la comprensión y se vive en la desapropiación. Por eso, el simple hecho de pensar que “yo tengo razón” o de arrogarme el poder de dictaminar qué es y qué no es compromiso, tendría que hacerme ver dónde estoy y desde dónde hablo.
Aparte de constituir un rasgo claro de narcisismo, la necesidad de “tener razón”, aunque se disfrace de “preocupación por la defensa de la verdad o del bien”, como suele hacer el poder religioso, oculta un doloroso sentimiento de inseguridad afectiva.
Por lo demás, el compromiso que tiene al “yo” como sujeto puede caer en equívocos peligrosos. Porque, como decía no sin humor Antonio Blay, “líbrete Dios de mi idea de bien para ti”.
II. Compromiso y desapropiación
El compromiso fluye del amor desapropiado. Y este solo es posible en la comprensión experiencial de que somos uno.
Tal como los sabios nos han enseñado –recuerda Marià Corbí–, “la ley suprema del amor es el olvido del ego”[1]. Si no quiere caer en mistificaciones –trampas diversas y sutiles con las que el ego busca, de manera consciente o inconsciente, autoafirmarse–, el compromiso reclama la meditación para comprender que no somos el yo que nuestra mente piensa. Porque mientras perviva la creencia en el yo no será posible la desapropiación, ni el amor ni el compromiso gratuito. Como sigue desarrollando el propio Corbí en la obra citada, el compromiso no nace del yo, sino que “pasa” a través de él, porque está brotando del Amor que somos.
Al final, todo se ventila en la comprensión: desde el estado mental todo parece nacer del yo; por el contrario, en el estado de presencia se descubre que todo surge de la misma Presencia que somos y que el yo –que era considerado como la instancia central en el estado anterior– es únicamente un pensamiento o, dicho con más rigor, el resultado que se obtiene cuando la mente se apropia de la consciencia.
La sabiduría ha insistido siempre en la desapropiación o gratuidad como el signo de identidad del auténtico compromiso, como modo de prevenir la apropiación egoica con todas las trampas y engaños en los que introduce.
Vuelvo a recoger lo que escribía en una entrega anterior, hace apenas unas semanas: Tanto el taoísmo (“Nadie hace nada y, sin embargo, nada queda sin hacer”; “es el Tao quien actúa en los diez mil seres”) como el budismo zen (“En todo lo que hagas, no hagas nada”) lo han expresado de manera contundente. Se está diciendo ahí que si eres “tú” el que (cree que) lo hace, la acción nacerá contaminada por la apropiación y, lo que es más grave, por la ignorancia que sostiene la creencia errónea de que hay un “yo” hacedor.
Y es aquella misma sabiduría la que trasluce en las palabras de Jesús de Nazaret: “Que tu mano izquierda no sepa lo que hace tu derecha”. Palabras que no inducen a ningún tipo de falsa humildad –que suele esconder un orgullo soterrado–, sino que invitan a la comprensión de que “tú” no haces nada, que no hay “nadie” que haga nada; todo, sencillamente, se hace y, cuando no caemos en la trampa primera de identificarnos con el ego, fluye a través de nosotros.
Pero la mente no puede captar la verdad de la paradoja, puesto que la ve como mera contradicción. Es en el silencio de la mente –en el estado de presencia que nos regala la meditación o contemplación–, en el que germina la comprensión, donde se ve que la paradoja era solo una “contradicción aparente” y que aquellos que parecían polos opuestos son en realidad complementarios. Con lo cual, somos remitidos a una cuestión decisiva: ¿qué experiencia tengo de Silencio mental? Otra paradoja: silencio y palabra van unidos; el silencio sin palabras (sin mente) deriva fácilmente en mutismo inane, pero la palabra (mente) sin Silencio se reduce a mero blablablá.
Enrique Martínez Lozano
Boletín Semanal
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