Cuando pedimos a Dios, ¿qué pedimos?, ¿qué esperamos?, ¿qué obtenemos?
ECLESALIA, 14/09/18.- Desde tiempo inmemorial, el Valle de las Plegarias ha sido un lugar grato, tranquilo, de clima suave, calmo, al que muchas gentes acuden a pasar unos días de recogimiento, abstrayéndose en sus propios pensamientos, alejando su mente del mundo que les rodea.
Hace ya años, en el valle se erigió un monasterio de monjes contemplativos; la gente lo llamó el Monasterio de Dimeseñor, pues los ascetas que en él moran permanecen a la atenta escucha de cuanto pudiera venir de lo alto. Sus plegarias son suplicas humildes a Dios a fin de alcanzar: paz interior, para vivir armoniosamente; buen juicio, para distinguir lo bueno de lo malo; sabiduría, para comportarse con acierto; perseverancia, para sobrellevar las adversidades; generosidad, en todo; prudencia en el obrar; inspiración para percibir los planes de Dios; resolución para hacer su voluntad.
El monasterio terminó siendo objeto de admiración, pues corrió la voz de que sus monjes tenían un excelente modo de vivir. Pero, desgraciadamente, lo del buen vivir de los monjes se terminó entendiendo de un modo torcido, ya que se vino a suponer que vivían regaladamente, cual acaudalados terratenientes, rodeados de comodidades y, por si fuera poco, también se decía que todos esos lujos y riquezas eran resultado de sus rezos. En consecuencia, el vulgo termino por creer que aquel lugar era mágico, milagroso, poco menos que sobrenatural. Y así ocurrió que al valle fueron llegando muchas gentes a pedirle a Dios toda clase de beneficios materiales: solicitaban dineros, un empleo, que sus enfermedades se curasen, éxito en sus proyectos, etc. Para dar acogida a todas estas personas, se levantó allí un santuario; Santuario de Dameseñor fue el mote que le pusieron, ya que a él se iba en peregrinación buscando que, con los rezos, Dios concediese un sinfín de favores.
En cierta ocasión, en la que se producía un cambio de rector en el santuario, el nuevo y bisoño rector, el rector Pipiol, le decía a su antecesor, el viejo rector Prudencio, que, a su parecer, en el Valle de las Plegarias se rogaba a Dios de dos maneras encontradas, que la una era la antítesis de la otra: En un extremo se hallaban los monjes del Monasterio de Dimeseñor, que se interesaban por el parecer de Dios, para hacer de ese parecer el suyo, cambiando ellos de criterio si se hacía necesario; en el extremo opuesto estaban los que peregrinaban al santuario de Dameseñor, los cuales le pedían a Dios que renunciase Él a su parecer, en favor del de ellos. Y es que, decía el nuevo rector, el cual era tajante en el opinar, los unos buscan la voluntad de Dios, para adaptarse a lo que Él quiere, y los otros le piden a Dios que cambie, que se adapte Él a lo de ellos.
Sin embargo, el rector Prudencio, compartiendo en parte la opinión de Pipiol, no pensaba exactamente como él; Prudencio decía que, según su experiencia de muchos años atendiendo a los peregrinos que acudían a aquel santuario, estos, aunque deseaban que se resolvieran sus problemas, que a eso habían venido, no siempre se aferraban a que Dios hiciera grades portentos en su favor. Para bastantes de ellos, lo más importante pasaba a ser hablar con Dios acerca de sus apuros, sus crisis, sus necesidades; normalmente, tenían el convencimiento de que iban a ser escuchados y terminaban recibiendo consuelo para sus desdichas. No era raro, decía el experimentado rector, que, después de haberse desahogado, que tenían mucha necesidad de ello, y a pesar de que no se hubiera producido el gran milagro que vinieron a buscar, se marchasen de allí reconfortados, pues con sus oraciones había cambiado su manera de afrontar la vida y el modo de situarse ellos frente a sus tribulaciones, pasando, del abatimiento y pesimismo que les acompañaba al llegar al valle, a una aceptación confiada de su situación, lo que les hacía ver su futuro libre de los negros nubarrones que antes les asfixiaban.
Así que, concluía el viejo rector, los peregrinos vienen al santuario a pedir curación para sus dolencias, u otros prodigios similares, y Dios les ofrece paz, alegría, aceptación. Algunos reciben estos dones, los acogen, y marchan transformados; y es que se ha producido un renacer en sus vidas. Pero, por desgracia, hay otras personas que, inamovibles, siguen aferrados a su petición, siguen esperando un prodigio espectacular; a ellos ni les alcanza la paz, ni les cala la alegría, que rechazan todo lo que no sea conseguir su inicial objetivo. Al comportamiento de estos últimos, Prudencio lo asemejaba al de las moscas, que se empeñan en salir al exterior a través del cristal de la ventana. Dichosos, decía él, los que son capaces de dejarse convencer por Dios, los que, aparcando su obstinada petición de los comienzos, se consagran a expresar sosegadamente sus deseos y, así, logran descubrir, y acoger, la ayuda que Dios les brinda.
Pipiol, discrepando de lo que le decía Prudencio, sacó a colación este texto evangélico: “Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá” (Lucas 11,9-10). Entonces, Prudencio señaló que, cuando se dice que al que pide se la dará, no se especifica lo que se le dará y, aunque pudiera pensarse que se le dará aquello que hubiera pedido, de eso nada se dice, ni parece cosa razonable, que hay quienes piden hasta el mal para el vecino. Sobre lo que se dará al que pide en oración, el viejo rector recordó que, un poco más delante del texto que Pipiol acababa de citar, está aquello de que el Padre del cielo dará el Espíritu Santo.
Pasados los años, Pipiol, que había cambiado: ahora le llamaban Sensat, recordando su conversación con Prudencio, pensó en lo importante que es, cuando oramos, pararse a discernir calmadamente cuál, de las puertas que divisamos, es la que se nos ofrece, que muchas veces nos metemos por puertas que conducen a sitios equivocados e, incluso, en no pocas ocasiones, nos empeñamos en atravesar las paredes.
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