¡Ni tú… ni vosotros!
En el Antiguo Testamento ya tenían problemas por la mala comprensión que tiene el ser humano para mirar a los otros como iguales. Diría que es casi una enfermedad endémica a través de los siglos: cuando nos vemos reunidos en grupo, con un nombre, siempre el mismo, “yo-nosotros”, y miramos hacia fuera y vemos al “tú-vosotros” como algo ajeno.
Es una patología que parece venir inscrita en el ADN humano, girando en algún gen loco que se resiste a reinventarse.
Ahí tenemos a Moisés reprendiendo a Josué, su mano derecha, que se siente potente como para inducir a su jefe a gestionar quien puede o no profetizar. La actitud de apropiarse de lo que el Espíritu da gratis a quien quiere, hace clamar a Moisés: “¡Ojalá todo el pueblo del Señor recibiera el espíritu del Seños y profetizara!”.(Núm 11, 25-29)
También Jesús tuvo que lidiar con el mismo tema en la versión de hacer el bien al prójimo: “Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre, pero, como no viene con nosotros, hemos tratado de impedírselo”. Era Juan, el discípulo que tuvo que recostarse en el pecho de Jesús para saber cómo latía su corazón y aprender que late por quien hace el bien, le conozca o no. Y late también por quien no lo hace pero, con paciencia infinita e incalculable, espera que antes o después se una a los que ponen el Amor en el primer puesto de prioridades.
Imagino la mirada de Jesús y un cierto aire cansino en su voz: “No se lo impidáis…”. Sus radicales palabras nos previenen de lo que sería mejor para quienes en algún momento podamos sentirnos como propietarios, gestores o administradores de lo que el Espíritu quiere hacer en la vida de cada persona.
No olvidemos aquello de que “el viento sopla donde quiere, y oyes su rumor, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que nace del Espíritu”. Lo escribe Juan, ya maduro en la vida del Espíritu, cuando escribe su evangelio (Jn 3, 8). Entendió desde el corazón el mensaje de Jesús. Lo hizo suyo y nos lo dejo bien escrito, inspirado por el Espíritu para que otros nazcan al Espíritu.
Revisemos, personal y comunitariamente, no demos todo por hecho. ¿A quiénes considero de los nuestros? ¿A quiénes digo: ni tú… ni vosotros sois de los nuestros? ¿A quién dejo fuera? ¿A quiénes encierro en estereotipos o en guetos?
Más aún. ¿Qué hago con mi mano, con mi pie y con mi ojo? ¿Escandalizo al que se me acerca apartándole de un manotazo o dándole un puntapié? ¿Le echo una mirada de esas que invisibilizan o matan?
No dijo Jesús nada de la boca, pero mejor callar y entrar sin lengua en el Reino de Dios antes que soltar dardos en forma de palabras contra quienes no considero “de los míos”.
Cuando tengamos dudas sobre lo imprevisible e impredecible del movimiento del Espíritu, volvamos al centro, al corazón de Pentecostés. Nos remite a los tiempos antiguos indicando que ya se habló de ello con profética visión de futuro: “Derramaré mi Espíritu sobre todo mortal y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas; vuestros jóvenes verán visiones y vuestros ancianos soñarán sueños. Y también sobre mis siervos y sobre mis siervas derramaré mi Espíritu…”. (Hch 2, 17-18). Me ha refrescado ver que no hace distingos: hijos e hijas, jóvenes y ancianos; siervos y siervas.
Escuchemos al Espíritu que nos dice: “Tened paz unos con otros” (Mc 9, 50).
Mari Paz López Santos
Fuente Fe Adulta
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