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D 19.8.18. Jn 6: Mi carne es comida. Nueva eucaristía, una iglesia distinta

Domingo, 19 de agosto de 2018

e3800fb3-d475-41f3-9844-be918377945bDel blog de Xabier Pikaza:

Tiempo ordinario. Juan 6,51-58. He venido presentando en los domingos anteriores el “sermón del pan de vida” de Jn 6, con diversos rasgos de su visión de la eucaristía, desde una perspectiva mística, personal y social.

Desde ese fondo, sabiendo que “nuestra carne” es comida, quiero proponer y celebrar una nueva eucaristía.

Eso implica un cambio total, pues la iglesia católica ha sido, en los últimos siglos, un inmenso “aparato” litúrgico y jerárquico, personal y social, encargado de mantener un tipo de celebración, que ahora, entrado el siglo XXI, ha quedado “seco” (al menos en el hemisferio norte), pues no queda ya casi nada de la vieja eucaristía. Los números son claros;

‒ Donde antes (hace cincuenta años) venían a celebrar (oír) misa 300 personas ahora muy a duras penas llegan a 30 (y el número descenderá)

‒ El “aparato clerical” montado para esa celebración se resquebraja, por más heroicos y santos que sean la mayoría de sus miembros (a pesar de los escándalos que algunos pregonan).

Por exigencia de este tiempo y por fidelidad al evangelio, ha llegado el momento de replantear el tema de forma muy “mística” (de comprensión de la vida en Cristo) y muy personal y social”,redescubriendo el sentido de la “celebración” cristiana de Jesús, como experiencia y tarea radical de comunicación (de ser y vivir unos en otros).

Nos hallamos ante una nueva y antigua misión (misa y misión significa en realidad lo mismo: envío): re-descubrir y re-crear el evangelio, partiendo del evangelio de hoy, que con lenguaje durísimo y muy dulce (comernos: comer unos la carne de los otros) nos sitúa ante la experiencia radical de la fe (creer y crear la vida como don compartido: eso es Dios), expresada y realizada en forma de comida.

Lo que la “misa” celebra es que los unos vivimos de (en) los otros, para formar así un “pueblo en Dios” (=una humanidad solidaria), en gozo mutuo, en experiencia y esperanza de resurrección (resucitamos y vivimos en la vida de aquellos a quienes damos la vida).

En la primera imagen, tomada de un icono armenio, vemos a Jesús que se identifica con la “cruz abierta en forma de pan/circunferencia/mesa”, como Vida que se entrega y comparte (en forma universal) con todos los hombres representados por los once (doce menos Judas que prefiere salir con su bolsa del círculo de vida compartida).

Jesús nos introduce así en su mesa redonda (un cuerpo, un pan), de forma su somos “eucaristía”, pues somos (nos hacemos) Dios en Cristo al dar y compartir la vida unos con otros, esto es, al decir “que mi carne es comida”, haciendo que así sea.

Las imágenes que siguen evocan otros aspectos y elementos de la eucaristía, con rasgos que quizá debemos abandonar y otros que debemos potenciar (otras). Vea el lector lo que conviene en cada caso.

Sólo me queda recordar que el tema de fondo está tomada de un par de entradas de mi Diccionario de la Biblia. Buen domingo a todos, y siga leyendo quien lo quiere (quien esté dispuesto a ser eucaristía, haciendo a la vez que las eucaristía litúrgicas que celebramos sean distintas, según el evangelio.

Juan 6,51-58

En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.” Disputaban los judíos entre sí: “¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?” Entonces Jesús les dijo: “Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros.

El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí. Éste es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que como este pan vivirá para siempre.

Un tema escandaloso, un tema necesario.

A un tipo de religión, le resulta escandaloso todo intento de buscar una comunión divina (es decir con Dios) y, al mismo tiempo, una intercomunión humana, pues Dios es trascendente y nadie puede introducirse en su misterio, y los hombres y mujeres se entienden como autosuficientes, separados unos de los otros..

En esa línea, Dios se define como lejanía de poder, grandeza y fuerza, de tal forma que ningún viviente puede acompañarle en su existencia… y los hombres y mujeres se entienden a sí mismos como solitarios, aislados unos de los otros.

Sin embargo, una vez que eso está dicho, después de haber fijado la independencia de Dios y la separación entre los hombres (cada uno responsable de sí mismo), el Antiguo Testamento ha empezado a descubrir que Dios es “el que es” (el ser de todo lo que existe) y que los hombres sólo pueden ser si comparten la vida unos con otros.

Jesús vive enraizado en la experiencia de Israel, de tal manera que sigue interpretando la comunión con lo sagrado en términos de alianza entre personas. Pero, al mismo tiempo, al aceptar como principio la presencia de Dios en Jesucristo, el Nuevo Testamento ciertos de la comunión universal de Dios, de los hombres como inmersos en la misma comunión divina:

Heb 2, 14

afirma que el mismo Dios ha decidido «comulgar» con nosotros, entrando en relación con nuestra historia, de tal forma que participa de la carne y de la sangre de los hombres (cf. también 2 Ped 1, 4: estamos en comunión con la naturaleza divina).

Dios ha querido “comulgar” con nuestra carne y nuestra sangre, hacerse mundo entre nosotros, tomar parte en nuestra historia. Sólo porque hallamos esta primera koinonia incarnatoria, sólo porque Dios asume en Cristo, Logos-hijo, nuestras «especies humanas» (carne y sangre), de una vez y para siempre, nosotros − simples hombres – tenemos un acceso en comunión divino, podremos comulgar divina, comulgando al mismo tiempo unos con otros (haciendo que nuestra propia vida sea alimento para los demás).

Ésta es la experiencia de fondo de1 Jn 4,10:

En esto consiste el misterio, no en que nosotros pretendamos estar en comunión con lo sagrado sino en que Dios, el santo, haya querido comulgar con nuestra historia, haciéndose así vida y principio de amor entre los hombres. Fundado en esta experiencia, Pablo puede definir a los cristianos como aquellos que «han sido convocados a vivir en koinonia con Jesucristo, Hijo de Dios» (1 Cor 1, 9). Éste es el sentido de fondo del sermón del pan de vida de Jn 6 que hoy comentamos.

Comulgar, ser unos en otros

Comulgar significa en un plano “eucarístico” participar en Cristo: aceptar su palabra, seguir su camino, revestirse de su muerte, incorporarse a su resurrección, transformarse con su gloria. Para entender mejor la comunión resultaría necesario comen¬tar todos los textos donde Pablo y las cartas postpaulinas van hablando de aquello que nosotros somos en el Cristo:

Convivimos y con-sufrimos con él; somos con-crucificados, con-sepultados, co-resucitados, con-glorificados; con él coheredamos y correinamos (cf. Rom 6, 4-8; 8, 17; 2 Cor 7, 3; Gál 2, 19; Col 2, 12-13; Ef 2, 5-6; 2, 2). Toda nuestra existencia de creyentes se interpreta en forma de comunión de vida y muerte, de camino y esperanza con el Cristo. Por eso, la comunión «en lo santo» significa «participación en la santidad de Dios», a través de Jesucristo.

Esta comunión se realiza de un modo visible en el gesto eucarístico: «El cáliz… es la comunión con la sangre de Cristo; el pan…, es la comunión con el cuerpo de Cristo» (1 Cor 10, 16-17). Así se invierte y recupera el gesto del Dios que se hace humano. Carne y sangre eran primero el lugar en el que Dios se ha humanizado. Ahora, en contexto de celebración eclesial, fundada en el recuerdo y la palabra de Jesús, carne y sangre son la realidad del gran misterio del Cristo, Hijo de Dios, presente entre los hombres.

Allí donde la comunidad se reúne y celebra a su Señor, los creyentes, unidos entre sí «comulgan con el Cristo,comulgando de esa forma unos con otros,
participan de su vida y de su muerte, se introducen en su pascua. Este es el sentido radical de aquello que la iglesia afirma cuando cree en la «comunión de los hombres con lo Santo»; es lo que la iglesia celebra alborozada y llena de temor en el misterio de su fiesta dominical.

En este contexto la palabra de comunión (koinônia tôn hagiôn) significa que los fieles, reunidos en comunidad y cimentados en confesión pascual, tienen acceso al misterio de las cosas santas; comulgan con Jesús, viven su gracia, actualizan su misterio, comulgando unos con otros La distancia entre el hombre y Dios sigue abierta. Sin embargo, allí donde los fieles celebran a Jesús se rompen las distancias, se curan las heridas: Atónitos y agradecidos, los hombres comulgan en la santidad de lo divino, y de esa forma pueden comulgar unos con otros.

Más allá de la unidad cósmica, superando la lejanía del Dios israelita, cristianos son aquellos que, por medio de Jesús y dentro de la iglesia, viven el misterio de la comunión con lo divino. Así lo ratifica Pablo cuando dice a los filipenses: «¡Si tenéis alguna koinônia o comunión con el Espíritu…! hacedme este favor…» (Flp 2, 1). De manera semejante, en la más solemne de sus despedidas, abriendo final su corazón, el desea a los corintios… «que la koinônia del Espíritu esté con vosotros» (2 Cor 13, 13).

El Espíritu de Dios es Comunión

Los hombres comparten así por Jesús (en Jesús), la vida de Dios, de tal forma pues el Espíritu de Dios (=Espíritu Santo) es comunión. Así lo supone Pablo en 1 Cor 12-14, cuando interpreta todos los dones del Espíritu en relación con la unidad eclesial y lo ratifica el Jesús de Juan cuando, en el discurso de la cena, alude al Espíritu como misterio de la unión en que se vinculan el Padre con el Hijo (Jn 17).

En esa línea se puede y se debe afirmar que el Espíritu santo es la comunión en sí, el don primigenio de Dios que se expresa como campo de amor y encuentro (persona/comunión) entre los hombres. El Espíritu es la verdad original del encuentro, la unión de amor que liga a las personas, en primer lugar en Dios y, desde Dios, en nuestra historia. Éste es el sentido más profundo del Sermón del Pan de Vida (Jn 6).

Dios es comunión, los hombres somos comunión

En ese fondo se entiende 1 Jn 1, 3 al decir que «Nuestra koinônia o comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo» y que de esa forma penetramos en el centro de unidad de Dios, allí donde el Padre y el Hijo realizan su encuentro (cf. Jn 10, 30; 17, 11. 21-23).

Frente a todas las unificaciones filosóficas, que intentan llegar a la fusión con lo absoluto, más allá de las pretensiones de trascendencia separada de los monoteísmos que escinden la unidad de Dios de la existencia de los hombres, frente al imperativo sociológico de una integración impersonal en el todo de la clase o del género humano, las palabras de san Juan ofrecen una nueva perspectiva de acción y de misterio: Dios es comunión, encuentro de amor gratuito entre personas; en ella estamos invitados a vivir también nosotros, por el Cristo.

Por eso, Jesús nos invita a comer su Carne, a beber su Sangre.

El Espíritu de Dios es comunión, y comunión se ha hecho Jesús, el Cristo, de manera que comunión ha de ser su presencia en nosotros.

Los creyentes «se mantenían constantes en la enseñanza de los apóstoles, en la koinônia, en la fracción del pan y en las oraciones» (Hech 2, 42). Koinônia significa aquí vida compartida, vida en amor que va integrando a los unos con los otros. Previamente, los hombres se encontraban perdidos, cada uno con su ley y con su esfuerza. De pronto escuchan que Jesús les ha salvado. Cambian lo anterior, se entregan a Jesús y, llenos de agradecimiento y sorpresa, se descubren hermanos. Nadie vive a solas; todos partici¬pan de la fe, el trabajo, la presencia de Cristo, la esperanza de su reino.

Por hallarse basado en esa certeza afirmará san Pablo, en voz triunfante: «¡Todas las cosas son vuestras!: Pablo, Apolo, Cefas; lo presente y lo futuro, vida y muerte, todo el cosmos…» (1 Cor 3, 21-22).

Esa comunicación de los creyentes sólo tiene sentido desde el Cristo: «Todas las cosas son vuestras…; vosotros de Cristo y Cristo de Dios» (1 Cor 3, 22-23). Frente al hombre dividido de la historia (judío frente a gentil, bárbaro frente a griego o romano, amo frente a esclavo), emerge un nuevo tipo de hombre en Cristo, dentro de la iglesia (cf. Rom 10, 12; 1 Cor 12, 13; Gál 3, 28). Esta unidad de comunión en fe, que es propia de los creyentes, marca el nacimiento del hombre, capaz de compartir la vida desde Cristo, asumiendo las diversidades (varón-mujer, griego-judío), e integrándolas en un campo más alto de enri¬quecimiento y donación, de gratuidad y de servicio.

En esta perspectiva, confesar la comunión de los santos significa asumir, desde la hondura de la fe, la unión vital de todos los salvados en la iglesia, y, por medio de ella, la unión de todos los hombres, pues todos han sido redimidos por Jesús y convocados al banquete de la vida, aunque no lo sepan o no quieran admitirlo. En este aspecto, cuando afirmamos «creo en la comunión de los santos» estamos confesando la unidad radical de todos los hombres, por el Cristo en el Espíritu.

Implicaciones de esa comunión.

Esa comunión ha de expresarse, a mi entender, en tres niveles: Confesión de fe, compromiso activo en favor de los demás, celebración del misterio.

– La comunión es un misterio de la fe. Creemos en ella, como creemos en el Padre y en el Hijo. La aceptamos en gesto reverente, agradecido, como expansión y presencia del misterio del Espíritu de Dios. Por eso, antes de toda palabra de los hombres, antes de toda construcción mental, proyecto o exigencia humana, la comunión se expresa como don que viene de Dios y fundamenta nuestra vida. La aceptamos reverentes, como misterio de Dios y realidad humana. De ella provenimos, en ella nos basamos, hacia ella caminamos. Creemos en la comunión como misterio de la iglesia: de ella recibimos la gracia de la fe, en ella crecemos al amor, en ella nos sabemos de verdad personas.

– La comunión implica un compromiso de vida y servicio de unos por los otros. Por eso ha de expresarse en forma de desprendimiento intenso, búsqueda de justicia, transparencia comunitaria… Quien confiese así la comunión sabe que ya nunca podrá tornar a su egoísmo. Sabe que vivir es compartir, es recibir la existencia y regalarla, es ir haciéndose en contacto con los otros, descubriendo que se gana aquello que se entrega por el bien de los demás y que se pierde aquello que uno quiere guardar en exclusiva. Todos los restantes principios de la vida puede dejarlos en segundo término. Queda en segundo lugar la tabla de las virtudes clásicas, con la justicia interpretada como exigencia de dar a cada uno lo que es suyo. Resulta insuficiente el ideal moderno de la justicia revolucionaria, como búsqueda de una sociedad sin clases. Es incom¬pleto el ideal de la razón que quiere desvelar la plenitud del hombre a través del conocimiento o de la técnica. Para el cristiano, no hay más absoluto que la caridad, entendida ahora a manera de entrega por los otros, en un camino que proviene de la comunión de Dios y se abre hacia la comunión entre los hombres.

– Finalmente, la comunión es fiesta. Creemos en ella, la realizamos y la celebramos. Por eso, nos reunimos en gesto festivo. Recordamos la muerte pascual de Jesús, y nos sentamos en torno al pan y vino compartido. De esa forma, por encima de nuestras dificultades para creer y de nuestras impotencias para obrar, la comunión se vuelve fiesta: Es algo que está aquí, en el centro y fondo de la comunidad que canta y rememora, que comparte el pan, comulga con el vino y celebra la gloria de Cristo. Sobre la tierra de enfrentamientos y rupturas, sobre un mundo de conflicto y lucha, emerge la luz de un misterio diferente. ¿Qué hacen esos hombres reunidos en liturgia? ¡Celebran la presencia de un Dios que es comunión? Recuerdan a Jesús y cantan su propia comunión interhumana, la solidaridad en la vida y en la muerte, en abrazo de paz, la ofrenda compartida, esa nueva amistad que emerge y brota del misterio.

Conclusión

Evidentemente, las facetas que acabo de mostrar resultan inseparables. Quizá en otro tiempo se había concedido primacía a la comunión sacramental, ritualmente perfecta pero un poco separada de la vida. En estos últimos años se ha asistido al redescubrimiento de la fe, como principio de toda religión, cimiento de todos los encuentros.

También se ha destacado el lado práctico: La comunión es algo que se hace, se va construyendo a través del compromiso en favor de la justicia, por medio de la lucha encaminada a liberar a los perdidos y oprimidos, a través de un proceso que culmina en el surgimiento de una sociedad sin clases. Todo eso es importante, pero resulta absolutamente necesario que redescubramos el aspecto festivo de la comunión y de la vida humana.

Así, donde decimos “creo en un Dios todopoderoso, en su Hijo Jesucristo y en el Espíritu Santo” debemos añadir y creo en la comunión de los santos, que no es una «segunda comunión» que Dios ha creado para nosotros, sino su misma comunión divina, ampliada por el Cristo en nuestra historia y convertida en principio, sentido y meta de toda realidad, pues el Espíritu de Cristo es comunión.

Con 1 Cor 13, podríamos decir que todo pasa.

Un día cesará el perdón, pues no habrá pecado a perdonar.Terminará la solidaridad de clase, pues no habrá clases contrapuestas ni enemigos a quienes combatir. Acabará nuestra misericordia, pues habrá cesado la miseria que atormenta a los pequeños y mueve el corazón a los piadosos. La misma razón habrá acabado su camino, abierta en luz hacia el misterio de las cosas. No habrá justicia impuesta, pues todo será compartido… Las cosas habrán cumplido su misión y quedarán sencillamente como signo o recuerdo del camino recorrido…

Pero quedará la comunión y Dios vendrá a mostrarse como despliegue transparente y pleno de vida compartida, pues en él nos movemos, vivimos y somos HHch 17). Cristo entregará su reino al Padre, y Dios será así «todo en todos» (cf. 1 Cor 15, 28).

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