(3) Asunción, el último “dogma” de la Iglesia Católica
Ayer mismo (era yo un niño), el año 1950, en lenguaje de su tiempo, el Papa Pío XII,“definió” este dogma, él “último” de la Iglesia:
Pronunciamos, declaramos y definimos que la Inmaculada Madre de Dios, la Siempre Virgen María, cumplido el transcurso de su vida terrestre, fue elevada (Asunta) en cuerpo y alma a la gloria celeste (Denzinger-Schönmetzer 3903).
De esa forma completó y culminó hasta hoy (2018) la “conciencia” mesiánica más espiritualista de la Iglesia católica, aplicando a María el don y experiencia pascual de Jesús, algo que no es exclusivo de ella sino de todos los creyentes, y en el fondo de todos los hombres que viven inmersos en la vida del Dios de la Vida.
Éste es el último dogma de la Iglesia católica romana, en la línea de Nicea (323). María ha sido una mujer en Dios, inserta en y con Cristo, su Hijo, en la Vida Originaria que es la Vida en plenitud (en este mismo mundo).
Después con el Vaticano II (1962-1965) no hubo ya dogmas de María (ni de la Iglesia), sino cartas y textos pastorales. Hoy el Papa Francisco (tan lejano y tan cercano a Pío XII) tiene otros temas pendientes de Iglesia, no está quizá para dogmas marianos, aunque éste de la Asunción abre un camino esencial en la conciencia más “divina” de la iglesia más “humana”, como seguiré indicando en lo que sigue.
En la imagen un Icono tradicional de la Dormitio/Asunción:María muere, y así queda su cuerpo en la “cama” del sepulcro, mientras Cristo su Hijo toma su alma (María en pequeño) y la lleva a su Gloria. Los Doce de Jesús (con algunas mujeres al fondo) quedan ya solos en torno al sepulcro de la Madre.
Quizá, para completar el dogma de María en línea del Concilio de Nicea, habría que completar el dogma diciendo que la Asunción ha sido y es la plena humanización de María (y de la humanidad en Dios), representada en ese icono por los Doce de Jesús, una “compañía mesiánica” en camino, que deberá se más claramente de hombres y mujeres, no sólo de varones.
Buen día de la Asunción a todos.
Situar del dogma, decir la experiencia católica de María
‒ Éste es un dogma pascual. El dogma de la Inmaculada insistía en el nacimiento sin pecado de María. Este nuevo dogma la vincula a la pascua: Resurrección y Ascensión al “cielo”. La declaración no dice cómo murió en sentido externo, de tal forma que algunos han podido afirmar que no murió, sino que fue arrebatada directamente a la Gloria del Cristo, como 1 Tes 4, 17 supone para los justos de la última generación, es decir, de la de Pablo. Pero ése es un tema secundario (aunque en otro tiempo haya sido muy discutido). De un modo u otro, María ha culminado su camino, siendo acogida con Cristo, y así se dice que ha sido asumida (Asunción) y no que se ha elevado por sí misma como Cristo (Ascensión), para destacar su condición de criatura. La iglesia sabe que ella ha culminado su camino, alcanzando así la gloria mesiánica de Dios.
‒ Éste es, también, un dogma anti-helenista, es decir, contrario a un espiritualismo que dividen al hombre, diciendo que en la muerte “el cuerpo vuelve al polvo y el alma vuela al cielo”. En contra de eso, María ha vinculado en su vida cuerpo y alma, lo mismo que Jesús, Logos de Dios, de quien se dice que es carne (Jn 1, 14). María es carne, es decir, una vida histórica concreta, que ha nacido por gracia (Inmaculada) y que gratuitamente culmina su existencia, en manos de Dios, con Jesús. La tendencia helenista, dominante en la iglesia, ha venido afirmando que el alma de los justos sube al cielo tras la muerte, pero que el cuerpo tiene que esperar hasta el momento de la resurrección final. En contra eso, abriendo un camino nuevo de experiencia antropológica y de comunión pascual, este dogma afirma que María ha culminado ya su vida en Dios, por medio de Jesús, en cuerpo y alma, es decir, como carne personal, persona histórica. De esta forma, la mariología nos sitúa en el centro del misterio cristiano, sin separación de cuerpo y alma.
‒ Éste es un dogma abierto a la simbología teológica, como ha destacado la tradición de la iglesia en la escena de la “Coronación de María como reina del cielo y de la tierra”. Evidentemente, se trata de una imagen, pero es muy significativa: María es recibida en el misterio de la Trinidad de manera que el Padre y el Hijo unidos la coronan con el Espíritu Santo (que puede aparecer en forma de paloma). De esa manera, ella que es humanidad, persona de este mundo, queda integrada en el misterio de Dios, pero no en nombre propio, sino en nombre y en lugar del conjunto de la historia humana.
Situar el Dogma
Esta definición mariana de la Asunción ha completado el ciclo de las definiciones antropológicas marianas. El dogma de la Inmaculada suponía que Dios ha dirigido de manera personal el nacimiento y despliegue de María. El dogma de la asunción añade, de manera consecuente, que Dios mismo ha querido recibirla (en la pascua de Cristo) tras la muerte.
Según eso, María no ha sido un alma que ha descendido de la altura inmortal, sino una persona histórica, y de esa forma se ha venido realizando a lo largo de un tiempo concreto, que va del nacimiento hasta la muerte. De Dios ha nacido, naciendo de otros hombres y mujeres (de sus padres); en diálogo con Dios y con su entorno (especialmente con Jesús) ha realizado su vida, llegando a ser plenamente en su muerte, que no ha sido una vuelta a la nada, sino una plenitud personal, una apertura en manos de Dios, con Jesucristo:
‒ Jesús ha resucitado en perspectiva humana, como mesías de la nueva humanidad reconciliada, culminando así su camino de Hijo de Dios, condenado por los hombres, pero vivificado por su Padre, que le acoge y transfigura, haciéndose así principio y centro de nueva humanidad reconciliada, mesiánica.
‒ María ha muerto también: ha entregado su existencia en Dios,y Dios le ha recibido en la gloria de su mismo Hijo Jesucristo, en el Espíritu. Así podemos afirmar, en lenguaje simbólico, que ella es la primera de los hombres ya resucitados en el Cristo, la primera (¡no la única!) de aquellos que culminan su camino personal, siendo así recibidos (¡culminados!) dentro del triunfo pascual de Jesús, Hijo de Dios.
El texto ya citado de la definición de 1950 presenta este misterio con palabras teológicas de entonces. Por un lado, para no adentrarse en controversias de carácter teológico, ha evitado hablar de la muerte de María, diciendo «cumplido el curso de su vida terrestre fue asunta…». Por otro lado emplea categorías de alma y cuerpo, para señalar de esa manera el sentido total, abarcador, de la asunción de María; ella culmina en Dios del todo (en alma y cuerpo) y no sólo en un aspecto separado o parcial de su existencia.
Este uso teológico está determinado por una tradición católica que emplea los conceptos de alma y cuerpo en relación a la persona y vida del cristiano: el hombre «es alma», es decir, un ser viviente espiritual, distinto de la pura materia; el hombre «es cuerpo», ser del mundo que se encuentra integrado en el proceso vital y material del cosmos. Esos conceptos se han solido emplear de muchas formas, aunque en términos normales han tendido a interpretarse de manera disociada: muchos han visto al hombre como un alma inmortal unida por un tiempo al cuerpo. Por la muerte cesa es unidad y el alma sube al cielo, por los méritos de Cristo, si es que ha sido justa sobre el mundo, mientras el cuerpo se corrompe sobre el mundo hasta la resurrección final. Así se podría decir que sólo María está en el cielo en cuerpo y alma.
Tiempo de María, el futuro de la historia.
Al afirmar que María «ha sido asunta» (asumida, elevada) en la gloria de los cielos tras la muerte, este dogma supone que ella ha entrado en el tiempo pascual de la resurrección de los muertos; ella no es Dios ni tiene eternidad, pero ha recibido en Cristo la forma de existencia plena, como persona ya plenamente realizada. El tiempo no discurre para ella como sobre el mundo, en un camino que avanza sin cesar entre principio (nacimiento) y muerte, sino que se ha cumplido y, de esa forma, integrándose en el Cristo, ella participa de la nueva creación que es la plenitud de Dios para los hombres. En esa línea podemos distinguir tres tipos de «tiempo», si es que puede emplearse en cada caso esa palabra:
‒ Hay un tiempo eterno que es propio de Dios, como amor originario, encuentro de vida sin fin, en forma de Trinidad, antes de la creación y de la historia de los hombres, pero en el fondo de ella. Estrictamente hablando, este es un tiempo “abstracto”, pues de hecho, en la historia de la salvación, Dios se hace tiempo pascual (de plena encarnación) para los hombres.
‒ Hay un tiempo histórico, propio de la vida de los hombres en el mundo, como proceso que discurre del nacimiento hasta la muerte. También este tiempo es “abstracto”, pues los hombres no quedan encerrados en su propio tiempo, sino que se abren en Cristo al tiempo pascual de Dios (a no ser que escojan ellos mismos la muerte).
‒ Hay finalmente un tiempo pascual, que es la plenitud de Dios para los hombres, como unión de los tiempos precedentes; éste es el tiempo propio de Jesús resucitado (en cuanto humano) y de aquellos que acogen su camino y participan de su reino. Es el tiempo de María asunta al cielo.
El tiempo pascual es participación del tiempo eterno, si es que vale esa palabra: los salvados se introducen, siendo creaturas, en el ámbito fundante del misterio, en el campo del amor donde se encuentran y se abrazan el Padre con el Hijo en el Espíritu, por medio de Jesús resucitado. En este aspecto, toda salvación ha de entenderse como «participación trinitaria»: nos unimos a Jesús y desde el fondo de su vida filial, por medio del Espíritu, gozamos de la misma Vida pascual de Dios. Pero, al mismo tiempo, en otro sentido, el tiempo pascual es cumplimiento de la historia. Quizá pudiéramos llamarle «tiempo histórico cumplido», ya ratificado. Por eso, los salvados (o resucitados) son los mismos que han vivido sobre el mundo, pero ya no mueren, sino que comparten con Jesús el tiempo de la resurrección .
En ese sentido decimos que María ha resucitado de los muertos (de la muerte) y de esa forma ha culminado su camino personal, siendo acogida por Dios en la vida y victoria de su Hijo Jesucristo; por eso permanece (vive) desde ahora para siempre, en el tiempo de la pascua, como signo y principio de la nueva humanidad. Pero, al mismo tiempo, acompaña a los hombres que se mantienen todavía en el tiempo de la historia. En su Asunción intervienen, según eso, dos aspectos o niveles que debemos distinguir con cuidado.
‒ María ha muerto: ha culminado su camino y ha entregado vida y alma (o alma y cuerpo) en manos de Dios Padre. De esa forma acaba y ratifica el camino que había comenzado en la “concepción inmaculada” y que se había centrado en un «fiat» (hágase y hagamos) a lo largo de toda su vida.
‒ Dios la ha resucitado, transfigurando su existencia, ofreciéndole el «nuevo nacimiento» en Cristo. Ella no es la redentora (¡no es la resurrección de los muertos! Cf. Jn 11, 25), de manera que no puede presentarse como salvadora (no es el Mesías). Pero por la gracia de Dios, expresada por su Hijo Jesucristo, podemos afirmar que ella ha resucitad, que está Asunta ya en los cielos.
En ella se realizan, de manera ejemplar y fundacional, los aspectos básicos de la «antropología básica» cristiana, tal como fue descrita por de J. Ratzinger en un texto muy significativo:
La idea de inmortalidad expresada en la Biblia con la palabra resurrección indica la inmortalidad de la «persona», del hombre. Se trata de una inmortalidad dialogal (resurrección), es decir, la inmortalidad no nace simplemente de la evidencia de no-poder-morir sino del acto salvador del que ama y tiene poder para realizarlo… El amor pide eternidad, el amor de Dios no sólo la pide, sino que la da y lo es…
Mediante la resurrección, la forma bíblica de inmortalidad ofrece una concepción completamente humana y dialógica de la inmortalidad: la persona, lo esencial al hombre, permanece; lo que ha madurado en la existencia terrena de la espiritualidad corporal y de la corporeidad espiritual permanece, de un modo distinto. Permanece porque vive en el recuerdo de Dios. Porque el hombre es quien vive y no el alma separada, el elemento co-humano pertenece al futuro; por eso, el futuro de cada uno de los hombres se realizará plenamente cuando llegue a término el futuro de la humanidad…
La resurrección de la carne es la resurrección de las personas (Leiber) no de los cuerpos (Körper)… Pablo no enseña la resurrección de los cuerpos sino de las personas. Esto no se realiza en el retorno del «cuerpo carnal», es decir, del sujeto biológico, cosa según Pablo imposible («la corrupción no heredará la incorrupción») sino en la diversidad de la vida de la resurrección, cuyo modelo es el Señor resucitado .
Parece que J. Ratzinger cambió después su manera de enfocar el tema , pero su perspectiva anterior era coherente y refleja una experiencia básica cristiana que resulta muy valiosa para comprender el sentido de la Asunción de María. A partir de ella podemos condensar los dos aspectos de ese dogma, en clave de resurrección cristiana y de realización personal.
‒ La Asunción debe entenderse como resurrección, en el sentido que mostraba J. Ratzinger. María ha vivido en un constante diálogo de amor con Dios y tras la muerte (por la muerte) ese diálogo ha quedado culminado: Dios asume en su misterio de Vida la persona y vida de María por el Cristo, en la gracia del Espíritu; de esa forma ratifica su camino, comenzando a realizar en ella (María “asunta al cielo”) el mundo nuevo del Reino proclamado a través del evangelio.
‒ La Asunción ha de entenderse como culminación personal de María. En los momentos anteriores, ella se estaba realizando, no había llegado aún a su meta. Con la muerte ha culminado su camino: Ella se ha entregado en Dios y Dios ha recibido, en el camino y meta pascual de Jesucristo, toda la trayectoria de su vida a fin de culminarla. Por eso, lo que resucita es «la persona» de María, todo lo que ella ha sido, todo lo que ha ido realizando. No sube al “cielo” el alma «separada» del cuerpo o de los restantes hombres y mujeres de la historia, sino toda su persona, con aquellos que asumen su mismo camino.
Así culmina la visión de los dogmas “católicos” de la Inmaculada y Asunción. Son dogmas que no han recibido, por ahora, el consenso de todas las iglesias, quizá porque nosotros (los católicos) no hemos sabido presentarlos, quizá porque otros (protestantes…) no ven fácil la manera de integrarlos en su visión de conjunto del misterio. Personalmente, pienso que son muy valiosos y que pueden ayudarnos a entender la historia y realidad (la plenitud) del hombre sobre el mundo, pero no pueden imponerse, ni ponerse en el centro de atención de todos los creyentes, especialmente en el diálogo ecuménico.
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