¿A quién oramos? IV – (Aclaraciones a los “católicos” que tiran piedras)
¡Pues sí que se ha armado oiga! Esta larga meditación ha levantado ampollas y me han llovido improperios. Posiblemente porque no “meditaron” y solo leyeron. Sin embargo, fueron muchas más las bendiciones.
Me ha causado especial dolor la acusación de escandalizar a “los sencillos”, porque camino entre ellos huyendo de los simples.
Me es imposible callar “lo que he visto y oído” (He 4,20) precisamente porque ansío ayudar a “los hambrientos”, a los que buscan con sencillo corazón. “Los hartos”, estáticos en su hartura, llenos de sabiduría y rutina, inmunes a toda conversión, no me interesan. No es mi carisma.
Confieso mi sorpresa por las descalificaciones, insultos, ironías y ataques a mi catolicidad. Quienes así se manifiestan se sitúan fuera de la caridad y, por tanto, fuera del Evangelio. Aunque debo agradecerles sinceramente su vacuna contra toda vanidad.
Mis meditaciones se publican en diversos medios para hacer el bien. Las escribo con el corazón más que con la cabeza, desde experiencias más que desde teoría o ciencia. Son “confesiones de un pecador en proceso de conversión”, con muchos errores a su espalda. ¡Que nadie se ofenda, por favor!
Si no te hace bien lo que escribo, deséchalo. ¡Busca lo que te contagie vida! No dicto lecciones y mucho menos dogmas. No hago más que exprimir mis pequeños descubrimientos. Pero vayamos a las siete aclaraciones.
1. No descalifico la “oración de petición”
Es imprescindible para la fragilidad y pequeñez del ser humano (ver Parte II). El problema está en cómo oramos, qué pedimos y a quién. Es esencial ser conscientes de todo eso. La “oración de petición” no sólo es buena, puede ser óptima.
Hay oraciones sublimes bajo apariencia de petición, como el “Veni Creator Spíritus”, la secuencia “Veni Sante Spiritus”, las invocaciones “Alma de Cristo santifícame”, la oración al Crucificado “Miradme oh mi amado y buen Jesús”, la de san Buenaventura “Traspasa dulcísimo Jesús y Señor mío”, etc. Hoy apenas se usan, las consideramos demasiado almibaradas y anticuadas. Sin embargo, son un verdadero crepitar de corazones incendiados, expresión de aspiraciones profundas de enamorados.
Vengo defendiendo -aunque parezca un contrasentido- que en la “oración de petición” más que PEDIR hay que EXPRESAR nuestras aspiraciones y nuestras necesidades humanas. De esa manera las aspiraciones toman volumen, se expanden, crecen y, si es en comunidad, se contagian. Las necesidades al expresarlas, contarlas y sacarlas fuera, pesan menos, uno se desahoga y descansa en Quien nos cuida siempre.
Eso nos prepara para ACTUAR o ACEPTAR, verbos muy olvidados. Esto no es Teología es pura Sicología. Es justamente lo que hacen los que van al sicólogo. ¿Hay algún sicólogo mejor que Jesús de Nazarert?
Dios no necesita nuestras oraciones, ni le convencen de nada, ni le mueven a actuar de otra manera, ni va a retirarnos su favor sin ellas. Somos nosotros los que necesitamos la oración -esa bendita sicoterapia- para apoyarnos, afirmarnos y avanzar. Los milagros ya están dentro de ti, en las potencialidades que recibiste al nacer.
El “milagro de la espiga” ya está en el grano de trigo que se deja transformar en la oscuridad de la tierra. El “milagro de la bombilla” está en vaciarse y abrirse a la energía para incendiarse. Los “milagros de los santos” no son concesiones extraordinarias de lo Alto, son la manifestación de su transformación. La “imagen y semejanza” creció y les tomó, como el fuego convierte al hierro en pura incandescencia.
No hay posibilidad de milagro sin transformación. Los milagros nacen de “abajo”, no llegan de “arriba”: “Si tuvierais fe como un grano de mostaza, diríais a este monte: vete de aquí para allá, y se trasladaría; nada os sería imposible” (Mt 17,20). Lo que Dios quiere es que su vida -su reino la llama el evangelio- crezca en nosotros y nos haga felices: “en cambio, buscad que Él reine y lo demás se os dará por añadidura” (Lc 12,31).
2. No niego que haya que rezar por otros
Lo que digo es que tendríamos que ser conscientes de a quién oramos y situarnos en coherencia. Mejor PRESENTAR al otro y nuestra aspiración a ayudarle que COLGARLE al Señor las necesidades del otro como si fuera un perchero milagroso.
Hay que partir de la convicción (fe) de que Dios ya está volcado por el otro y no hay que CONSEGUIR nada. Más bien hay que IMITAR sus actitudes hacia ese hermano: “¿Además de traerte a esta persona querida, Señor, qué puedo yo HACER por ella siguiendo tu ejemplo? – ¿Cómo puedo SER para ella tu abrazo, tu beso, tu consuelo?”. Puede que nos sorprendan las respuestas.
Las súplicas (incluidas las preces de la Misa) no deberían ser para COLGAR de Dios las necesidades humanas y apaciguar nuestra conciencia. Deberían ser para COMPROMETERNOS con las soluciones posibles hoy.
Nosotros somos las manos de Dios. Y, como son tan pequeñas, necesitamos hacerlas crecer. ¿La manera? VIVIFICAR nuestras aspiraciones identificándolas y expresándolas. GRITAR nuestro deseo de ayudar: ¡Quiero ayudar a esta persona, Señor, muéstrame cómo! Esa forma de pedir nos vitaliza y nos predispone a responsabilizarnos, a solidarizarnos, a MOVILIZAR nuestros recursos internos y externos para ayudar.
Saldríamos de la oración (o de la Eucaristía) más o menos “transformados”, según la intensidad con que hayamos vivido y expresado nuestras aspiraciones profundas. Por desgracia, solemos salir como entramos: “solitarios entre solitarios, codeándonos más que conociéndonos” (Marcel Legaut). Eso sí, con la conciencia anestesiada porque ya le hemos colgado a Dios o a los santos nuestras responsabilidades. Eso explica tanta atonía, tanta rutina, tanto aburrimiento y tanta desbandada.
Cuando hablo de responsabilidades no penséis en grandes cosas. Somos demasiado pequeños. Se trata de dar nuestro pasico de hoy, el que podamos. Se trata de VIVIR lo que decimos que creemos. ¿Cuánto cuesta un beso, un abrazo, una sonrisa, una palabra de aliento, una caricia, un piropo sincero, un “estoy contigo”, un “yo te acompaño a casa” o un “estamos en buenas manos”?… “Muéstrame tu fe sin obras (sólo intercesión) y yo con mis obras te mostraré mi fe” (Sant 2,18).
No tiene sentido que una ola interceda ante el Mar para que conceda agua a otras olas. Más bien la ola “intercesora” debería hacerse consciente de quién es y dónde está para aprovechar su fuerza y levantar las olas desvanecidas.
La fe no consiste en creer que puedo CONSEGUIR sino en FIARME del Mar -en el que estoy sumergido- y apretarme, fundirme, solidarizarme, abrazarme con esas otras olas por las que me preocupo. Cualquier oración comunitaria debería ser una “sinfonía de agua” cantando al Mar.
3. Tampoco niego la influencia de la Virgen y de los Santos en nuestras vidas
No soy un iconoclasta. Para mí, la presencia de Madre en mi vida es esencial. Lo que digo es que no son intermediarios y, por tanto, no se puede hablar de intercesión. Más que orar A los santos hay que orar CON los santos. Y con Madre, por supuesto. Más que pedir hay que VIVIR nuestras aspiraciones CON ellos y COMO ellos.
Nuestra Madre es justamente eso, una “madre” que educa, enseña, aconseja, consuela y acompaña. No es una “diosa menor” a la que haya que pedir milagros, ni el brazo misericordioso que los arranca de un “dios solemne y rígido”.
Es la Madre de nuestro Señor y nuestra, la llena de gracia, nada más y nada menos. Los “excesos católicos” en este tema propiciaron (y propician) la huida de hermanos nuestros, temerosos de caer en idolatría. Hay que reconocerlo por mucha carga popularista que tengamos en contra. Ella no es el Camino, solamente quien me impulsa por Él.
Sugiero estas advocaciones: Virgen del Horizonte (imagen de una bellísima mujer judía, con la cabeza descubierta, ataviada para el viaje, con el brazo derecho extendido hacia un camino que se sumerge en el horizonte; en la peana esta leyenda: “Buscad su rostro”); Virgen de la Adoración (la misma mujer profundamente postrada con éste rótulo al pie: “Glorifica mi alma al Señor”); Virgen de la Alabanza (la misma mujer con los brazos extendidos a lo alto y esta frase a sus pies: “Salta de júbilo mi espíritu en Dios mi salvador”. Tal vez algún artista se atreva a plasmarlas.
Todos los que nos aman (en el cielo o en la tierra) NUNCA llegarán a amarnos y estar tan cerca de nosotros como el Padre. Ellos son sólo sus seguidores.
Pueden influir en nosotros pero no pueden influir en Dios porque es Inmutable. En esta afirmación -una evidencia para mí- podría resumirse todo lo que vengo diciendo sobre la intercesión.
4. “Cada uno hace lo que puede y es muy respetable”
Así me responde un comentarista enojado. ¡Tiene razón! No se puede hacer más que “lo posible” en cada momento. ¡Cierto! Otros me dicen que la intercesión es “de siempre” y figura citada expresamente en la Escritura. ¡También cierto!
Pero… el ser humano es progresivo, está llamado a crecer y madurar (“sed perfectos…”). Las potencialidades del hombre son enormes, bastaría observar el progreso material para darse cuenta. ¿Renunciaremos al progreso espiritual? ¿Nos quedaremos en “esto es lo que me enseñaron mis abuelas”, “se ha hecho o dicho así siempre”?
Estamos llamados a crecer -las citas del Evangelio serían interminables-. Y crecimiento significa “movimiento, cambio, progreso, maduración”. El inmovilismo, bajo cualquier ropaje sagrado o profano que se esconda, es totalmente negativo para el cuerpo y para el alma. Lo que hoy no veo o no puedo, tal vez lo vea o pueda mañana.
El cristianismo es Camino. No es posible permanecer en camino sin caminar.
El cristianismo es Verdad. No eres de la verdad si no te “desnudas” y te dejas penetrar por ella hasta lo más íntimo, aun “soltando” los libros.
El cristianismo es Vida. No estás vivo si no creces y maduras.
Hay quienes ven en la Escritura un límite, una gran cárcel, y la utilizan para encerrarse y encerrar a otros. Incluso para amenazarles, injuriarles, despreciarles y agredirles. No practican la Palabra sino “el palabrazo” que es, justamente, la negación de la Palabra.
Estoy convencido de que la Escritura es una oportunidad, un inmenso camino por recorrer, un precioso canto a la luz, la libertad y el amor, genes dominantes recibidos del Padre. Hay quien confunde la perla -me decía una lectora uruguaya inteligente- con la rugosa valva, la ostra o la baba.
Nos lo dejó dicho el Señor: “Muchas cosas tengo que deciros todavía, pero ahora no estáis capacitados para entenderlas. Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará a la verdad completa. Pues no os hablará por su cuenta, sino que os dirá lo que ha oído y os anunciará las cosas venideras“ (Jn 16,12). ¿Quién se atreverá entonces a enjaular la Luz? ¿Quién le pondrá cadenas al Espíritu?
No me preocupa que en la Escritura se mencione la judaizante “intercesión”. Si descubro que esa palabra u otras me impiden poner a Dios en el lugar supremo de mi vida, si me oscurecen su Rostro, si me impiden ver su Amor, es que no son perla.
5. La santa Misa
Algunos me golpean con el Misal llenito de intercesiones. La santa Misa es nuestra suprema oración comunitaria, la “celebración” gozosa de nuestras aspiraciones, especialmente adoración, alabanza y acción de gracias.
También el “llanto” por nuestras necesidades. No para que sean atendidas -que con toda seguridad lo están- sino para “descargar” el corazón y unirnos a las aspiraciones del Anfitrión.
Ese doble movimiento: expresar las necesidades y adherirse a las aspiraciones del Señor, me dará luz y fuerza para los caminos a caminar.
Sobran las intercesiones y la rutinaria memoria de tanto principal. Estoy convencido de que el Misal puede y debe mejorarse con oraciones más “vivas” y realistas, menos abstractas, rutinarias y anticuadas (por ejemplo, las referidas a una redención por sangre). Cabe celebrar desde el fondo con palabras preciosas -que las hay- evitando que otras te obstaculicen orar con Él, por Él y en Él.
Y ya que estoy en Misa permitidme deciros lo que he descubierto porque hay mucha confusión y oxidada doctrina al respecto:
– No es un sacrificio por mucho que lo citen los que mandan (no son Dios ni poseen la verdad absoluta). Esa palabra nos retrotrae al judaísmo, de feliz memoria, pero del que intento alejarme porque soy cristiano. Más bien es Misericordia: “Misericordia quiero y no sacrificios” (Mt 12,7).
– No es, de ninguna manera, la renovación del sacrificio de la cruz. Si así fuera, estaríamos renovando un “asesinato legal”, el cometido por la jerarquía judía. Si tal cosa pudiera yo asumir, tendría que dejar de asistir a Misa, porque celebrar un asesinato es un grave pecado (eso me dice mi conciencia). Y mucho más si se trata del asesinato de mi Señor.
– No es el memorial de la pasión y muerte del Señor. Cuando dijo “haced esto en memoria mía” (Lc 22,19) hablaba, en una cena fraterna, de “entrega por vosotros” (lo que fue toda su vida). No lo dijo desde la Cruz.
– NO es ninguna mediación o intercesión ante el Padre. No necesitamos mediadores puesto que “en Él vivimos, nos movemos y existimos” (He 17,27). ¿Necesita un bebé en el seno materno mediadores para alcanzar el cuidado de su madre?
– SÍ es una comida fraterna para celebrar el AMOR y la ENTREGA que debe unirnos entre nosotros y a Él. No puede haber Comunión si no hay ADHESIÓN. Si no vas a Misa a “partirte, repartirte y entregarte” en decidida ADHESIÓN a su Cuerpo (Persona) y Sangre (Vida), no puedes comulgar. Y si lo haces, practicas un rito inútil. Por eso tantas y tantas “comuniones físicas” sin transformación, que es lo esencial de toda oración y sacramento.
– SÍ es un canto de ALABANZA y ALEGRÍA por la renovación de nuestra ADHESIÓN a nuestro Señor.
– SÍ es un ENCUENTRO fraterno para motivarnos y apoyarnos mutuamente a descubrir y seguir el Camino.
¿Vives todo eso cuando asistes a una Misa?
Si no, estás haciendo un ejercicio piadoso de “buena voluntad”. Solo eso. Nos lo deberían recordar insistentemente la Liturgia oficial y el Oficiante, pero por desgracia…
6. El santo Rosario
Es una oración maravillosa y acumula las oraciones primarias de todo cristiano. Para mí, que crecí a los pies de la Virgen del Rosario, tiene todavía más carga emotiva. Quien lo reza sólo con los labios o sólo pasa cuentas, sacará poco provecho. Más fruto sacará quien reza esa “salmodia popular” mientras su corazón se sumerge en ese Padre, al que invoca, o paladea la compañía de la Madre.
La llamo “oración de tren” porque se repite y avanza sobre raíles seguros. Cuando, siguiendo el consejo evangélico, “bogas mar adentro” (Lc 5,4) ya no te sirve el tren y cambias los raíles por el equipo de inmersión. Si la oscuridad, viento o tormenta, te impiden nadar, puede que vuelvas a ese tren seguro y te dejes llevar.
Me han hecho notar que el “ave maría” contiene una intercesión: “ruega POR nosotros”. Sería más adecuado “ruega CON nosotros”. No rezamos a María para conseguir mediación sino que acudimos a Madre para que nos acompañe y enseñe a sumergirnos en el Dios que nos abraza desde dentro. Un servidor reza así: “Santa María, Madre de Dios, ruega con nosotros tus hijos, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén”.
Alguien me cita el “yo pecador” (oración oficial porque está en el Misal). Allí se dice: “Por eso ruego a santa María, siempre Virgen, a los ángeles, a los santos y a vosotros, hermanos, que intercedáis por mí ante Dios, nuestro Señor”. Es evidente que sería mejor decir: “que me ayudéis a convertirme a Dios, nuestro Señor”.
Tengo la esperanza de que éstos y otros brotes verdes del Pueblo sean pronto canonizados, es decir, recogidos por los pastores y propuestos a toda la Iglesia. No esperemos a que nos alimenten sólo desde arriba, como niños pequeños. Ofrezcamos a la Iglesia las espigas nuevas que brotaron en nuestros campos al calor del Espíritu. Así es como avanza nuestra Comunidad a la que cada uno debería ofrecer lo mejor de sí mismo.
7. ¿Olvido la doctrina oficial?
A Pablo también le intentaron frenar los legalistas: “Éste incita a los hombres a que den culto a Dios en contra de la ley” (He 18,13). Y escuchó esta voz: “No tengas miedo, habla y no calles, porque Yo estoy contigo” (He 18,9). Yo no soy Pablo claro, pero estoy convencido de que “sus hermanos pequeños” podemos y debemos aportar a nuestra Iglesia lo mejor de nosotros mismos con valentía.
La “doctrina”, recogida en libros, es la contabilidad pasada, el cierre anterior, la cristalización del pasado. ¿No habrá que estar muy atentos a las “novedades” del Espíritu? ¿Algún católico sincero puede pensar que ya le hemos agotado? El Evangelio dice cómo actuar: “poner la luz en el candelero” (Mt 5,15).
¿Acaso tú y yo no somos Iglesia? ¿Cómo se renovará la Iglesia si cada uno no aporta su propia renovación? ¿Qué es nuestra Iglesia? ¿Un cementerio de personajes célebres, de libros sabios, de rutinas multiplicadas? ¿O tal vez un Pueblo que camina, progresa, avanza, se renueva y busca apasionadamente al Padre del que nunca debió alejarse?
Los que creen que la Iglesia está asegurada por la “doctrina oficial” son unos ingenuos, razonan como terrícolas, de tejas para abajo. El “seguro a todo riesgo” de nuestro Pueblo está suscrito por el Espíritu Santo, no hay nada que temer. Sólo hay que dejarse inundar y ser dóciles a ese Maestro interior que se manifiesta en las “intuiciones profundas” de quien lo busca con sincero corazón. Los libros oficiales nunca pueden ser un obstáculo, deben ser una ayuda.
¿Por otro lado, hay doctrina “más oficial” que el Evangelio? ¿Aquél, al que queremos imitar, fue un cultivador de ritos y rutinas? ¿O más bien un reformador, un sembrador de vida y esperanzas nuevas? ¿Puso “el sábado” por encima de todo o puso todo -incluso su vida- para dar vida a sus criaturas? “He venido para que tengan vida y la tengan abundante” (Jn 10,10).
Que cada uno busque sus respuestas. Por mi parte, me siento orgulloso de pertenecer a un Pueblo que camina con la “gloriosa libertad de los hijos de Dios” (Rom 8,21) bajo el brazo.
Hubo un tiempo en que las letras, los libros, las autoridades, los signos suntuarios, etc. me amedrentaban, dominaban mi “conciencia social” y “cerebral”, me hacían dudar, me hacían sentirme culpable. Eran los tiempos del sometimiento al autoritarismo global y de mi total inmadurez.
Hoy me he dado cuenta que nuestra Comunidad Católica no está protegida por enormes murallas, ni por mandatos severos, ni por sabidurías centenarias. He podido comprobar que en nuestra Comunidad late el Espíritu Santo, que todo lo inunda, que todo lo ilumina, que todo lo renueva. Más que memorizar libros, necesitamos ser dóciles al Espíritu. A esa docilidad nos debe empujar -nunca frenar- la pedagogía de libros y doctrinas.
Juan Pablo II lo expresó magníficamente: “La fe se propone, no se impone”. Si la fe no se puede imponer, menos aún la monocromía.
Nuestra Iglesia es una Comunidad llena de luces, colores y carismas. ¿Cómo pretendes tú imponer tus rígidas cuadrículas?
Un profeta del siglo XX, Marcel Légaut, lo sintetizó así: “Herederos de una labor inmensa, visitados por una Presencia que no manda sino que llama. Empujados, levantados, solicitados, alzados por encima de nosotros mismos, emergiendo de la servidumbre, alcanzando la libertad. Obreros de un porvenir sin fin, inseparable de Ti, mi Dios”.
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No, hermanos míos, no. La “Iglesia oficial” no es para mí un ancla, ni una grúa que me mantenga en dique seco. ¡Todo lo contrario! ¡Es el velero que me invita a domar el viento, a conquistar horizontes, a descubrir al Señor en todos los rincones de la creación!
¡Es el velero que me permite superar el miedo a las aguas profundas y a mi propio miedo! Tal vez un tanto anticuado, con algunas tablas carcomidas y velas remendadas. Pero es mi velero, el que tengo, al que amo, el que me ha sido dado. No renunciaré a él por nada del mundo y en él gastaré mi vida. En su “reconstrucción” debo gastar mi vida, sí. Sin que me frenen los que levantan piedras contra mi predicación.
Tengo claro que el timón de mi vida es mi discernimiento. Que mi responsabilidad, mi libertad y mi conciencia no pueden navegar en la bodega, que debo estar alerta y gritar a mis hermanos las tierras, luces o mares nuevos que entrevea. De ellos espero lo mismo. Y todos juntos reparar y modernizar nuestro barco para llegar más lejos y abrirnos a otros hermanos cristianos (¡qué escándalo tanta ruptura!).
A veces me siento frágil, ignorante, dubitativo, inconstante, incluso retenido y apaleado. Pero me tranquiliza oír la voz de Pablo a babor: “El Señor es Espíritu y donde está el Espíritu del Señor allí hay libertad” (2Cor 3,17).
Y a Santiago a estribor: “Hablad y obrad como quien debe ser juzgado por una ley de libertad” (Sant 2,12).
Pero lo realmente definitivo es oír la dulce voz del Señor a proa: “La verdad os hará libres” (Jn 8,32), “duc in altum” (Lc 5,4).
Finalmente, la certeza que habita mis escritos de religión es:
Dios nos ama infinitamente porque no puede hacer otra cosa, ya que Él mismo es el Amor. En consecuencia doy pistas de reflexión, delato o critico algunos andamios mentales o prácticas religiosas que oscurecen u olvidan esa verdad.
Si alguien cree que eso me aparta de mi Iglesia, que se haga revisar la vista.
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