(Gabriel Mª Otalora).- Algo de lo que era noticia, de repente se ha convertido en polémica, y todo por las derivadas de la pederastia y sus casos concretos generalizados que han salido a la luz en el seno del clero católico. El cardenal George Pell que estaba muy cerca del Papa Francisco como consejero suyo y responsable de las finanzas vaticanas, está pasando su trago amargo ante la justicia australiana, defendiéndose del delito de varios casos de abusos a menores. Y, casualidad o no, la región australiana de Canberra acaba de aprobar la ley llamada Enmienda Ombudsman 2018 que obliga a los sacerdotes a romper el secreto de confesión cuando conozcan casos de abuso sexual.
Un buen amigo mío sacerdote apoya esta medida en su amor por los más débiles y pensando en el derecho a una reparación de la justicia humana en este mundo, si se puede. Él entiende que el secreto de confesión no puede servir de tapadera para aligerar las responsabilidades legales y la reparación del daño causado, ya aquí, en este mundo. Sin perjuicio, claro, de la justicia divina, que es cosa de Dios mismo en la otra vida. Y piensa, además, que el rango de personas consagradas les confiere mayores exigencias ejemplares en sus actitudes por el nivel de escándalo que pueden ocasionar sus conductas.
Yo, en cambio, defiendo el derecho al secreto de confesión porque quien se confiesa de cualquier pecado, terribles muchos de ellos, como la pederastia, se le supone el dolor de contrición, el arrepentimiento: y Dios perdona y olvida otorgando la paz a un alma atribulada por el daño ocasionado. El caso de la adúltera o el hijo pródigo son paradigmáticos. En segundo lugar, esta norma amenaza la libertad religiosa, a la que convierte en selectiva al imponerse en Canberra y no en el resto del territorio australiano. Por último, no habría razón para mantener el derecho a la protección de datos para los médicos y periodistas, una vez obligados los religiosos y presbíteros a perder dicho derecho.
La justicia legal humana no puede actuar así, tiene sus normas y castigos, pero lo normal en una democracia es que el reo no tiene la exigencia de declararse culpable ni tampoco está en la obligación de demostrar su inocencia. Uno de los grandes bienes del Estado de Derecho es que resulta legalmente más justo un culpable en libertad porque la justicia no ha podido demostrar el delito, que un inocente condenado sin la certeza de las pruebas.
Otra cosa es la prevención y denuncia de los casos de abusos sexuales, excepto cuando implique romper el secreto de confesión. De hecho el arzobispo de Canberra, Chistopher Prowse, ha asegurado que no apoya las medidas gubernamentales porque, entre otras cosas, la nueva legislación amenazaría la libertad religiosa. Y esgrime otros argumentos: “¿Qué agresor sexual confesaría a un sacerdote sabiendo que sería denunciado?” “Sin ese voto del secreto, ¿quién estaría dispuesto a desahogarse de sus pecados, buscar el sabio consejo de un sacerdote y recibir el perdón misericordioso de Dios?”. Tampoco hay “garantía de que un sacerdote conozca la identidad del penitente”, si hay una rejilla en el confesionario.
Es conocida la respuesta que dio el jesuita Pedro Cotton a Enrique IV cuando era su confesor, ante la pregunta directa del monarca: “¿Revelaríais la confesión que os hiciera el hombre que estuviera resuelto a matarme?”. El padre Cotton le respondió: “No; pero me interpondría entre vos y él para impedirlo”. Entre nosotros (Unión Europea), el nuevo Reglamento General de Protección de Datos, afortunadamente mantiene el derecho ministerial al secreto de confesión al igual que sigue vigente el secreto profesional de los médicos, por ejemplo. Porque a quien le decimos nuestro secreto, le vendemos nuestra libertad.
Fuente Religión Digital
Espiritualidad
Canberra, Chistopher Prowse, Enmienda Ombudsman 2018, Enrique IV, Pederastia, Pedro Cotton, Reglamento General de Protección de Datos, Secreto de Confesión
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